Jonathan Lethem - La Fortaleza De La Soledad

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«La fortaleza de la soledad ejemplifica, sin necesidad de grandes aspavientos vanguardistas, nuestro paradójico signo de los tiempos», Qué Leer
Esta es la historia de un chico negro y uno blanco: Dylan Ebdus y Mingus Rude, vecinos que comparten sus días y defienden su amistad a capa y espada desde un rincón de Nueva York. Esta es la historia de su infancia en Brooklyn, un barrio habitado mayoritariamente por negros y en el que comienza a emerger una nueva clase blanca. Esta es la historia de la América de los años setenta, cuando las decisiones más intrascendentes -qué música escuchar, qué zona ocupar en el autobús escolar, en qué bar desayunar- desataban conflictos raciales y políticos. Esta es la historia de lo que habría pasado si dos adolescentes obsesionados con superhéroes de cómic hubieran desarrollado poderes similares a los de los personajes de ficción. Esta es la historia que Jonathan Lethem nació para contar. Esta es La fortaleza de la soledad.
Jonathan Lethem (Nueva York, 1964) es una de las voces más inventivas de la ficción contemporánea. Es autor de nueve novelas y depositario de distinguidos galardones, como el Premio Nacional de la Crítica de Estados Unidos.

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– No puede -dijo Mingus con rotundidad.

– Espera un momento, Gus, déjala hablar a ella. ¿Qué te parece, nena? ¿Eres del signo del Dragón, de la Rata o de qué?

– Pareces muy dulce, Mingus -dijo Yolanda en tono desafiante, negándose a mirar a Barrett. Su voz estaba cargada de sexo, maternidad y otras chorradas místicas femeninas pensadas para humillar a Barry y darle a entender lo que se había perdido. Porque se lo había perdido, la había cagado, la chica ya no era para él-. No permitas que tu padre te estropee el cumpleaños. Si tú quieres, bajaré contigo a tu cuarto.

Pero Mingus no le hizo caso.

– No puede bajar al sótano -repitió el joven.

– ¿Por qué no? -preguntó Barry.

– Senior está en casa. Le he oído.

– ¿Ha vuelto?

– ¿Qué esperabas? No le pediste que te devolviera la llave.

Barry se resignó entonces a sentir el mundo. Y lo sentía así: Barry se había convertido en un planeta cuyos habitantes pululaban como mosquitos, revoloteando de un lado a otro. Así que el viejo había vuelto, ¡el muy cotilla! Senior había conseguido enemistarse con los chulos y los camellos que dirigían el hotel Times Plaza, había subido a alguna chica a su cuarto y había intentado bautizarla o tal vez solo les había pegado la paliza en el vestíbulo; en cualquier caso, ya no era bien recibido y por eso había regresado al sótano de casa. Mingus y Senior eran tal para cual, criaturas desagradecidas por naturaleza y que se habían ido alejando tanto de él como sus propias manos. Horatio, Desmond, hijo, padre, zorrita, discos de oro, todo flotaba en una nube, dejado de la mano de Dios y diminuto.

Lo que necesitaba era una calada de pipa. Esa noche una raya, dos rayas, ni siquiera una docena le servirían de nada, no iban a reducir su peso insoportable ni a conseguir que el resto de los habitantes del salón superaran el irritante tamaño que tenían en ese momento.

Fuera, la lluvia empañaba el asfalto recalentado a lo largo del día.

La pipa, un poco de base, y podías estar seguro de que los Fiddlers Three no conseguirían derechos como coautores.

Fue el hecho de que el local fuera la New School, un nombre que asociaba con causas cursis y la contratación de profesores con escasas referencias, lo que le había empujado a cometer semejante error. Eso y el coleccionista holandés de originales para cubiertas de libros de bolsillo que le había manifestado su entusiasmo media docena de veces por teléfono hasta que Abraham cedió. Quizá también influyera cierta curiosidad morbosa por conocer a sus colegas: un tal Howard Zingerman y otro tal Paul Pflug, de nombres increíbles pero reales. Era probable que también su apellido, Ebdus, hubiera sorprendido a los otros y que la extrañeza de sus nombres los hubiera empujado a todos a aceptar la propuesta. Tal vez Abraham había aceptado por vanidad. Cómo no, la vanidad. El término «cultura pop», empleado con suma profusión por el holandés. Ahora Abraham era cultura pop. Así que iría a ver lo que eso significaba y a conocer a Zingerman y Pflug. ¿Qué daño podía hacerle?

Bueno, ya lo había descubierto, ya sabía cuál era el coste de dejarte tentar fuera de tu escondrijo. El auditorio de la New School no te protegía de la humillación. El escaso público, menos de cincuenta personas y casi todas ellas hombres tambaleantes de alambicado vello facial, había acudido expresamente a conocer a Pflug. Pflug tendría unos treinta años, una larga cola de caballo como muchos de sus admiradores y aspecto de levantador de pesos pese a su barba rala de anciano o mago.

