Jonathan Lethem - La Fortaleza De La Soledad

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«La fortaleza de la soledad ejemplifica, sin necesidad de grandes aspavientos vanguardistas, nuestro paradójico signo de los tiempos», Qué Leer
Esta es la historia de un chico negro y uno blanco: Dylan Ebdus y Mingus Rude, vecinos que comparten sus días y defienden su amistad a capa y espada desde un rincón de Nueva York. Esta es la historia de su infancia en Brooklyn, un barrio habitado mayoritariamente por negros y en el que comienza a emerger una nueva clase blanca. Esta es la historia de la América de los años setenta, cuando las decisiones más intrascendentes -qué música escuchar, qué zona ocupar en el autobús escolar, en qué bar desayunar- desataban conflictos raciales y políticos. Esta es la historia de lo que habría pasado si dos adolescentes obsesionados con superhéroes de cómic hubieran desarrollado poderes similares a los de los personajes de ficción. Esta es la historia que Jonathan Lethem nació para contar. Esta es La fortaleza de la soledad.
Jonathan Lethem (Nueva York, 1964) es una de las voces más inventivas de la ficción contemporánea. Es autor de nueve novelas y depositario de distinguidos galardones, como el Premio Nacional de la Crítica de Estados Unidos.

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– Tu madre le pegó en plena calle Bergen -dijo Henry-. Se echó a llorar y todo.

Dylan no dijo nada.

– Supongo que nadie te lo había contado.

¿Existiría una isla lejana o un cuarto escondido donde tu vida transcurría sin tú saberlo? Dylan intentó imaginarse el incidente de la calle Bergen, la loca colisión entre Rachel Ebdus y Robert Woolfolk, pero el foco de sus elucubraciones se desvió hacia la habitación invisible que flotaba en la oscuridad de la casa por la noche donde a través de las paredes, mientras yacía despierto en su cama, oía los gemidos rítmicos de su madre o los susurros enfadados y apremiantes de su padre. «Supongo que nadie te lo había contado», había dicho Henry, y Dylan empezó a ahogarse en todas las cosas que maldecía en silencio cuando estaba al borde del sueño.

¿Abraham pegaba a Rachel y por eso gemía?

¿Quién pegaba a quién?

Por supuesto, esa furia salía de casa para machacar a algún niño de la calle. Al menos, le había tocado a Robert Woolfolk.

De pronto le pareció que Henry y todos los demás niños de la manzana conocían el sonido de Abraham y Rachel follando y peleándose por la noche, que solo Dylan vivía protegido y ciego.

– Tu madre está loca -dijo Henry.

No lo dijo para ofender, como «Tu madre es tan fea que le gusta a Bigfoot», sino con cierta admiración y un miedo bobalicón en la voz.

Dylan comprendió entonces que no era estrictamente la invisibilidad lo que envolvía su presencia en la calle, lo que le había tenido titubeando por los alrededores del juego, sino la actuación secreta de su madre pendiendo sobre él como un campo de fuerza, una pálida nube de vergüenza. ¿Quién le había contado a Rachel lo de Robert Woolfolk? ¿Se había delatado a sí mismo, había llorado y hablado en sueños sobre una navaja?

Dylan quería decirle a Henry que ya lo sabía, pero fue incapaz de mentir. Alberto reapareció con la pelota, adelantándose a los demás, y la lanzó hacia arriba. La pelota se alzó por encima de la bóveda de ramas desnudas enmarcada por las cornisas y encontró un telón de fondo de nubes bajas contra el que se iluminó como una bomba. Henry saltó hacia atrás y la atrapó con la punta de los dedos, y luego, durante el descenso, se la plantificó a Dylan en una jugada sorpresa. Dylan abrazó la pelota contra su hombro como si jurara lealtad. El balón estaba helado; el cuero, tan tenso que parecía imposible.

