Mingus Rude extrajo cuatro libros de cómics del suelo del armario: Daredevil n.º 77, Pantera Negra n.º 4, Doctor Extraño n.º 12, El Increíble Hulk n.º 115. Habían sido manoseados con ternura hasta la saciedad, tenían las puntas redondeadas, el papel amarillento del cálido aliento atento, las páginas machacadas de tanto mirarlas. Todas las primeras páginas interiores tenían escrito con bolígrafo, en mayúsculas inclinadas, «MINGUS RUDE». Mingus leyó algunos fragmentos en voz alta, hechizándolos a los dos, atrayendo la atención de Dylan y la suya propia. Dylan notó que le penetraba un rayo de atención, su efecto despertó una rara calidez en su pecho que dirigió hacia Mingus. Quería tocar el pelo de aspecto crujiente de Mingus Rude.
– ¿Sabes lo que dicen ahora? Que el Doctor Extraño logró atrapar al Increíble Hulk construyendo una especie de jaula mística, pero que no pudo coger a Thor porque Thor es una figura divina siempre que no pierda el martillo. Si pierde el martillo, el tipo es un tullido.
– ¿Quién es Thor?
– Ya lo verás. ¿Sabes dónde comprar cómics?
– Eh… sí.
Dylan pensó en Croft, aquella tarde en la terraza de Isabel Vendle, en el quiosco de la isla peatonal de la avenida Flatbush con Atlantic. Los Cuatro Fantásticos .
¿Podía el Doctor Extraño capturar a los Cuatro Fantásticos?
– ¿Alguna vez robas cómics?
– No.
– No es gran cosa. ¿Vas de campamento este año?
– No.
«Ningún año», estuvo a punto de añadir Dylan. Había encontrado un artefacto en el ropero de Mingus, una especie de diapasón.
– Es una paleta.
– Oh.
– Como un peine para pelo africano. Eso no es nada. ¿Quieres ver un disco de oro?
Dylan asintió en silencio, dejó caer el peine. Mingus Rude era un mundo, una bomba de posibilidades en proceso de estallar.
Subieron las escaleras. El padre de Mingus Rude había dejado en manos de su hijo el espectacular regalo del sótano al completo: dos habitaciones para él solo y la posesión del patio mágicamente vacío de atrás. El padre de Mingus Rude vivía en la planta del salón. Como Isabel Vendle, Barrett Rude Junior dormía en una cama frente a la barroca repisa de mármol de la chimenea, a la luz atenuada de unas ventanas altas con cortinas, ventanas escaparate pensadas para salones llenos de pianos y tapicerías, biblias dieciochescas en atriles y a saber cuántas cosas más. Pero, a diferencia de la cama de Isabel Vendle, la de Barrett Rude Junior, que descansaba directamente en el suelo bajo el techo holandés de volutas, era una gran bolsa llena de agua, tal como demostró Mingus Rude de dos contundentes palmetazos al pasar por el lado, un mar ondulante atrapado entre sábanas resbaladizas. Los dos discos de oro eran, curiosamente, lo que su nombre prometía: discos de oro, singles, encolados sobre moqueta blanca y enmarcados en aluminio, y no colgados de las paredes desnudas, sino colocados sobre la atiborrada repisa de la chimenea junto a billetes de dólar arrugados, vasos medio vacíos y cajetillas vacías de Kool. La leyenda de uno indicaba «“(NO WAY TO HELP YOU) EASE YOUR MIND” (B. RUDE, A. DEEHORN, M. BROWN), THE SUBTLE DISTINCTIONS, ATCO, DISCO DE ORO 28 DE MAYO DE 1970, y en la del otro “BOTHERED BLUE” (B. RUDE), THE SUBTLE DISTINCTIONS, ATCO, DISCO DE ORO 19 DE FEBRERO DE 1972».
– Bajemos -dijo Mingus Rude.
Dejaron atrás los discos de oro. Dylan bajó el primero la escalera, con una sensación de extraña formalidad mientras se asía a la barandilla e imaginaba a Mingus Rude mirándole la espalda.
En el patio, lanzaron piedras al aire, las tiraron al jardín de los puertorriqueños. Sobre todo Mingus, Dylan miraba. Era el 29 de agosto de 1974. El aire olía como un brazo alzado de cerca. Se oía el traqueteo constante de la camioneta de los helados por la calle Bergen, probablemente con una sarta de los niños de siempre colgados del vehículo.
