Jonathan Lethem - La Fortaleza De La Soledad

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«La fortaleza de la soledad ejemplifica, sin necesidad de grandes aspavientos vanguardistas, nuestro paradójico signo de los tiempos», Qué Leer
Esta es la historia de un chico negro y uno blanco: Dylan Ebdus y Mingus Rude, vecinos que comparten sus días y defienden su amistad a capa y espada desde un rincón de Nueva York. Esta es la historia de su infancia en Brooklyn, un barrio habitado mayoritariamente por negros y en el que comienza a emerger una nueva clase blanca. Esta es la historia de la América de los años setenta, cuando las decisiones más intrascendentes -qué música escuchar, qué zona ocupar en el autobús escolar, en qué bar desayunar- desataban conflictos raciales y políticos. Esta es la historia de lo que habría pasado si dos adolescentes obsesionados con superhéroes de cómic hubieran desarrollado poderes similares a los de los personajes de ficción. Esta es la historia que Jonathan Lethem nació para contar. Esta es La fortaleza de la soledad.
Jonathan Lethem (Nueva York, 1964) es una de las voces más inventivas de la ficción contemporánea. Es autor de nueve novelas y depositario de distinguidos galardones, como el Premio Nacional de la Crítica de Estados Unidos.

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¿Qué se encontraría Dylan si cruzaba Flatbush, más allá de las tiendas que vendían camisas y camisetas con el lema «ME ENORGULLEZCO DE MI HERENCIA AFRICANA», más allá de Deportes Triangle, más allá del puesto de patatas fritas de Arthur Treacher, más allá del mismo Pintchik? Cualquiera sabía. El mundo de Dylan tenía allí sus límites, bajo las estrechas espaldas de la torre del Williamsburg Savings Bank. Dylan conocía Manhattan, conocía el Londres de David Copperfield, incluso conocía mejor Narnia que las calles de Brooklyn al norte de la avenida Flatbush.

«No vivimos en una caja, no vivimos en una cajita cuadrada, me da igual lo que diga nadie, ¡no vivimos en un marco de dieciséis milímetros!» Rachel volaba por Pintchik como la Reina Roja en A través del espejo , susurrándole enloquecidamente. «Él no puede meternos dentro, nos escaparemos, saldremos corriendo. No puede pintarnos en una cajita de celuloide. ¡Saldremos corriendo a la calle! ¡Lo empapelaremos dentro del estudio!»

Dentro, Rachel le condujo a una sala llena de rollos de papel pintado. Dylan tenía que elegir el sustituto de los animales selváticos escondidos entre hojas de palmera, aquel diseño de libro infantil que se le había quedado demasiado pueril. Las muestras de la sala estaban forradas de terciopelo, decoradas con símbolos de la paz color naranja fluorescente, puestas de sol de Peter Max, tiras plateadas y estampados de cachemir en tonos lima: puede que Pintchik fuera implacable y eterno, pero ofrecía papeles pintados que recordaban a los envoltorios de caramelos más modernos, como Wacky Wafers y Big Buddy. Dylan sintió vergüenza por el papel. Tenía el mal gusto de pasar de moda sin percatarse. Dylan prefería el propio Pintchik, su diseño de ladrillos rojos y amarillos, sus paredes glaseadas por el tabaco.

«Lo arrancaré de su estudio igual que te saco a ti a la calle para que juegues, que se busque un trabajo en lugar de vivir en la cima de su montaña como Meher Baba…»

Dylan descubrió sorprendido un rollo de su papel de jungla entre las muestras de Pintchik. Allí estaba, en nada superior al de color lima o el fluorescente. La jungla que contemplaba mientras se dormía no tenía edad, era plana y estaba vacía, corrupta como la publicidad. Abraham jamás habría empapelado su estudio.

Dylan quería un papel de empapelar tan viejo como la acera, profundo y turbio como los fotogramas pintados de su padre. Quería dibujar un tablero de chapas en la pared, quería vivir en la casa abandonada. O en Pintchik.

Comparado con su madre, Brooklyn era simple.

«Una banda de las casas Gowanus pilló a un niño de quinto después de clase y lo llevó al parque y tenían una navaja y estuvieron desafiándose unos a otros y le cortaron los huevos. No se resistió ni chilló ni nada. No eres demasiado joven para aprender, mi niño profundo, que el mundo está como una cabra. Un consejo: si no puedes pelear, corre, corre y grita “¡Fuego!” o “¡Me violan!”, sé más salvaje que los demás, que tu melena sea una llamarada.»

Regresaron de Pintchik a casa por la calle Bergen, con Rachel calentándole la cabeza. Su madre nunca mencionó a Robert Woolfolk, ni siquiera una vez, pero al pasar por la esquina de Nevins con Bergen, el lugar donde le había pegado en plena calle, Dylan volvió a estremecerse de vergüenza, notó su vergüenza y la de Rachel. Rachel no era responsable de lo que decía, Dylan lo sabía. También ella tenía miedo. La función de Dylan consistía en desentrañar lo que Rachel decía y prescindir del noventa por ciento para entenderla.

