Gabe y Tim iniciaban de pronto una pelea en la acera, delante del instituto, y tiraban las mochilas al suelo como si los atacaran, como si trataran de ahogarlos. Aunque era distinto de un ataque real, que congregaba de inmediato una muchedumbre. A excepción de Dylan, nadie más les prestaba atención. Cuando cualquiera de los dos, Tim o Gabe, derrotaba al otro, aplastándole el pecho con las rodillas, atrapándolo del cuello con una llave o retorciéndole el brazo en la espalda, le exigía una contraseña idiota.
– Di Fanta.
– No. ¡Au! ¡Doctor Pepper!
– Doctor Pepper, no. Fanta.
– ¡Tab!
– Fanta.
– ¡Míster Pibb! No. ¡Mierda, para! ¡Cabrón, cabronazo!
– Ya sabes lo que quiero.
– Vale, au, vale, vale… ¡Fanta!
– Y ahora: ¡Sprite!
– ¡No! ¡Eso nunca! ¡Suéltame!
Stuyvesant atraía a los mejores alumnos de la Nueva York continental, una migración que pasaba inadvertida en las horas punta, riadas que inundaban el metro compuestas de chicos del Upper West Side con polos Lacoste que se conocían desde la guardería; aturdidos genios matemáticos negros del sur del Bronx que se desplomaban en los pasillos preguntándose si alguna vez se recuperarían de la impresión; estudiosos pardillos puertorriqueños de la zona que solo habían cruzado la calle para ir a clase y seguían subyugados por los matones de sus vidas anteriores a la secundaria; y diligentes chinos de diversos barrios de inmigrantes -Greenpoint, Sunnyside-, normalmente distribuidos por familias: siempre había una hermana mayor en un curso superior dispuesta a propinar un tirón de orejas si alguno de los pequeños empezaba a tontear con la masa de niños que se saltaban las clases casi a diario para fumar porros y jugar al frisbee en el parque Stuyvesant, que estaba en la misma manzana del instituto. Los lemmings se reunían allí desde todos los rincones de la ciudad y algunos pobrecillos que iban en el transbordador desde Staten Island todas las mañanas tenían que poner el despertador a las cinco o las seis de la mañana o alguna hora aún más intempestiva.
Gabriel Stern y Timothy Vandertooth vivían en Roosevelt Island y se habían conocido hacía tres años, cuando sus familias se mudaron a un complejo de viviendas recién construido. Roosevelt Island era un enigma, no había coches ni perros y vivía acechado por las ruinas de un sanatorio para tuberculosos erigido en la orilla sur. Vivir allí era como pertenecer a algún culto. El tranvía sobre poleas de ciencia ficción que pendía junto al puente de la calle Cincuenta y nueve y que Tim y Gabe cogían juntos para ir y venir del instituto todos los días representaba muy bien su amistad resuelta e impenetrable: eran un par de bichos raros transportados a diario a la isla de Manhattan desde su propia isla subordinada de aspecto lunar, así que no era de extrañar que hablaran un lenguaje propio, de extraterrestres, vivieran muchos años y prosperaran.
Stuyvesant era blanco judío, blanco protestante de clase media, blanco hippy, chino, negro, puertorriqueño y muchas otras cosas pero, sobre todo, era pardillo, pardillo, pardillo, la gran familia de aquellos capaces de destacar en el examen de ingreso. Roedores de lápices, gafotas preferidos del profesor, el Arthur Lomb que todos llevaban dentro afloraba allí, donde era libre para mostrarse. Resultaba patético pensar en Arthur, encaminado durante años en el Saint Ann hacia su destino natural para que luego, a apenas seis meses de la meta, la calle Dean lo apartara de su camino. Era un misterio cómo tantos que habían acatado la disciplina, que habían antepuesto los estudios a la vida social con el fin de aprobar el examen, luego, a las pocas semanas de orientación para novatos, sacaban sus cazadoras vaqueras con pintadas de Jim Morrison y Led Zeppelin y empezaban a holgazanear todo el día en el parque, arruinando de la noche al día unas carreras escolares inmaculadas.
