Jonathan Lethem - La Fortaleza De La Soledad

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«La fortaleza de la soledad ejemplifica, sin necesidad de grandes aspavientos vanguardistas, nuestro paradójico signo de los tiempos», Qué Leer
Esta es la historia de un chico negro y uno blanco: Dylan Ebdus y Mingus Rude, vecinos que comparten sus días y defienden su amistad a capa y espada desde un rincón de Nueva York. Esta es la historia de su infancia en Brooklyn, un barrio habitado mayoritariamente por negros y en el que comienza a emerger una nueva clase blanca. Esta es la historia de la América de los años setenta, cuando las decisiones más intrascendentes -qué música escuchar, qué zona ocupar en el autobús escolar, en qué bar desayunar- desataban conflictos raciales y políticos. Esta es la historia de lo que habría pasado si dos adolescentes obsesionados con superhéroes de cómic hubieran desarrollado poderes similares a los de los personajes de ficción. Esta es la historia que Jonathan Lethem nació para contar. Esta es La fortaleza de la soledad.
Jonathan Lethem (Nueva York, 1964) es una de las voces más inventivas de la ficción contemporánea. Es autor de nueve novelas y depositario de distinguidos galardones, como el Premio Nacional de la Crítica de Estados Unidos.

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– Dile solo que he venido a buscarle.

– Vale. Que le buscabas, puta madre.

Dylan musitó las gracias.

– Eh, tú, Dylan, espera un momento, tío. ¿Me prestarías un dólar?

En la escalinata, nadie alteró un ápice su actitud. Alguien apuró un botellín metido en la bolsa de papel y lo tiró a un lado. Robert Woolfolk podría haber estado hablando con el cielo, Dylan no merecía ni que le pusieran la vista encima.

– Porque sabes que soy bueno contigo, tío. Estos tipos no te conocen, he tenido que impedirles que bajaran a estrangularte. Les he dicho que eras colega mío, que prácticamente hemos crecido juntos, eres como mi hermano pequeño.

La lógica era correcta. Desde luego los amigos de Robert no decían lo contrario, aunque en ese momento tampoco parecían inclinados a ahogar nada más grande que un gato. Dylan vació los bolsillos, absolutamente desesperado, podía deshacerse de los dólares.

Al menos la transferencia de fondos siempre había garantizado pasar página.

Caminó hacia las Heights, consciente de que no podía arriesgarse a dejarse ver por la calle Dean antes de las tres y suponiendo que ninguna autoridad competente se cuestionaría la legitimidad de un chico blanco con mochila para estar en Brooklyn Heights antes del final de las clases. Allí se acomodó en un banco del extremo sur del paseo con la barbilla apoyada en las manos, atrapado entre el cielo y el tráfico de camiones que rugía por debajo de sus pies, en la agotada vía rápida Brooklyn-Queens. Se abandonó a la contemplación de la bahía, de los transbordadores que se arrastraban hacia Staten Island y la estatua, las barcazas de la basura cargadas hasta los topes en dirección al vertedero de Fresh Kills y, en general, el conjunto de la boca acuosa de la ciudad. La vista de Dylan le engañó miles de veces: en cada gaviota tambaleante veía a Mingus Rude volviendo a caerse del puente, las alas blancas eran las puntas de la capa empapadas de agua.

El cielo estaba lleno de Aeroman, salvo que era mentira.

Si el anillo había desaparecido, Dylan nunca volaría en Brooklyn. La idea había sido ir pasándoselo, ya que el cambio de blanco a negro constituía una de las características más desconcertantes de Aeroman, suponía otro nivel de identidad secreta, pero siempre le había tocado a Mingus ponerse el traje y a Dylan agazaparse detrás de un coche aparcado o hacer de cebo mientras Mingus volaba. Y ahora aquello: Mingus adentrándose heroicamente en las casas de protección oficial del final de la avenida Flatbush, adonde Dylan jamás iría. Dylan había cosido cuatro retales de Rachel y había contado un cuento y luego Mingus, vestido con esos retales, se había lanzado contra un poli metido en un trapicheo de drogas. Si es que se creía uno lo que decía el periódico. Por supuesto, para creérselo primero había que entenderlo.

La historia tenía algo que no entendías.

O quizá algo que no querías saber.

¿Qué se le había perdido a Aeroman en el tráfico de drogas?

Dos niños negros encontraron a Dylan en la punta del banco de cara a la isla, el agua y el cielo. Quédate el tiempo suficiente en el mismo sitio y te encontrarán, atraídos como las moscas. Tampoco parecían más molestos que un par de moscas, eran demasiado pequeños para estrangularle, de quinto o sexto curso probablemente: una pareja de Robin atracadores sin un Batman que los apoyara. Si merodeaban por las Heights desde dondequiera que vinieran -probablemente la ES 293-, debían de ser más de las tres, después de clase.

