Jonathan Lethem - La Fortaleza De La Soledad

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«La fortaleza de la soledad ejemplifica, sin necesidad de grandes aspavientos vanguardistas, nuestro paradójico signo de los tiempos», Qué Leer
Esta es la historia de un chico negro y uno blanco: Dylan Ebdus y Mingus Rude, vecinos que comparten sus días y defienden su amistad a capa y espada desde un rincón de Nueva York. Esta es la historia de su infancia en Brooklyn, un barrio habitado mayoritariamente por negros y en el que comienza a emerger una nueva clase blanca. Esta es la historia de la América de los años setenta, cuando las decisiones más intrascendentes -qué música escuchar, qué zona ocupar en el autobús escolar, en qué bar desayunar- desataban conflictos raciales y políticos. Esta es la historia de lo que habría pasado si dos adolescentes obsesionados con superhéroes de cómic hubieran desarrollado poderes similares a los de los personajes de ficción. Esta es la historia que Jonathan Lethem nació para contar. Esta es La fortaleza de la soledad.
Jonathan Lethem (Nueva York, 1964) es una de las voces más inventivas de la ficción contemporánea. Es autor de nueve novelas y depositario de distinguidos galardones, como el Premio Nacional de la Crítica de Estados Unidos.

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Por tanto, fue pura suerte que el chaval siguiera todavía a la mesa del desayuno esa mañana en particular: no había fallecido nadie importante. La página era excepcionalmente aburrida. Abraham sobrevivió a esa pequeña decepción y pasó a la sección local, donde lo vio, vio a Mingus Rude con una extraña camiseta además de una tela enroscada alrededor del cuello.

– Vaya, vaya. Dylan, creo que te interesa esto.

El niño no le hizo caso y bostezó con la boca llena de cereales, como siempre.

Abraham plegó la sección y le entregó el artículo a Dylan para que no se lo perdiera. Aquello no era una necrológica, ni por asomo, estaba escrito por un reportero sabelotodo y empalagoso que dejaba un montón de lagunas y preguntas por contestar, pero también tenía sus sorpresas.

CRUZADO DE LA CAPA ATRAPADO

EN GOLPE ANTIDROGA

HUMBOLT ROOS

BROOKLYN, 16 DE MAYO. Una operación secreta en las viviendas Walt Whitman de Fort Greene fracasó por la intervención de un adolescente vestido de superhéroe la pasada noche del lunes, de acuerdo con los informes de la comisaría 78.

El vigilante disfrazado, identificado posteriormente como Mingus Rude, de dieciséis años, se escondía al parecer en un árbol del complejo de viviendas cuando asaltó a un agente infiltrado en el decurso de una transacción de drogas con conocidos traficantes al tomar al policía por un criminal. El intento de arrestar al civil provocó, literalmente, fuertes dolores de cabeza al agente Morris, que tuvo que ser tratado de heridas leves en el escenario del asalto y otros tantos dolores de cabeza a los oficiales encargados de redactar el informe. La operación de vigilancia, un golpe complejo que requirió varias semanas de preparación, no tuvo éxito y no se realizaron detenciones.

Lo único que sacaron los agentes de narcóticos por sus molestias fue el premio de consolación: el señor Rude, que más tarde fue dejado bajo custodia paterna con una amonestación pero libre de cargos. Vestido con una máscara pintada a mano y una capa y presentándose como «Aeroman», el señor Rude se negó en un principio a responder a las preguntas de la policía sin presencia de un abogado. La policía confirma que recientemente se han denunciado diversos incidentes locales en los que un pretendido superhéroe…

Etcétera.

Dylan se había puesto rojo como un tomate.

– ¿Me lo puedo quedar?

– Claro, claro. -Abraham abrió las manos-. ¿Por qué no?

El chico metió el periódico plegado en la mochila y salió echando leches de la mesa, tanto que casi tira el vaso a medio beber de zumo de naranja y el cuenco con leche y cereales, sin mirar y con las orejas encendidas como luces traseras.

– ¡Adiós! -gritó desde el pasillo.

Y salió por la puerta.

¿Preguntas? Por supuesto que Abraham tenía preguntas. «¿Sabes algo de esto, hijo?» «¿Te gustaría compartirlo conmigo?» «En fin, ¿por dónde andáis Mingus y tú todo el día y toda la noche?»

«Ya puestos: ¿es Brooklyn una forma geográfica de locura?»

«¿Por casualidad no sabrás, querido hijo, si Dios nos ha maldecido?»

Pero, en estos tiempos, ¿quién obtiene respuesta a sus preguntas?

