Zingerman no quería saber nada de Pflug y a duras penas soportaba al holandés, su Boswell particular. Quizá no cumplieran el requisito de edad exigida por Zingerman. Mientras Pflug autografiaba pósters -otra tarea artística que cumplía con exagerado detalle, prodigándose en dibujos y dedicatorias-, Zingerman se desperezó sin levantarse, ofreció un puro a Abraham y expuso su filosofía de vida a quien pudiera interesarle.
– Tírate a las chicas.
– ¿Cómo?
Zingerman tenía una voz ronca y brusca y cabía la posibilidad de que Abraham hubiera tomado una tos recargada por un comentario.
– Tírate a las chicas, a todas. -Zingerman señaló los libros que tenía delante, en la mesa, y luego a los originales que colgaban de la cortina-. Las modelos. Han sido mi único consuelo en este negocio apestoso, por eso no comprendo por qué un tipo como tú sigue pintando esas… ¿cómo las llamas…? Formas geodésicas. ¿Qué piensas hacer? ¿Tirarte a una forma geodésica? Es un camino solitario.
– ¿Las modelos? ¿Te las llevabas a la cama?
– A la cama, al sofá, en medio de la habitación con ropa de piel de leopardo, vestidas de sirena, con colmillos falsos, con una pistola de juguete en las manos, con los dedos manchados de pintura… Tíratelas, tíratelas. Es mi política. Contrata al chico, contrata a la chica, colócalos en la postura correcta, saca polaroids, manda al chico a casa, invéntate una excusa para tocar la indumentaria, arréglale el cuello de la camisa, tócale el culo, tírate a la chica, tíratela. Me las he tirado durante treinta y cinco años.
– Como Picasso. -Fue lo único que se le ocurrió a Abraham.
– Puedes poner la mano en el fuego. No soportaría pintar esas cosas de ningún otro modo, antes metería la cabeza en el horno. He intentado explicárselo a mi amigo Schrooder, pero cree que bromeo. No bromeo. ¿Estás casado?
– Lo estuve.
– Como todos. Estos chavales no se enteran. ¿Ves ese de allí? ¿Tú crees que se las tira? Está demasiado ocupado pintando pelos, pintando plumas, pintando hasta el brillo de las burbujas. Si yo tuviera a una de esas chicas de las espadas y las melenas largas, sabría lo que hacer. ¿Ese? ¿Le has visto los brazos? Creo que presta más atención a los chicos.
– O a los dragones.
– O a los dragones. Bueno, ¿y tú qué? ¿Te follas formas? Al menos Picasso empezó siendo realista. Después de follárselas, empezó a pintar los dos ojos en el mismo lado. Las hacía caminar raro. Lo tuyo es como mirar por un microscopio. ¿No te sientes solo con la única compañía de tus gérmenes?
Abraham pensó: mujeres y gérmenes. Que resumía bastante bien la herencia de Zingerman. De modo que se resumía en eso, Ebdus era el puente entre las porquerías estilo Los Ocho y los dragones de realismo fotográfico, un interludio momentáneo. Él y sus gérmenes.
No, aquel no era lugar para tratar de la película, no se hablaría de la película, ni pensarlo.
– Me siento solo -reconoció de corazón.
– Pues claro. Apestas a soledad.
– El biomorfismo: un gran error profesional.
– Ahora hablas con sentido. Sigue el ejemplo de mi libro. Vive. Fóllate a las chicas.
– Lo haré.
Entonces Zingerman bajó la voz para concluir la lección, para compartir lo que se había ganado, lo que sabía.
– Mira -dijo-. No se lo digas a Schrooder.
– ¿Sí?
– Carcomido. -Como por arte de magia, paseó el puro por delante de todo su cuerpo.
– ¿Cómo dices?
– Empezó en un pulmón, así que me lo extirparon. Aunque da igual donde empezara. Se ha extendido por la glándula linfática, el cerebro, la sangre…
– Oh.
– Me cago en el cáncer. Me da igual, que no te dé pena. ¿Sabes por qué no tienes que sentir lástima por mí? Adivina.
– ¿Te has tirado a las chicas?
