No había crecido ninguna cosecha nueva de chicos a menos que contaras la desaliñada hornada, en su mayoría de puertorriqueños, que ni siquiera sabían que el lugar de reunión era el patio de Henry o la casa abandonada, ni siquiera conocían a Henry, ocupaban la acera como bichos y tenían tan poca capacidad para sacar adelante los asuntos de la manzana como la habrían tenido los bichos. Un día Dylan vio a uno dibujando un burdo tablero de chapas, no en la pizarra, sino en una baldosa aguijarrada de cemento sin ninguna esperanza, como un superviviente de una catástrofe nuclear enfermo de radiación y garabateando un plano para volver a inventar la rueda. Otro día Dylan pasó junto a los niños bicho y uno le llamó «paliducho» con tanta inseguridad que Dylan se desternilló de la risa ante tanta ternura. La casa abandonada ya ni siquiera estaba abandonada. Tenía un cartel que anunciaba «CINDERELLA N.º 3, PROYECTO DE BROOKLYN UNION GAS» y un día derrumbaron los bloques de cemento y los sustituyeron por ventanas de aluminio oscuras. Destruyeron el misterio. De todos modos, los vagabundos siguieron bebiendo y desmayándose en la entrada varios meses, luego cambiaron de lugar.
Aunque de semana en semana Dylan se encontraba a Mingus sentado en la escalinata de casa cual vagabundo, con una botella escondida en una bolsa de papel. Ahora que Barrett Rude Senior se había mudado a la residencia de la asistencia social de la avenida Atlantic, a varias manzanas de allí, Mingus volvía a gobernar en su patio. Solía saludar a Dylan como en los viejos tiempos, como si los hubieran interrumpido solo unos minutos.
– ¿Sabes el disco de los Parlet del que te hablaba? Ya lo tengo.
– ¿Ah, sí?
– Es algo grande, te lo digo yo, Dillinger, tienes que escucharlo ahora mismo.
Dylan y Mingus se encontraban sin ningún plan previo y por ninguna razón, eran como dardos lanzados contra un calendario, contra la ruleta de los días. Bajaban al apartamento del sótano y se drogaban, y Tim y Gabe, el mundo de Dylan en Stuyvesant, se evaporaban, Manhattan parecía tan irreal como Neptuno o Vulcano, recuperaba su estatus de planeta inexplorado, de futuro.
Ahora el baño y el pasillo estaban cubiertos de tags, todo el sótano era un túnel del metro. Aunque el cuarto de Senior continuaba siendo zona prohibida, una capilla abandonada que apestaba a velas polvorientas.
Mingus se había habituado a beber cerveza, Colt y Cobra, con regularidad.
Dylan no, Dylan solo se drogaba.
Dylan sabía que Mingus todavía se juntaba con Arthur Lomb, veía las firmas de práctica de Arthur en papeles desperdigados por el cuarto de Mingus y, a veces, también a Arthur en persona. Arthur Lomb sufría la maldición del enclenque: aún aparentaba once o doce años, y ningún número de «¿pasa, tío? » o «eh, tú » , ningún grado de andares callejeros ni ningunas Puma de ante verde podrían compensarlo. Cuando suspendió el examen de acceso a Stuyvesant, la madre de Arthur había falsificado su residencia para que lo transfirieran al Edward R. Murrow, un instituto de blancos ubicado en el corazón italoirlandés del barrio. Demasiado tarde, a juzgar por las apariencias; habría sido lo mismo si hubiera estudiado en el Sarah J. Hale. Arthur se había vuelto un guarro, siempre llevaba las mangas cubiertas de Krylon, el pelo despeinado y asqueroso y los vaqueros negros. Arthur era un fumeta, a menudo tenía los ojos enrojecidos, vidriosos tras una tarde entera fumando porros. Lo único que tenía era credibilidad en la calle, y tan poca que daba miedo.