– Mi abuelo es predicador -dijo Mingus Rude.
– ¿En serio?
– Barrett Rude Senior. Mi padre empezó a cantar en la iglesia del abuelo. Pero ya no tiene iglesia.
– ¿Por qué no?
– Está en la cárcel.
– Oh.
– Supongo que sabrás que mi madre es blanca.
– Pues claro.
– A las blancas les gustan los hombres negros, ya lo sabías, ¿no?
– Eh… claro.
– Mi padre ya no se habla con la muy zorra. -A continuación soltó una risa aguda, sorprendido de sí mismo.
Dylan no dijo nada.
– Mi padre pagó un millón de dólares por mí. Lo tuvo que pagar para recuperarme, un kilo. Pregúntaselo, si no me crees.
– Te creo.
– Me da igual, es la verdad.
Dylan miró los labios y los ojos de Mingus Rude, su color exacto, lo asimiló. Dylan quería leer en Mingus Rude como en un libro, quería saber si el niño nuevo había cambiado la calle Dean con su llegada o solo a Dylan. Mingus Rude respiró por la boca y sacó la lengua curvada por un lado al lanzar un escupitajo. Mingus era negro pero más claro, una mezcla. Tenía las palmas de las manos igual de blancas que Dylan. Llevaba pantalones de pana. La verdad, podía pasar cualquier cosa.
Dylan quería decirle que un niño de un millón de dólares no debería estar en la calle Dean. Ni siquiera la palabra «millón».
Tal vez Mingus Rude estuviera loco, a Dylan le daba igual.
Al cabo de un par de días ya estaba jugando en la calle, atrapando pelotas en el stoopball, inclinándose sobre un coche aparcado para dejar pasar el autobús. Como si siempre hubiera estado allí. Atrapaba la pelota lacónicamente, a la perfección. Podría ser el Henry de su manzana trasladado ahora a la calle Dean, podría ser el Henry ideal, reconocible en cualquier parte. Dylan trepó a la valla de Henry y se sentó a observarlo con Earl y un par de niñas más jóvenes. Por lo visto, Mingus Rude encajaba. Había sido incorporado en pleno juego mientras Dylan no miraba.
Robert Woolfolk no estaba. De lo contrario, el último día soleado habría arrastrado hasta al último niño a la calle. Dos niñas giraban una comba mientras otras tres saltaban, sus rodillas brillaban como un racimo de uvas. El colegio vacío alicatado de azul, la Escuela Pública 38, se erguía al fondo de la manzana. Nadie lo miraba, a nadie le importaba.
– D-Man.
»John Dillinger.
»D-Solo.
Dylan no entendía qué estaba chillando Mingus Rude, no se reconoció en los motes.
– Eh, Dylan, ¿estás sordo?
La capacidad de mando se reconocía en Henry por encima de todos. Pero un capitán necesitaba a otro, aunque fuera inferior, un títere. Alguien tenía que dar el paso. Dylan había visto a Alberto asumir el papel, a Lonnie, incluso a Robert Woolfolk en una ocasión, que consiguió desequilibrar un sencillo juego de pelota y disolverlo rápidamente con mala cara y cojera fingida. Ahora, en el luminoso y tedioso final del verano, Henry y Mingus Rude eran capitanes de stickball, sin mediar explicación.
Mingus eligió primero a Dylan, por encima de Alberto, Lonnie, Earl, de todos.
– No sabe batear -dijo Henry.
Un diagnóstico razonablemente cordial. Dylan era un problema para cualquier capitán, un lastre comunal.
– Me quedo con Dillinger -insistió Mingus Rude, imperturbable. Envolvió una y otra vez el cierre de la muñeca de un guante de bateador de los Philadelphia Phillies, recuerdo burlón de la veta madre de prendas enterrada en el ropero-. Elige a tu hombre.
La última tarde de agosto antes de que empezaran las clases recordaba a una de esas imágenes sobrecogedoras, deslumbrantes de los créditos iniciales de Star Trek o Misión imposible que entreveías antes de que te ordenaran apagar el televisor e irte a la cama: iba a perseguirte, a jugar debajo de tus párpados, una vez cerrada la puerta, apagada la luz y calmada la respiración acelerada. Un verano quedaba inacabado, partido por el final, como un mal empalme. Ahora, la llegada de Mingus Rude prometía la posibilidad de otro verano, unido al actual mediante bisagras como una puerta tras la cual no podías mirar.
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