Rodearon a Dylan como si el chico fuera una colmena que pensaran atacar.

– ¿Qué pasa contigo, blanco?

– ¿Tus amigos te han dejado solo?

– ¿Qué? ¿No sabes volver a casa? ¿Te has perdido?

– ¿Estás llorando, blanquito?

– No dice nada.

– Debe de ser tonto o retrasado.

– Mírale en los bolsillos.

– Hazlo tú, tío.

Dylan alzó la vista y los dos retrocedieron. La verdad es que no tenían ninguna posibilidad de ponerle la mano encima. No era Aeroman, pero había ganado gravedad, había alcanzado un tamaño medio, no era ni gaviota ni topo.

– Oh, oh, está loco.

– ¡Lárgate que te pilla!

– No, ya llora otra vez.

– Es un blanco estúpido.

– ‘ Túpido .

– ‘ Tú-pi-do .

– Maricón.

Con aquello bastó para que echaras de menos a Robert Woolfolk. La situación exenta de miedo solo resultaba una idiotez. Dylan estaba harto, harto del rollito racial. Le habían llamado chico blanco miles de veces y no iba a enterarse de nada nuevo. Otra opción, Manhattan, destacaba tanto que casi se le clavaba en los ojos. Si se habían quedado sin el anillo de Aaron X. Doily, tal vez Dylan habría acabado con Brooklyn por una temporada, con los estudiantes de quinto y los misterios de Mingus, y estuviera listo para completar su huida.

Los dos negros se aburrieron de Dylan y se marcharon, tal vez en busca de algún estudiante de Saint Ann o Packer con el que ponerse manos a la obra y agenciarse un par de dólares.

Una barcaza con un graffiti tricolor de Strike, una pieza estupenda, gruñó en los muelles.

Dylan continuó sentado cantando canciones de los Clash mentalmente: «I’m So Bored with the USA», «Julie’s in the Drug Squad», discos que nunca le pondría a Mingus Rude porque en la calle Dean le daría vergüenza, porque no sabía cómo hacerlo. Siguió con los Talking Heads: «Encuéntrame, encuéntrame una ciudad donde vivir». Midió sentado los rascacielos a través de los barrotes y cuando se cansó de estar sentado el sol había descendido y los rayos anaranjados se colaban entre las torres y los puentes, la luz color de miel llameaba y luego se fue apagando y Dylan se saltó la cena con Abraham; llevaba todo el día sentado.

Volvió al barrio de noche y llamó a la puerta de Mingus.

Mingus Rude apareció en la puerta del apartamento del sótano en persona, intacto, con ojos drogados. No mostró ninguna objeción a la visita de Dylan.

– D-Man. ¿Qué tal?

– ¿Dónde está el anillo?

– Lo tengo yo, no pasa nada, no te preocupes.

– ¿Dónde?

Dylan miraba calle arriba y calle abajo, temeroso de que los estuvieran vigilando. No había nadie, ni siquiera Mingus reflejaba su paranoia. Solo habían pasado dos noches y a nadie le importaba, Aeroman o Errorman era solo una broma, un nombre que fue transmitiéndose de portal en portal antes de perderse en la memoria.

– Lo he escondido.

– ¿La policía te vio volar?

– ¿Los polis? Se pensaron que había saltado de un árbol, tío.

– ¿Qué?

Mingus levantó una mano para indicar «Basta, ahora no».

– ¿Quieres pasar? Estoy con el Rey Arturo.

El estante estaba vacío, no había ni traje, ni anillo; solo el casco de fútbol de los Manayunk Mohawks y la bola de bolos cubierta de firmas de Art y Dose. En el tocadiscos sonaba «Get Off», en realidad la aguja todavía no había arrancado la música del vinilo aunque se estaba acercando. Arthur Lomb estaba tumbado en su lado de la cama, con las Puma sucias encima de la colcha, vaciando las semillas de una bolsa en el pliegue del desplegable de Pick of the Litter de los Spinners. Le rodeaba un círculo de papel de liar arrugado, restos de intentos fallidos, como el círculo mágico de algún hechizo de dudosa efectividad. Al ver a Dylan, sonrió: «¡Bienvenido a mi cámara, blablabla!».

Arthur Lomb se había convertido en un gnomo hediondo. Parecía más pequeño. Probablemente se trataba de una ilusión óptica, el resultado de que se perdiera en gigantescas sudaderas con capucha y holgados pantalones militares en los que habrían cabido varias docenas de piernas de deshollinador como las suyas. La ropa de Arthur seguía creciendo pero él no. Por fin terminó de liar un porro, lamiéndolo asquerosamente con la boca para pegar el papel con saliva. Solo habló después de encenderlo, para demostrar que era un experto a la hora de hablar sin soltar el humo. El esfuerzo le agudizó la voz como el helio:

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