Dylan ya no podía envidiarle la compañía de Mingus: Arthur la necesitaba muchísimo más de lo que Dylan la había necesitado jamás. Que Arthur se imaginara cierta paridad si quería. De hecho, Dylan sabía que la amistad de los dos con Mingus, la suya y la de Arthur, eran enormemente distintas. Dylan y Mingus vivían en un reino sin madre, lleno de secretos. Aeroman, para empezar. Y otras cosas más. Dylan dudaba que Arthur tuviera ya vello púbico. Además, Dylan y Mingus conocían cada uno al padre del otro, y Mingus entraba en casa de Dylan. Dylan estaba seguro de que Arthur no querría que Mingus viera el interior de su santuario momificado plagado de zumo con alto contenido en vitamina C y galletas hidrogenadas.
Cuando a Mingus le faltaba un dólar para comprar una bolsa de marihuana, Dylan y él arañaban algo de cambio en la cocina de Dylan o incluso subían al estudio de Abraham. Allí arriba, Mingus esperaba junto a la puerta por la que se colaba música de jazz bajita, mientras Dylan gorroneaba unos billetes. Abraham, que notaba siempre la presencia del pasillo, preguntaba:
– ¿Es Mingus?
– Sí.
– No tiene por qué esconderse. Dile que entre a saludar.
En presencia de Abraham, Mingus se volvía más educado, le llamaba señor Ebdus y le preguntaba por los progresos de la película. Abraham suspiraba y contestaba con algún comentario absurdo:
– Tan bien como Sísifo, querido Mingus.
– ¿Sífilis?
Mingus respondía rápidamente con alguna asociación libre. El chico y Abraham llevaban tiempo bromeando con que se entendían. Parecían no cansarse nunca.
– Ah, Sífilis. Puede que por una vez Sífilis esté avanzando. Ojalá fuera así.
Por otro lado, ya no subían a ver a Barrett Rude Junior. Habría dado lo mismo que hubieran bloqueado la escalera que unía el sótano con la planta del salón. Dylan veía pruebas de que Mingus evitaba la cocina de arriba: latas de comida calentadas en el hornillo de Senior o envoltorios de alimentos preparados Slim Jim en el cubo de la basura del lavabo. Aunque cuando subían a tope el tocadiscos de Mingus, Dylan se preparaba, incluso con ganas de que ocurriera, para la aparición de Junior en la puerta preguntando «¿Qué coño haces, Gus?», una dulce queja que era como un fragmento de una canción que habrías querido escuchar entera.
Pero ningún volumen conseguía atraer a Junior hasta la puerta; en el apartamento de Mingus, ahora eran hombres-topo ocupados en sus exploraciones profundas.
Pinchaban «Get Off» de Foxy quince veces seguidas, cada vez más fuerte, intentando destruir la distancia que los separaba de aquella línea de bajo carnosa, como de goma, como si la canción fuera una fotografía, un póster central de Playboy que agrandaran poco a poco hasta poder entrar en el encuadre, colarse en la foto.
También miraban fijamente ciertas fotografías hasta casi dejar restos de sus ojos irritados en las páginas, luego se intercambiaban pajas de alivio sin darle la menor importancia.
Mingus tenía el traje y el anillo, él era Aeroman. Los dos objetos estaban guardados en un estante encima de la puerta, junto a un trofeo de hockey y un viejo casco de fútbol americano de Mingus: el anillo escondido y el traje hecho una bola detrás del casco, de modo que nadie que entrara por casualidad en la habitación, por ejemplo Arthur Lomb, se fijaría en ellos. No hablaban de si Mingus se los ponía cuando Dylan no estaba. Pasaban tardes enteras sin mencionar a Aeroman, sin tocar ni ver el anillo; Dylan se sentaba en la cama de Mingus y miraba hacia el estante entre una calada y otra pero no ocurría nada, salían a la calle o alquilaban una película de kung-fu o sencillamente Dylan volvía a casa colocado a cenar lo que fuera que hubiera preparado Abraham. Entonces Aeroman podría haber sido el protagonista de una serie de corta duración de la Marvel como Omega o Warlock o un compañero asesinado, rápidamente vengado para ser luego olvidado, o un nombre de la época dorada, quizá, como Dollman o la Bomba Humana: en otras palabras, en realidad no un superhéroe, nadie a quien se recordara.
Otros días le decía a Abraham que cenaría en casa de Mingus o se escapaba después de engullir la cena con Abraham para volver al apartamento del sótano y luego, pasado un rato, Mingus también miraba el estante y decía:
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