Dylan no dijo nada.
– No hay manera de arrancarte una sonrisa, D-Man. ¿Qué pasa? ¿Tienes miedo de que Robert te la pegue? Porque, tranqui, yo me encargo.
– Robert no me da miedo.
– Vale, tranqui. No he dicho nada.
Dylan quería ir al grano.
– ¿Cuánto os falta?
– Nada. La cuestión es: ¿cuánto quieres meter?
– Doscientos.
– Doscientos. -Mingus lo pensó-. Vale. Me parece bien. -Con la antena puesta, esperó a oír la pega-. Podemos meterte por dos billetes, pero no parece un gran negocio para nadie.
– Pero quiero otra cosa.
– Ah, otra cosa.
– El anillo.
– La puta. -Mingus se cubrió la cara con las manos y se rió, sacudiendo la cabeza-. El tío se presenta aquí hablando de esto y de aquello y lo único que quiere en realidad es que le devuelva el anillo.
– ¿Todavía lo tienes?
– Así que la cosa va del anillo. Me has hecho pensar que era cuestión de, no sé, cómics o drogas o yo qué sé.
La risa de Mingus se volvió más amarga. Como si Dylan le hubiera pedido de vuelta su amistad a cambio de dinero, con todos los secretos compartidos, Aeroman y el puente y las cosas que no tenían ni nombre. Como si a lo largo de seis o siete veranos le hubiera puesto un precio de doscientos dólares, ocho billetes de veinte, el salario de una semana haciendo bolas de helado de pistacho o nuez. Podía ser.
Mingus se levantó apoyando las manos en las rodillas desnudas y salió al pasillo sin mediar palabra. Se oyó la orina golpeando la porcelana a través de las puertas abiertas.
– Sí, todavía lo tengo -dijo a la vuelta-. Solo tenías que pedírmelo.
– Vale, pues devuélvemelo.
– ¿Qué? ¿Ahora no me vas a pagar?
Le produjo una satisfacción aterradora oír por fin a Mingus enfadado.
– No, te agradezco que me lo hayas guardado -dijo Dylan, todavía en tono frío pero acalorándose-. No me molesta pagarte.
– Perfecto.
– ¿Quién sabe lo del anillo? -preguntó Dylan. Se había pasado todo el instituto esperando a preguntarlo. Ahora pagaría por la respuesta.
Mingus miró para otro lado.
– ¿Se lo has contado a Arthur?
– No.
Pues claro que no, ¿quién lo habría hecho?
– ¿A Robert?
Silencio.
– Hijo de puta, se lo has dicho a Robert.
– Estaba conmigo cuando salté sobre el poli en Walt Whitman. Tuve que dárselo cuando me detuvieron.
– ¿Alguna vez ha intentado…?
Mingus se encogió de hombros.
– Era como tú.
– ¿Qué quieres decir?
– Quiero decir que lo intentó.
Por supuesto. El anillo no era una herramienta neutral. Juzgaba a su portador: Aaron Doily volaba como un borracho y Dylan volaba como un cobarde, solo cuando no importaba, en el estanque de los Windle. Así que se habría adaptado al caos de Woolfolk.
– No me lo cuentes -dijo Dylan-. Volaba torcido.
Mingus no precisó. Siempre había tenido por costumbre proteger el honor de los dos frente a cualquiera: Dylan, Arthur, Robert. No decir nada.
Dylan se levantó y dejó doscientos dólares sobre la sábana manchada. Mingus los miró con ceño fruncido.
– No me parece demasiado -dijo con frialdad.
Dylan tardó un momento en entenderlo.
– ¿Cuánto quieres? -preguntó en voz baja.
Mingus casi sonríe.
– Déjame ver lo que llevas encima.
Aquella frase era la entrada de un guión para una llave -«Déjame ver, deja que te lo aguante un momento, te lo devolveré, tío, ya sabes que no te quitaría nada»-, la autoridad glacial sobre los chicos blancos que Mingus nunca había ejercido. Mingus le había permitido oír por fin la diferencia entre los dos.
Por primera vez Dylan consideró todo lo que Mingus debía de haberle ahorrado. Se le enrojecieron las mejillas mientras palpaba los trescientos dólares que le quedaban en el bolsillo de los pantalones, que, para el caso, podrían haber sido de cristal. Solo porque el anillo no tuviera rayos X no significaba que la visión de rayos X no existiera.
