– Intenta tirarme una, gilipollas.
En ese instante, Mingus descendió con una brazada de nieve que descargó por dentro de la camisa del chico.
Luego aterrizó sin problemas al lado de Dylan y los dos echaron a correr chillando mientras Mingus se quitaba el traje y la capa por la cabeza y se quedaba con el pecho desnudo en la noche nevada.
Las tardes pasadas con Mingus, las noches con Aeroman, no podía contarlas al día siguiente en Stuyvesant aunque hubiera querido, aunque hubiera conseguido atraer la atención de Tim Vandertooth y Gabriel Stern. Dylan no tenía ningún interés en hacerlo. A la mañana siguiente se sentía como si reentrara en órbita, sellando a fuego su información secreta. Mingus y Aeroman quedaban a un millón de kilómetros de distancia, en otro reino, en Brooklyn. Además, la cosa que buscaba a Tim y Gabe los encontró.
En cuanto llegó pareció obvio, de hecho ya tenía un nombre común conocido: punk. O nueva ola. Eran tendencias relacionadas: Sex Pistols, Talking Heads, Cheap Trick. Discernir las diferencias, argumentar con precisión tu relación con ambas tendencias formaba parte del asunto, un continuo del presente en el que de pronto quedó claro que cualquiera encajaba. Incluso los fumetas melenudos al rechazarlo se convertían en antipunk y, por tanto, se definían en relación a la tendencia.
Tim llegó un día a clase con un collar de perro de tachuelas. Les mostró su funcionamiento: un simple broche a presión. Gabe, inquieto, se mofó de él durante una semana y luego fue y se compró una cazadora de cuero a lo Ramones cargada de cremalleras y hebillas que olía a preservativos y apresto, casi igual que uno de los lienzos de Abraham. Gabe golpeó la chupa contra una piedra en el parque para intentar avejentarla. Analizaron los resultados. La chaqueta parecía nueva. O tal vez el problema fueran ellos, sus flequillos, el pelo recogido detrás de las orejas. A la semana siguiente Tim y Gabe regresaron de Roosevelt Island con el pelo cortado a tijeretazos. El aspecto de la chaqueta había mejorado levemente.
Ahora Tim fumaba cigarrillos.
Gabe se tatuó una esvástica pequeñita en el antebrazo con una cuchilla de afeitar. «¿Sabes lo que me harían mis padres si la vieran?», susurraba tenebrosamente, como si lo hubieran secuestrado unos satánicos y le obligaran a recitar un juramento.
De pronto, las chicas de pelo corto y teñido de negro llamaban la atención. Sarcásticas, pálidas y planas, ofrecían una novedad que antes había pasado inadvertida.
Unas pocas hasta tenían tetas, detalle que tal vez violara las leyes de la estética punk pero por el que no te importaba hacer una excepción.
Dylan cargó mochilas enteras de discos de Blind Faith y Creedence Clearwater Revival de Rachel para la tienda de compraventa Bleecker Bob’s, avergonzado de verlos en casa, y volvió con el Give’Em Enough Rope de los Clash.
Steve Martin era para niños.
No reinaba el terror. La calle Catorce, la Primera Avenida, eran un asco; estaban llenas de gente ocupada en el tráfico de drogas pero poco interesada en estrangular a los demás. Tal vez hubieras superado el tamaño propio de las víctimas, aunque costaba imaginar que hubiera un consenso general en ese punto, tenías que estar alerta. Empujaron a la vía del metro a una chica de tu edad que iba a la Escuela de Música y Arte, una chelista a la que el tren le cercenó un brazo que le reimplantaron en una operación milagrosa. El incidente desencadenó una fugaz oleada de pánico entre los chicos blancos y sus padres, pero aquello había ocurrido en la calle Ciento treinta y cinco, en Harlem. Pobrecilla, pero ¿qué esperaba? Gracias a Dios que tú no ibas a la Escuela de Música y Arte. Escapar de los distritos periféricos para cruzar en el metro las zonas seguras de Manhattan y emerger en pleno Harlem resultaba irónico, un error de locos en el que al menos tú no habías caído.
Fue la chupa de cuero la causante del único problema serio. Por una vez no era cosa de Dylan. Un puertorriqueño de unos dieciocho o diecinueve años -con bigote, alto y particularmente grueso de cintura, con forma de pera, y por lo visto erigido en banda unipersonal que patrullaba la calle Catorce entre la Segunda y la Tercera- eligió a Gabe, con su chaqueta de cuero, de entre los cientos de chicos que salían de Stuyvesant y le cortó el paso en mitad de la acera. Algo le había molestado y exigía una reacción recíproca de Gabe.