– Te has ganado un puro.
mal diciembre
sin bromistas
no he pegado ojo
pon un rosa
en la puerta por mí
soy el cangrejo morsa
– ¿Dónde coño andabas, Horatio?
Pausa.
– Ah, hola. ¿Qué pasa, Barry?
– ¿Estás tan ocupado que no tienes tiempo ni para llamar a este negro?
– Perdona, tío, iba a llamarte. No tengo nada. ¿Qué ocurre?
– Necesito que me consigas una pipa.
Pausa.
– ¿De qué me estás hablando, Barry?
– ¿Tú ves la tele, Horatio?
– Pues claro que veo la tele, negro, ¿a ti qué te da?
– ¿Sabes lo que es un Beatle?
– ¿Qué? Ah, sí, sí.
– Tengo que agenciarme un hierro. Así de simple, Horatio. Entonces, ¿qué? ¿Me vas a fallar?
– ¿Estás loco, tío? Eso no tiene nada que ver con nosotros.
– He visto a ese gilipollas de Chapman paseando por la calle Dean con la vista clavada en mi casa. La semana pasada. Si no era él, era su primo. Ese blanco cabrón tenía una lista.
– ¿Lo dices en serio?
– ¿Sabes cuánta gente me quiere borrar del mapa, quiere meter sus manazas en mis grabaciones de cuatro pistas? Ni siquiera confío ya en Desmond, mierda. Esas cintas deben de contener cinco o diez exitazos, ¿te crees que la gente no lo sabe? Tengo enemigos, ’Ratio, en las calles, en los salones de juntas de los ejecutivos, no me jodas, hasta debajo del suelo que piso en casa. La cuestión es: ¿puedes ayudar a un hermano o tengo que buscarme la vida por otro lado? Contesta lo que sea, pero que sea de verdad.
Pausa.
– No te preocupes, Barry. Si eso es lo que quieres, cuenta conmigo.
– Ahora sí que nos estamos entendiendo.
Stately Wayne Manor están programados entre Miller Miller Miller & Sloane y los Speedies, el cartel entero es una batalla entre bandas de instituto cuyos miembros pertenecen a la Escuela de Música y Arte, Stuyvesant, Escuela-de-la-Calle, politécnico del Bronx, Dewey o dondequiera que estudien o dejen de estudiar los Speedies. La acera de Bowery está atestada, nadie comprueba los carnets de identidad, hay niños de doce años y chicos de los primeros cursos de secundaria por todas partes. Las chicas son increíbles, sensacionales, se agolpan frente al CBGB con sus vestidos estampados, sus pintalabios años cincuenta y el pelo cardado, se han cubierto los granos con maquillaje y encienden los cigarrillos protegiéndolos de la brisa, sus brazos desnudos tienen la piel de gallina. Iluminan la noche, son aves del paraíso capaces de provocar temblores en hombres adultos pero allí no hay más adultos que algún que otro vagabundo víctima del delírium trémens. Mil novecientos ochenta y uno, los adolescentes gobiernan la noche de Manhattan, fuman porros abiertamente y dentro del minúsculo antro piden cerveza en vasos de plástico. Dúos o tríos de chicos vestidos de cuero y vaqueros pululan alrededor de los grupos de chicas, falsifican sellos de entrada con bolígrafo y se abren camino hacia el escenario a empujones o se entretienen fuera pasándose botellas de algo más fuerte y, de vez en cuando, empujándose a la calzada entre gritos de falsa hostilidad. Llega alguien y descarga de una furgoneta guitarras y amplificadores cubiertos de pegatinas. Todo el mundo admira los dedos vendados del guitarrista, se ha roto tres nudillos al reventar la ventanilla de un coche, enfurecido por algo que una chica dejó sin respuesta al marcharse. De todos modos, esta noche va a tocar, con mitones, es un héroe del mundo del espectáculo.
En un vestíbulo cercano un hombre entra en un ascensor de vuelta a la habitación en la que vive desde 1953.
Un coche de la policía aparcado en Rivington se sacude levemente, a un poli le están haciendo una mamada en el asiento trasero mientras su compañero vigila en la esquina de Bowery y espera su turno. Es probable que exista un código para esta operación: «el cochecito» o «un 0-5-0».
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