Timothy Vandertooth y Gabriel Stern no se dejaron atrapar por la afiliación porrera, no exactamente. La única clase que se saltaban era gimnasia y aunque pasaban esa hora, la del almuerzo y algunas más después de clase en el parque, eran unos ineptos con el frisbee, de pelo corto y ningún interés por Hendrix, Morrison o Zeppelin, cuya música resultaba demasiado contundente o ferviente para digerirla de una sola escucha. Las lánguidas chicas de lacias melenas del parque no les prestaban la menor atención, incapaces como parecían de comprender una broma, cualquiera que fuera el registro empleado.
– Te juro que la chica casi te mira cuando se te ha escapado el gallo. Deberías hablar así todo el tiempo, consigue un tanque de helio.
Tim y Gabe debatían estas cuestiones a pleno pulmón como si las chicas fueran sordas en una especie de pobre venganza por el silencio con que los castigaban.
– En realidad, creo que estaba distraída mirándote los pantalones. Comprueba la cremallera, puede que tengas una mancha de leche con cacao o suciedad o algo.
– Es por el calabacín que llevo escondido en los calzoncillos. Un método nuevo que os recomiendo fervorosamente. Os lo cedo gratis, no me debéis derechos de autor. Al final no notas el frío.
Tim y Gabe a veces fumaban marihuana y otras no. Ni en un caso ni en el otro encajaban, eran turistas, un interludio cómico para los melenudos del parque que, a su vez, eran un interludio cómico para Tim y Gabe, nunca quedaba claro quién debería reírse de quién, solo que Tim y Gabe se movían a mayor velocidad, sus movimientos y pensamientos eran febriles, entrecortados. Los primeros meses de instituto Tim y Gabe esperaban algo que los completara o, al revés, algo esperaba a completarlos. Estaban estancados como robots, conjurando su frustración codificada.
– Abre las puertas del tanque, Hal. Abre las puertas del tanque, Hal. Abre las puertas del tanque, Hal. Abre las puertas del tanque, Hal.
– No soy un número. ¡Soy un hombre libre!
Tú también esperabas, consciente.
Otra sensibilidad se agitaba en la periferia, una localizada en la conjunción de las películas de medianoche en el Playhouse de la calle Octava y el Waverly de la Sexta Avenida: La naranja mecánica , Pink Flamingos , The Rocky Horror Picture Show , Cabeza borradora . A las seis semanas lo habías visto todo menos Cabeza borradora , una perspectiva demasiado aterradora aunque nunca lo admitirías por lo que te limitabas a farfullar la excusa de que esa noche no te dejaban salir.
Un tipo venía a clase todos los días con las uñas pintadas de negro y la cara blanca como Tim Curry convirtiéndose en el centro de las risas de burla y secreta admiración.
Por las mañanas, de camino al metro de la calle Catorce para ir a clase, pasabas por delante de Max’s Kansas City, lugar talismán de no sabías qué.
El grupo Devo quizá tuviera algo que ver con el nuevo ambiente que se respiraba por sus letras sobre mongoloides y cerebros ansiosos e hinchados que ofrecían una irónica puerta trasera hacia la naturaleza animal, un modo de evadirse del atroz camino directo de Jim Morrison.
El principal problema al que se enfrentaba cualquier chico, de haber sabido identificarlo, consistía en cómo encontrarse sexy. Uno olvidaba momentáneamente a las chicas, el problema era entre uno mismo y el espejo.
Afortunadamente, a Manhattan le traías sin cuidado.
Pero ¿y Mingus y Aeroman?
Dylan aminoraba el paso a medida que se acercaba de vuelta a la calle Dean bajo la luz agonizante de las tardes pasadas con Gabe y Tim saliendo y entrando del Crazy Eddie’s y el Ray’s Famous y Blimpies y el J &R Music World y el parque de Washington Square; se arrastraba mentalmente, sigiloso como un fugitivo que retornara a su antigua celda por las noches para comer. En lo que a él respectaba, el barrio estaba muerto. Lo había matado al graduarse en la ES 293 y trasladarse a Stuyvesant. No se trataba solo de Mingus. Henry, Alberto, Lonnie, Earl, Marilla y La-La, todos habían huido de escena o habían cambiado tanto que resultaban irreconocibles. Había días que te cruzabas en silencio con algún chico conocido, ahora todos tenían bigote o pechos o eran negros y tú blanco y no decías ni una palabra.
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