Pflug trabajaba en el estilo que había sucedido al de Abraham, superándolo con una gran popularidad. Es decir, eso si el estilo de Abraham había tenido éxito alguna vez fuera de los circuitos de los directores gráficos que durante años se habían disputado a Abraham y, cuando este no estaba disponible, habían encargado descaradas imitaciones de su obra. Eso ya no pasaba. Aunque Abraham seguía trabajando, la moda de la psicodelia artística había pasado. Pflug era un representante típico de la ola que la había sustituido. Pintaba dragones y forzudos al estilo de los carteles de ciertas películas de éxito reciente, con cielos llenos de nubes de humo a lo Maxfield Parrish, dibujaba a sus bárbaros y gladiadoras con realismo fotográfico hasta en la última pluma y escama, hasta el último mechón dorado de sus anacrónicas melenas peinadas con secador y cepillo.

De hecho, al final resultó que Pflug era el autor de uno de los carteles de esas películas de éxito reciente. Cosa que explicaba el parecido, así como la existencia de sus admiradores. Apenas habían disimulado su impaciencia durante la breve conferencia mientras esperaban la oportunidad de acosar a Pflug con sus pósters, que ahora habían sacado reverencialmente de tubos de cartón con la esperanza de que se los firmara. Allí a nadie le importaban las cubiertas de libros, y ¿por qué iba a ser de otro modo? A uno no le importaban esas cosas.

La excepción era el holandés que había organizado él solo el evento y, Dios le asista, había venido a propósito desde Amsterdam. Y a él quien le importaba era Zingerman, exclusivamente. El holandés, más joven aún que Pflug, iba bien afeitado y con el pelo bien cortado. Por teléfono parecía mayor, pero en persona tenía una voz delicada, estupefacta de admiración. Zingerman era su héroe. Había comprado originales de Zingerman en almacenes de editoriales difuntas, de directores gráficos que los robaban, de catálogos que circulaban entre los aficionados como él. El holandés estaba escribiendo una monografía, un catálogo anotado, y perseguía el visto bueno de Zingerman. Su travesía atlántica debería haber sido un peregrinaje directo a los pies del maestro, pero por lo visto le había dado vergüenza y por eso había montado aquella parodia de mesa redonda con Zingerman, Pflug y Ebdus y la excusa de «El mundo oculto del diseño de cubiertas».

Zingerman, el pintor, tenía cierta integridad, una especie de realismo a lo el grupo de Los Ocho. Desde el punto de vista pictórico compartía atmósferas con los hermanos Soyer o, siendo generoso, con el Philip Guston de los comienzos. Zingerman trabajaba los ambientes góticos urbanos, personajes capturados en cimas de tormento expresivo: hombres arrancándoles la camisa a mujeres o viceversa, pero también momentos de ternura o incluso meditabundos. En la penumbra de sus porches faulknerianos descansaban perritos o latas oxidadas. Las mujeres eran siempre solo un poco guapas, conejitas de Playboy desaliñadas, de visita a los bajos fondos. Iluminaba claramente manos, caras y escotes mientras que casi todo lo demás se perdía en un claroscuro, un estilo característico que además ahorraba horas de trabajo y seguro que a la larga cansaba menos que el microdetallismo autista de Pflug.

Los ejemplos disponibles, libros protegidos por fundas de plástico cerradas y dos de los cuadros, pertenecían todos a la colección del holandés. Los títulos de los libros abarcaban cuatro décadas desde los años cuarenta -Paul Bowles y Hortense Calisher además de pornografía pura y dura- y el tratamiento de Zingerman mantenía la coherencia. Su única concesión a los años setenta hacía consistido en renunciar a su paleta de grises y marrones sfumato, alegrando los tonos y añadiendo biquinis estampados y camisas desabotonadas al vestuario de las chicas y frondosas patillas a las mandíbulas de sus protagonistas.

¿Zingerman, el hombre? Era tóxico. De unos setenta años, miraba desde la altura de un jugador de baloncesto y cubría su enorme figura, plegada de un modo extraño detrás de la mesa compartida, con un traje color polvo. El vello asomaba de sus mangas de puño francés como si por debajo llevara un traje de simio, pero la piel de las manos recordaba al papel, se veía carente de vida. En contra de las prohibiciones que colgaban por todo el auditorio, fumaba sin parar puros gordos como sus bastos dedos. Tosía a menudo. Costaba imaginarse esos dedos alrededor de un pincel, pero por otro lado había muchas cosas inimaginables que, sin embargo, existían, como el evento de esa tarde.

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