Jonathan Lethem - La Fortaleza De La Soledad

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«La fortaleza de la soledad ejemplifica, sin necesidad de grandes aspavientos vanguardistas, nuestro paradójico signo de los tiempos», Qué Leer
Esta es la historia de un chico negro y uno blanco: Dylan Ebdus y Mingus Rude, vecinos que comparten sus días y defienden su amistad a capa y espada desde un rincón de Nueva York. Esta es la historia de su infancia en Brooklyn, un barrio habitado mayoritariamente por negros y en el que comienza a emerger una nueva clase blanca. Esta es la historia de la América de los años setenta, cuando las decisiones más intrascendentes -qué música escuchar, qué zona ocupar en el autobús escolar, en qué bar desayunar- desataban conflictos raciales y políticos. Esta es la historia de lo que habría pasado si dos adolescentes obsesionados con superhéroes de cómic hubieran desarrollado poderes similares a los de los personajes de ficción. Esta es la historia que Jonathan Lethem nació para contar. Esta es La fortaleza de la soledad.
Jonathan Lethem (Nueva York, 1964) es una de las voces más inventivas de la ficción contemporánea. Es autor de nueve novelas y depositario de distinguidos galardones, como el Premio Nacional de la Crítica de Estados Unidos.

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El palo de escoba sudado estaba vendando con cinta aislante negra, como el asidero de un palo de hockey.

– Empieza tú, Dill.

Dylan empezaba a comprender que los nombres comunicaban el hecho de que Mingus y él iban a ser una cosa dentro de casa, lejos de la calle, y otra completamente distinta fuera. En la manzana.

Dentro, fuera, Dylan comprendía la distinción. Sabía manejarse.

Henry lanzó. Dylan blandió el palo en dirección a algo apenas visto, como una abeja revoloteando sobre su cabeza.

– Bola -dijo Mingus Rude, capitán, árbitro, comentarista.

– ¿Bola? -se mofó Henry-. Si el chaval ha ido a por ella.

– No importa -repuso Mingus-. Demasiado alta. -Y a Dylan le dijo-: No trates de darle a semejante porquería. -A Henry-: Apunta a la zona de strike. -Y de nuevo a Dylan, le susurró-: No cierres los ojos.

Evolucionaste a la vez a la vista y en secreto, te volviste huesudo y peludo, te arrancaste un diente de leche y escupiste sangre y seguiste jugando, afirmando conocer ciertas palabras la primera vez que las oías. Llegó un día en que le diste a la pelota, la bateaste a zona buena, doblaste la primera base antes de que el bate se quedara quieto en la calle. No fue para tanto, no esperabas felicitaciones. Dylan se preparó sobre la tapa de la alcantarilla, la segunda base, esperando el lanzamiento, el siguiente punto del programa. Recompensa por haber mandado la pelota entre los pies de Alberto. En cabeza, bateando miles.

Cualquier emoción interior era como mearse en los pantalones. Dylan sabía que debía avergonzarse de semejante alivio.

Puntuó en el home run conseguido por Mingus Rude. Lo eliminaron, entre resuellos, la segunda vez que le tocó batear. Le dio igual. Cinco niños haciendo cola para batear y ninguna defensa digna de mención: en noches así, te levantabas a batear cien veces. Te eliminaban noventa. Mandabas la pelota contra una farola y decías que era un triple, daba igual: eras capaz de darle a una pelota de triple a oscuras. Te resistías al final del día como al sueño, como a una enfermedad. La mamá de un niño llamó durante media hora e incluso entonces nadie le prestó atención, nadie entró en casa.

Rachel Ebdus no llamó desde la escalinata. Dylan Ebdus se preguntó si Rachel y Abraham estarían aprovechando la oportunidad para apalearse de alguna forma.

Dado que en ese momento en particular Dylan estaba fuera, también le dio igual.

No le importaba una mierda.

«De todos modos, ¿qué coño sabes tú del tema?»

Mingus Rude era unos escasos cuatro meses mayor que Dylan Ebdus, pero esos cuatro meses coincidían de tal modo que Mingus iba un curso por delante, había terminado quinto en Manayunk, Pensilvania. Como Henry y Alberto, Mingus Rude empezaría sexto curso ese año, en la Escuela de Secundaria 293 de la calle Butler, entre Smith y Hoyt, en el territorio de las casas Gowanus. En tierra de nadie.

Una vez Mingus le llamó «Dil-icioso» mientras Dylan estaba en el pentágono.

La ES 293 era un sol escondido que arrancaba a los niños de la órbita de la calle Dean entre gritos, uno a uno. Si Mingus Rude fuese cuatro meses más joven, si a Mingus Rude y Dylan Ebdus les esperara asistir a quinto curso juntos, si… entonces Dylan, tal vez, podría haberle cuidado. Vigilado.

Un curso escolar era un puente rodeado de niebla. No había forma de ver dónde tocaba tierra de nuevo, ni quién serías tú cuando lo hiciera.

