– Está buena.
– No, gracias.
Arthur le pasó el dólar a Robert, que asomó la mitad de su cuerpo fuera de las sombras para inclinarse sobre el espejo.
– Conoces a Robert, ¿verdad? -dijo Arthur con descaro, provocador.
– Claro. Una vez me robó la bici.
No habría reconocido nada más: ni Rachel, ni la porción de pizza, ni la emboscada en el East Village. Que Arthur y Mingus cavilaran sobre aquella alusión a la prehistoria de la manzana. Robert no iba a contradecirle. Dylan confiaba en el trato de silencio que habían cerrado al mirarse a los ojos en casa del camello gay o incluso antes, toda una vida de diferencias forjadas en el patio de la Escuela Pública 38. Robert Woolfolk no le llevaría la contraria a Dylan porque podía ser cualquier cosa menos un mentiroso, un bolas.
– Pero eso fue hace mucho -añadió Dylan con sarcasmo munífico-. ¿Cómo va eso, Robert?
– Hola -contestó Robert Woolfolk desde las profundidades, mientras absorbía la coca hasta el fondo de la garganta.
Mingus había sacado los cómics del armario, apilándolos de cualquier modo. Era probable que no los hubiera visto en años.
– Nunca llegué a guardarlos en bolsas de plástico -dijo en tono de disculpa, aturdido. Abrió un ejemplar de Los Cuatro Fantásticos y la nostalgia lo transfiguró-. Jo, si hasta les ponía mi nombre, mira.
Mingus hablaba solo. Su nostalgia era incongruente, a nadie más le interesaban los cómics.
– Te daré ciento cincuenta dólares. -Dylan habló sin mirar a Mingus, tenía la vista clavada en Arthur, que seguía ocupado con la cuchilla de afeitar.
Robert Woolfolk se reclinó en la silla baja, ocultándose en las sombras.
Mingus frunció el ceño para fingir que deliberaba, una actuación inútil en aquel ambiente de transacción de mierda.
– Bueno, supongo que es un precio justo.
Dylan tiró el dinero sobre el espejo. Confiaba en que supieran lo insignificante que era para él aquella suma. Era una demostración para los otros tres, en tanto que representantes de Gowanus, de que él ya no pertenecía a ese lugar.
En respuesta, Robert Woolfolk se limitó a recoger el dinero, sacar un fajo de billetes enrollados y añadirle los de Dylan.
– He comprado una mochila -dijo Dylan-. No necesito ayuda.
Mingus asintió y pestañeó, rendido ante la eficiencia de Dylan.
– De acuerdo, entonces, estupendo.
De espaldas a los tres, Dylan metió los cómics desgastados y garabateados con rotulador en la mochila. Le carcomía la rabia de tener que estar arrodillado en el suelo. Presa de un gesto irracional, cogió también un desnudo de una mujer negra de Mingus y lo guardó con los cómics. Entonces recordó su frialdad, el modo en que había tirado el dinero. Tenía un objetivo, un plan. Los cómics no serían más que una broma. Dylan era el basurero de la juventud de todos, que por fin había pasado a recoger los restos. Podrían haber sido pelotas coladas en tejados o calcetines viejos.
– Acompáñame a la puerta -dijo, ya de pie.
– Sí, claro, por supuesto.
Volvieron a pasar de puntillas por delante de la cripta de Senior. Junto a la puerta del apartamento, Dylan susurró:
– Llámame mañana. Cuando Lomb y Woolfolk no estén.
Lomb y Woolfolk, como Abraham y Straus o Jekyll y Hyde, una vieja asociación. Dylan casi se ríe.
Mingus abrió sus ojos rojos como platos, pero Dylan lo dejó en ascuas. Podían ser dos los que jugaran a los misterios espurios, o tres o cuatro: cualquiera podía dar miedo, las falsas amenazas callejeras no eran un bien escaso en Gowanus. Dylan había sobrevivido en la calle Dean cuando Mingus Rude no era más que un escolta de Filadelfia y Arthur Lomb un memo de colegio privado. Solo Robert Woolfolk podía dar miedo de verdad y Rachel Ebdus ya se había ocupado de eso, Dylan era intocable. Los otros dos serían recién llegados y coleccionistas de cómics de por vida, y si querían irle con jueguecitos a Dylan, bueno, pues Dylan también sabía jugar. Decidió que su demostración había servido para dejar claro que el que tenía la libreta de ahorros tenía también la sartén por el mango.