– ¿Quieres pegarte conmigo?
– ¿Qué? -Gabe bizqueó, presa de la máxima incredulidad.
– Te crees un tipo duro, ¿eh? ¿Te atreves conmigo? -Tocó a Gabe en el hombro. Gabe miró a Tim y a Dylan, los dos retrocedieron.
Gabe enunció con una precisión digna de Maxwell Smart:
– En realidad no me considero un tipo duro, la verdad.
– ¿Estás en una banda?
Era un problema de códigos, las odiosas ironías de un movimiento punk que todavía no se había explicado suficientemente al cuadrante puertorriqueño del universo. El tipo en cuestión llevaba una simple cazadora vaquera, ninguna indumentaria especial ni llamativa. Tal vez el único detalle significativo fuera el pañuelo rojo anudado al cinturón. De nuevo, Gabe buscó a Tim y Dylan con la mirada, pero los dos habían desaparecido. La gente esquivaba a Gabe y su contrincante sin el menor interés.
Cuando Gabe volvió a hablar, el sarcasmo se redujo a un gemido:
– Solo llevo una cazadora, no significa nada.
Dylan detectó ciertas cicatrices en la rápida disposición de Gabe a encogerse, mortificaciones escolares de las que nunca habían hablado. Su tono no distaba mucho del de Arthur Lomb diciendo «No puedo respirar».
– Pues no te presentes por aquí con esa cosa, tío, o tendré que quitártela.
El hecho de que estuvieran rodeados de gente no servía de nada, solo añadía un grado más de humillación. Así que pese a las mofas de Tim, Gabe obedeció al puertorriqueño con diligencia. Les pidió a Tim y Dylan que lo acompañaran todo el camino por la manzana durante semanas. Incluso tomando esa precaución, estaba asustado y caminaba a toda prisa por el metro y ciertas calles vigilando la retaguardia y lucía la cazadora con miedo catastrofista, miedo que, de hecho, funcionaba como un buen complemento para su aura punk.
Por increíble que parezca, un día que desacataron el edicto, de nuevo en lo que debería haber sido una multitud protectora, el radar del puertorriqueño lo guió justo hasta Gabe. Lo separó de Tim y Dylan con un golpe de pecho y lo mandó a la cuneta.
– Te lo dije. Ahora vamos a tener que pelearnos.
Gabe tenía la cara roja y hablaba muy bajito, desconcertado por lo absurdo de la situación.
– No pienso pegarme contigo.
No fue Dylan ni Aeroman el que rescató a Gabe, sino Tim, con una maniobra delicadísima que Dylan apenas comprendió. Se colocó junto a Gabe y el puertorriqueño y se sacó una cajetilla de Marlboro del bolsillo del pecho de la cazadora vaquera.
– ¿Fumas? -Se llevó un cigarrillo a la boca y ofreció el paquete al otro chico. Mientras el puertorriqueño lo miraba, considerando la oferta, Tim añadió-: Dale un respiro, tío. No va de nada, no puede evitarlo.
Por lo visto al puertorriqueño le bastó con que una fuente externa confirmara que lo de Gabe era profundamente reprobable. Aceptó el cigarrillo.
– Dile que no se pasee por aquí -dijo, prescindiendo de Gabe y sin ninguna violencia en el tono de voz.
– Claro, claro.
Por primera vez Dylan, y quizá Gabe, se fijaron en que Tim era más alto, más frío y, tal vez, molara más que ellos. Había dejado de ponerse el collar de perro. Su pelo se adaptaba bien al corte a tijeretazos, a diferencia de los rizos de Gabe. Bien pensado, Tim ganaba siempre que se peleaba con Gabe, que era el único que tenía que gritar alguna vez «Sprite» o «clítoris». Pero de todos modos hacía meses que no se peleaban. Ahora Tim se saltaba todas las clases, suspendía sin parar, mientras que Gabe y Dylan seguían aferrados a cierta respetabilidad. Un día, en el parque, Tim apareció con la raya de los ojos pintada y una actitud a lo James Dean que te desafiaba a mencionar el lápiz de ojos. No lo hacías. Tim fumaba porros con los hippies a las ocho de la mañana, antes de clase, mientras Gabe esperaba enfadado a un lado con su cazadora inútil, la cazadora que no podía defender sin la ayuda de Tim.
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