Hizo lo que nunca había hecho: saltarse las clases. Y una cosa que llevaba años sin hacer: ir en busca de Mingus en lugar de confiar en que los reuniera la suerte. Aunque primero aguantó las clases de la mañana, consciente de que Mingus no solía levantarse antes de las diez y con pocas ganas de arriesgarse a despertar a Barrett Rude Junior, además de porque no quería atraer la atención de la policía, los agentes de asistencia escolar, los guardias de seguridad, las bandas ni nadie en general, como imaginaba que ocurriría si se dirigía directo al instituto de Mingus: chico blanco con mochila en el bordillo delante del Sarah J. Hale a las nueve de la mañana después del timbre de entrar a clase. Por tanto, cogió el metro hasta Stuyvesant y agonizó en su silla, tragándose la ansiedad durante las clases de francés, física e historia mientras sacaba el periódico de la carpeta para confirmar, aterrorizado, tal vez cientos o miles de veces, que sí, que había pasado, habían arrestado a Aeroman. ¡Al menos habían escrito bien el nombre! A la hora del almuerzo se fugó, cogió el ferrocarril de la IRT de vuelta a Brooklyn y merodeó por el territorio devastado que conformaban la acera y el patio del Sarah J. Hale a la busca de Mingus Rude. Su recompensa fue la que su corazón asustado y culpable creía merecer: Robert Woolfolk.

Robert Woolfolk y un par de compinches ocupaban la escalera de enfrente del Sarah J. Hale, en la calle Pacific. Los tres escondían botellines de cerveza en la manga para echar fugaces tragos cuando no había moros en la costa: una tarde cualquiera de miércoles a la cálida luz de finales de primavera, la vida era una delicia. La manzana estaba vacía, no había guardias, ni polis, ni bandas, ni vibraciones procedentes del interior del edificio; Robert Woolfolk seguía siendo la bomba de neutrones humana de Gowanus. Dylan fue recibido con una pícara sonrisa de felicidad por parte de Robert. La escena era lo contrario a lo que Dylan había imaginado: las aceras del Sarah J. repletas de estudiantes haciendo novillos como en el parque de enfrente del Stuyvesant. En cambio, la calle Pacific parecía un desierto de dibujos animados, Dylan cruzaba la calle con águilas sobrevolando por encima de su cabeza y Robert y su banda eran como una panda de bandidos ante los que te arrodillabas.

«No necesitamos tipos con placa por aquí.»

Dylan se detuvo en la acera, pero Robert no se movió. Nadie parecía demasiado impresionado por el regalo que les había caído del cielo. Tal vez la banda encontrara en otro momento la motivación para retomar su carrera de criminales o, al menos, de acosadores, amenazadores, inspiradores de miedo: ese día le llevaban treinta años de ventaja a los hombres que se sentaban en las escaleras de las pensiones o la entrada del Centro de Atención Diurna Brooklyn Sur de la calle Nevins, eran apacibles observadores indolentes del correr de la vida cual Thoreau en Walden. Estaban borrachos como cubas.

El correr de la vida podía traducirse en caminitos de orina que bajaban de las escaleras hasta el bordillo, pero eso daba igual.

– Hola, Robert -saludó Dylan.

– Pasa, tío -dijo Robert Woolfolk con ojos vidriosos.

No le molestó que Dylan le dirigiera la palabra, no ese día: «Estamos en el mismo planeta, así que no me importaría admitir que te conozco».

– ¿Has visto a Mingus?

Robert echó la cabeza atrás y a un lado, como Mohamed Ali al esquivar un golpe. O quizá imitara una risa estridente, pero no se oyó ninguna.

Uno de sus compinches tendió una mano para chocar los cinco y Robert Woolfolk así lo hizo. Dylan se había adentrado en una especie de escultura de lento avance, un friso en movimiento. Aunque había penetrado en la realidad del friso, no podía sin embargo acelerarlo.

– ¿Le has visto? -volvió a preguntar, indefenso, con un pánico creciente.

– ¿Estás buscando a Arreoman? -dijo Robert Woolfolk.

Hizo que sonara a Errorman.

Dylan no le corrigió.

Esa vez sí oyó la risa estridente, por triplicado. Los compinches de Robert se retorcían en sus puestos como presas de unas cosquillas brutales, esforzándose por respirar, suplicando que se acabara aquel exceso de hilaridad. Volvieron a chocar los cinco, Robert aceptó las felicitaciones por su ingenio rimador.

– Jo, mierda -dijo uno de los compinches de Robert, meneando la cabeza al tiempo que se recuperaba.

– No, tío, hoy G. no ha venido por aquí -contestó Robert-. ¿Quieres que le pase algún recado de tu parte?

– Da igual.

– Se lo diré, tío. ¿Qué? ¿No te fías de mí?

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