Dylan sudaba por todos los poros de su cuerpo. Los ojos le picaban por el sudor.
– Muy bien.
Mingus abrió un cajón de la cómoda y añadió los billetes de Dylan a los que allí guardaba. Tal vez fuera el fajo de Robert Woolfolk, tal vez no, imposible saberlo. Mingus dejó el cajón abierto, manifestando su indiferencia, quizá retando a Dylan a intentar robarle los fondos a su colega.
Por todo Gowanus, jóvenes emprendedores amasaban fortunas, ¿por qué no?
Isabel Vendle se habría sentido orgullosa. Siempre le había dicho a Dylan que guardara hasta el último dólar en un cajón y contemplara cómo crecía el dinero.
– Tengo que subir a buscarlo -dijo Mingus.
– ¿Arriba?
– Está escondido con el alijo de Barrett. Nadie más lo toca, es un lugar seguro. De todos modos, Barry quiere verte, le dije que ibas a venir. Siempre anda preguntando por qué ya no vienes por aquí. -Entonces, incapaz de no hurgar en la herida, añadió-: ¿Ves algo más que te guste? Aunque supongo que te habrás quedado sin efectivo.
Subieron.
Los discos de oro habían desaparecido de la pared, solo quedaban las marcas rectangulares coronadas por los agujeros de los clavos. Poco más había cambiado, lo demás solo estaba desgastado, desatendido. Barrett Rude Junior estaba detrás de la encimera, sirviéndose Tropicana en un vaso ancho descantillado por tres sitios, las baldosas de la encimera estaban sueltas, con la lechada desmenuzada, y crujieron cuando Junior apoyó el cartón de zumo. Tenía la bata de seda deshilachada, con grandes manchas de sudor bajo los brazos. Le quedaba demasiado holgada. Junior había encogido, había perdido musculatura. Seguía llevando la barba recortada pero ahora era asimétrica y canosa. Tenía las uñas de las manos y de los pies gruesas y amarillas como garras. Se le había hundido la piel de debajo de los ojos.
Un ventilador runruneaba en el dormitorio. No se oía más música que la que se filtraba con el aire muerto de la calle.
– Vaya, el pequeño Dylan.
Dylan estaba atónito, desconcertado.
Si Abraham iba a envejecer así, no quería verlo.
– Cuánto tiempo, tío. Ya casi no te reconozco, hombretón. Mírate.
– Hola, Barry -consiguió farfullar Dylan.
– Me alegro de ver ese culo canijo tuyo, chico. A tu padre no paro de verlo, pero a ti, nunca. Hace un calor infernal, ¿eh? ¿Os apetece un zumo bien fresco?
– No, estoy bien -dijo Mingus.
– No, gracias -dijo Dylan.
– Tendrías que beber zumo de naranja, Gus, tiene muchas vitaminas. Así no estarías tan tirado, chico. Sentaos, me estáis poniendo nervioso. Tenéis toda la pinta de tramar algo.
– Necesito una cosa de tu cuarto -dijo Mingus.
– Pues cógela, ¿qué problema hay? Dylan, siéntate. Tómate un zumo con hielo, no me digas que no te apetece con este calor. ¿Has visto el partido de los Yankees? Ron Guidry, tío. El mejor pitcher del mundo.
Mingus desapareció por la parte de atrás. Dylan se sentó en el sofá, detrás de la mesilla del café. El espejo de Barrett Rude Junior era tal vez la única superficie sin romper de la sala, cubierto de polvos dispersos como una galaxia. A un lado, había una pajita de plástico.
Barrett Rude Junior le pilló mirando los polvos:
– No seas tímido.
– No, gracias.
– No me des las gracias y sírvete.
– Adelante -dijo Mingus, saliendo del dormitorio-. Hazte una raya, D.
– Da igual.
– ¿Qué pasa? ¿Nunca la has probado, tío?
– Déjale en paz, Gus. El pequeño Dylan puede hacer lo que le plazca. Es mi chico, va a ir a la universidad, maldita sea, no me puedo creer cómo pasa el tiempo, ¿eh, Gus? El pequeño Dylan se nos va a la universidad, no puede colocarse porque necesita tener la cabeza en su sitio.
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