Tu carrera, tu vida entera hasta la fecha, se resumía en un partido de stickball.

Aquello no eran entradas, eran entradas de ensueño. No recordabas quién había sido eliminado el último, apenas recordabas el orden de bateadores hasta que solo quedaron dos chicos: Mingus y Dylan. Gus y D-Man. Otro niño se marchó y Henry tuvo que lanzar desde fuera del perímetro de campo. Hiciste lo que pudiste, detener un roletazo con el cuerpo como si fuera una granada, pescarlo de detrás de un neumático y lanzarlo hacia la base del bateador y, quizá, darle en el culo al tipo que había conseguido puntuar. La pelota rosa regresó negra, como un trozo de noche. Un puertorriqueño cambió de aparcamiento la tercera base, harto de las marcas de dedos. Los espacios entre expulsiones eran como veranos.

La Escuela Pública 38 ardía. No, no ardía.

Si… si Mingus Rude pudiese quedarse allí, meterse de algún modo en el bolsillo de Dylan, en sus manos doloridas y sucias, entonces el verano no dejaría paso a lo que fuese que viniera después. Si… si… Menuda posibilidad. En la calle Dean el verano había durado un día y ese día había terminado, había oscurecido hacía horas. El reloj de la torre del Williamsburg Savings Bank marcaba las nueve y media en números de neón rojo y azul. Marcador final: un millón a nada. El niño del millón de dólares.

La escuela no estaba ardiendo, tú sí.

«…Y ahora el mayor Amberson estaba inmerso en la meditación más profunda de su vida», citó Isabel en su cama del hospital universitario de Long Island de la calle Henry, donde la televisión atornillada al techo que emitía la serie Ryan’s Hope y El show del gong tenía que hacer las veces de chimenea y como única compañía, de vela, tenía enfermeras jamaicanas brutalmente malhumoradas y gordas. Moriría en Brooklyn Heights en lugar de en Boerum Hill porque Boerum Hill tenía una prisión en lugar de un hospital -«…y el mayor Amberson comprendió que todo lo que le había divertido o preocupado en la vida, todo aquel comprar y edificar»- y no en su cama bajo el techo del salón porque el remo la había mellado, la había roto, la había plegado como a una carta dentro del sobre de su propio ser, sin leer durante cincuenta y dos años. Ilegible ahora, al final, desde el punto de vista médico: había observado el asombro de los internos ante sus radiografías; ¿cómo puede esconderse esto detrás de eso? ¿Cómo podía mantenerse entera la vieja Vendle, cómo lo había conseguido todos esos años? El cuerpo de Isabel resumía todas las contradicciones de Boerum Hill: era la lata de Schlitz en una bolsa de papel marrón colocada en un rincón de yeso y mármol abierto para que giraran los ataúdes en el recodo de la escalera de una casa urbana del siglo XIX. Era una cárcel a cuya sombra retozaban los niños. «Todo lo que le había divertido, todo aquel comprar y edificar, todo era ahora insignificante, inútil, porque el mayor sabía…»

Había recibido dos visitas. Croft, por supuesto, que se había instalado durante una semana en la habitación del sótano y la visitaba a diario, asediándola con paquetitos de comida sana infumable, llevándole los últimos volúmenes de Powell, Reyes temporales y Armonías secretas , y atrayendo miradas de las furiosas jamaicanas por aclarar la cuña en el cuarto de baño y por sus preguntas concienzudas y sin sentido acerca de la atención que recibía Isabel. Luego, a petición de Isabel, se había llevado a Indiana al gato anaranjado. Le deseaba suerte al gato. Tal vez sirviera de conciencia a la comuna rural, carente de centro moral. Croft se había afeitado o se había dejado barba: Isabel no conseguía decidirse, solo identificaba el origen de su irritación en algún punto alrededor de la boca de Croft. Croft se quedaría con la casa. La vendería, Isabel no quería conjeturar a quién. Descubrió que ya no podía leer el Powell, no lograba hacerlo funcionar, no lograba manejar las frases. En su lugar, veía El show del gong . Había un número de un cómico con una bolsa de papel en la cabeza que le gustaba bastante: ¡Chúpate esa, Anthony Powell!

La segunda visita de Isabel, Rachel Ebdus, también le había traído un libro, que Isabel contempló asombrada: Mujeres avanzadas a su tiempo. ¡En serio, imagina lo que debe de ser llamarse Marge Piercy! Isabel había sonreído y doblado la muñeca del modo en que estaba aprendiendo a hacerlo -con aquel pequeño aflojar, aquella renuncia ensayo de la operación más profunda-, dobló la muñeca y dejó caer el libro al suelo, luego musitó más débilmente de lo necesario que Rachel lo devolviera a la mesilla. Disfrutaba jugando a la moribunda mientras se estaba muriendo. «Tonta -quería decirle a Rachel-, yo no leo a mujeres.»

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