«El negro guapetón que se ha mudado al lado de Isabel Vendle es Barrett Rude Junior, es cantante, estaba en los Distinctions, tiene una voz increíble, canta igualito que Sam Cooke. Los vi tocar una vez, de teloneros de los Stones. Su hijo tiene tu edad. Va a ser tu mejor amigo, ya verás.»

Era el último montaje de Rachel.

«Si no quieres papel, lo arrancaremos y pintaremos lo que quieras. Es tu cuarto. Te quiero, Dylan, ya lo sabes. Vamos, echemos una carrera hasta casa.»

Dylan vertió toda su confusión en la carrera, tratando de dejar atrás a su madre.

«Vale, me falta el aire. Corres demasiado rápido.»

Las pisadas de las deportivas de Dylan se fueron apagando al llegar a la esquina de Nevins con Dean, donde Dylan esperó a que Rachel le atrapara mientras echaba atrás la cabeza para recuperar el aliento. En ese instante Dylan estuvo seguro de verlo de nuevo: la silueta recortada trazó un arco desde el tejado de la Escuela Pública 38 hasta lo alto de las destartaladas tiendas de Nevins y desapareció después bajo el cielo. El saltador imposible. Parecía un vagabundo.

No le preguntó a su madre si lo había visto. Rachel estaba encendiendo un cigarrillo.

«No solo eres guapísimo y un genio, sino que además tienes un buen par de piernas. No te lo diría si no fuera cierto. Estás creciendo, mi niño.»

Las insignias por méritos eran criptogramas, señales de información improbable procedentes de otro planeta de la infancia y Mingus Rude, aunque en principio fardaba, parecía contemplarlas con una indiferencia antropológica no muy distinta de la de Dylan. «Natación, fogatas, nudos, brújula», musitó Mingus acariciando con el pulgar las insignias, pruebas talismán de los suburbios de Filadelfia, restos flotantes de un mundo muerto.

Mingus Rude hizo esperar a Dylan en el jardín vacío y plagado de hierbajos mientras se vestía con el uniforme de escolta, luego se colocó delante de Dylan y los dos sopesaron la incongruencia de la indumentaria: mangas y perneras demasiado cortas, pañuelo amarillo manchado por un rastro baboso de mocos. Mingus volvió adentro y regresó con un uniforme de hockey verde y amarillo con su nombre impreso a la espalda en letras planchadas, brillantes pero ligeramente agrietadas. Sostenía un palo astillado con cinta aislante negra en la empuñadura. Dylan interiorizó la escena en silencio. Entonces Mingus desapareció otra vez y regresó con un uniforme de fútbol americano carmesí en cuyo casco se leía «MANAYUNK MOHAWKS». Juntos dieron la vuelta al jersey de nailon ventilado para examinar las hombreras de espuma y plástico que otorgaban a Mingus silueta de superhéroe. Las hombreras olían a sudor y podredumbre, a tardes vertiginosas, inaccesibles. «Pero ¿sabes atrapar una Spaldeen? ¿Colarla en un tejado?», se preguntó Dylan con amargura. Mingus Rude pronto descubriría que Dylan Ebdus no.

Dylan se debatía entre las ganas de alardear de insignias al mérito en las chapas, Telesketch, ocultamiento bajo escaleras chirriantes y dibujo, y el deseo de proteger a Mingus Rude de la burla, el robo, la incomprensión. Ya los oía: «Tú, déjame ver, que les echo un vistazo. ¿Qué…? ¿Es que no te fías de mí?». Quería proteger a los dos ordenándole al chico nuevo que nunca llevara ninguna de esas posesiones irrelevantes e imprudentes a la calle para que las viera algún otro niño.

Dylan se hizo un lío en silencio. Quería amontonar los diversos uniformes en una fogata en aquel santuario vallado del patio trasero, una fogata como la que Henry y Alberto habían encendido una vez en la escalinata de la casa abandonada, prendiendo fuego a periódicos y mierda seca de perro y apestosas ramas de ailanto que ensuciaban el suelo a finales de verano. Dylan quería que Mingus Rude y él encendieran un fuego y asfixiaran los uniformes con humo hasta que el plástico ennegreciera y se fundiera, hasta que los números y los nombres, las pruebas, se destruyeran. Una hoguera de la calle Dean, sin nada que ver con insignias al mérito. En cambio, contempló a Mingus Rude guardar los uniformes en el fondo de su armario con gravedad.

– ¿Te gustan los cómics? -preguntó Mingus Rude.

– Claro -contestó Dylan, inseguro. «A mi madre le gustan», estuvo a punto de añadir.

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