Once de la mañana, el calor se aferraba ya al día como un torno, y casi salió todo mal desde el principio. Abraham entró mientras Dylan contaba el dinero.
– Dios mío -dijo Abraham.
Dylan se lo embutió en el bolsillo de los pantalones cortos a cuadros amarillos, su indumentaria ska para la jungla de cemento.
– ¿Cuánto dinero tienes? -preguntó Abraham.
– Trescientos dólares -mintió Dylan.
– ¿No deberías ingresarlos en el banco?
– No es asunto tuyo.
Abraham se molestó e intentó formular una réplica severa, un esfuerzo con el que siempre lograba darle lástima a Dylan.
– Pues yo diría que sí es asunto mío, Dylan. ¿Para qué es ese dinero?
– Se lo tengo que prestar a Mingus -dijo Dylan de manera poco convincente y demasiado cercana a la verdad.
– ¿Y para qué necesita Mingus trescientos dólares?
– No lo sé. -Dylan se dirigió a la puerta.
– ¿Dylan?
– Trátame como a un adulto, Abraham -repuso Dylan en tono seco-. Te dije con cuánto pensaba contribuir a finales de verano y el verano todavía no ha terminado.
Desde luego no había llegado el final del verano: estaban en plena canícula. Por todas partes los coches avanzaban despacio con los indicadores de temperatura al rojo vivo, incrustando chapas de botellas de Yoo-Hoo, Rheingold y Manhattan Special en el asfalto reblandecido. Los acompañantes de los conductores que se acercaban por Nevins subían de golpe las ventanillas para protegerse de los chorros de agua dirigidos mediante una lata: algún vigilante había vuelto a abrir la boca de riego para que escupiera el suministro público y a ningún cerebro recalentado se le había ocurrido llamar a la policía o a los bomberos. A mediodía, hasta la última casa tenía todas las ventanas abiertas en un intento de que entrara el aire de la calle. Inútil. No se movía una gota de aire.
Con quinientos dólares en el bolsillo, su última oferta decidida de antemano, Dylan Ebdus se encaminó a casa de Mingus Rude vestido de cualquier modo, sudando a mares.
Arthur Lomb y Robert Woolfolk no se contaban entre las criaturas que se arrastraban a velocidad mínima por la acera recalentada. Dylan no reconoció a nadie, sus ojos eran un muro infranqueable.
Domingo, Senior estaba en el Salón del Ministerio de Dios de la avenida Myrtle y, por tanto, Mingus tenía el sótano para él solo y las puertas abiertas de par en par.
Dylan siguió la música.
Mingus estaba tumbado en la cama vestido con unos pantalones cortos y holgados y una camiseta vieja, con las sábanas amontonadas a los pies de la cama y la almohada doblada bajo la nuca, adormilado a la luz del día y con música funk a todo volumen. Posiblemente había inaugurado el día dos o tres veces para volverse atrás, sin nada que hacer hasta que Dylan llegara, reponiéndose de la noche o de varias noches, recuperándose todavía del instituto. El espejo estaba guardado en alguna parte, la luz del mediodía privaba al cuarto de todo su misterio, solo era un dormitorio. Las paredes y el techo estaban pintados de negro, tal vez porque fuera el único color capaz de cubrir el Krylon plateado y el Violeta Garvey.
Mingus se frotó los ojos con los puños como un recién nacido.
– ¿Pasa, D.?
Dylan, de manera afectada, repuso:
– ¿Pasa, tú?
– Bueno, al final quieres entrar en el negocio, ¿eh?
– Quizá.
Mingus sacó los pies de la cama, indicó a Dylan que se sentara, se frotó la barbilla y se relamió los labios.
– El señorito Dillinger tiene sus dudas -dijo Mingus, burlonamente pomposo-. Cosas que necesita saber. Actúa a partir de informaciones imprescindibles.
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