4

Nixon abandonó, y «NIXON ABANDONA» anunciaba a toda plana la portada del Daily News colgado con placer culpable de la pared del despacho. Ese verano, el de sus setenta y ocho años -cincuenta y dos desde el remo- le sentaban bien las mayúsculas y se imaginó su propio titular: «VENDLE ABANDONA». Notaba su próximo abandono como el hueso de una ciruela amarga en la boca, lo sentía rozarle los dientes allí escondido pero no sabía si el hueso quería que lo escupiera o lo tragara: abandona, abandona, abandona. Le dolía al tragar. Le dolía la mano al tocar el bastón, que se le resbalaba, se le doblaba la muñeca. Le dolían los ojos al enfocar la página de un libro. Le dolía el mundo. Un día se estremeció, casi como si estuviera borracha, al garabatear con un bolígrafo en las páginas de Restaurante chino Casanova de Anthony Powell, rompiendo así un tabú de setenta y ocho años: oyó entonces la voz de su padre, un vago recuerdo, ordenándole que respetara aquel volumen encuadernado en cuero de la biblioteca paterna. Tal vez no existiera nada peor que pintarrajear un libro, pero ahora Isabel se sentía compelida a dejarlos caer a medio leer de su mesa al descuidado jardín. Le bastaría con girar la muñeca, dejar que, una vez más, las cosas se le resbalaran de las manos. Sabía que, de un modo u otro, abandonaría, dejaría caer el libro o sencillamente moriría, antes de terminar los doce volúmenes de la novela de Powell, Una danza para la música del tiempo . Powell había escrito demasiado, le había robado demasiado tiempo a Isabel y ella lo castigó garabateando en su libro una hilera de líneas vacilantes, como una marea de jeroglíficos. ¿Era al lago George adonde deseaba regresar? ¿Eran las olas lo que, al final, echaría de menos? ¿El balanceo de las olas rompiendo en los tablones hinchados, un beso en un esquife en los minutos previos a ser arponeada por el remo?

Las manos fallaban. Las suyas resbalaban sobre todo tipo de superficies. Después de todo, Isabel no había moldeado nada, solo había sido aplastada y remodelada. No era de extrañar que le gustaran las casas de piedra rojiza inutilizadas que ahora se llenaban caóticamente sin atender al plan de Isabel. Tomemos, por ejemplo, al cantante negro que había alquilado la casa entre la suya y la de los Ebdus. ¿Constituía un avance? El hombre tenía dinero, pero parecía colocado. El hijo mulato del cantante se pasaba las tardes de agosto de pie en medio del jardín trasero de al lado, plagado de maleza, mirando descaradamente a Isabel, sentada en su terraza, saludándola como si fuera la jefe de escuadrón. La calle Dean había generado su propia espora extraña e Isabel no podía seguirle la pista ni responder por lo que ahora florecía. Los homosexuales colonizaban la calle Pacific; un colectivo de comunistas ingenuos salía de un adosado de la calle Hoyt y pegaba panfletos en las farolas anunciando un pase de diapositivas sobre la China roja o una recolecta de fondos para los okupas de Loisada. Isabel había fundado un movimiento bohemio. «Ya no tendrán a Isabel Vendle dando vueltas por ahí.» Pero, claro, ni siquiera sabrían que era ella la que los reunía a todos.

Caminaron juntos hasta Pintchik, en la avenida Flatbush con Bergen, un complejo de tiendas que vendían pintura, muebles, productos de ferretería y fontanería, un negocio que probablemente en otro tiempo había sido solo una tiendita y que ahora se infiltraba por toda una manzana cobijado bajo adosados pintados de amarillo autobús sobre el que habían estampado «PINTCHIK» en rojo, casas de ladrillo rojo convertidas en una valla publicitaria de una calle de largo, casas de ladrillo rojo maquilladas como un payaso. Había algo en la inconfundible edad y especificidad de Pintchik, su indiferencia, que enfermaba a Dylan. Por lo visto, Brooklyn no siempre necesitaba esforzarse en ser algo más, algo consciente y ansioso, algo que apuntara hacia Manhattan, como en las calles Dean, Bergen o Pacific. A veces Brooklyn, como en Flatbush, podía sentirse encantado de su propio ser mugriento y duradero. Pintchik solo apuntaba hacia Pintchik, su única procedencia. Era una guarida, una madriguera, y los hombres peludos que vendían anillas polvorientas para cortinas de ducha y pomos de cristal para las puertas -el material tangible de la renovación en lugar de la idea de renovación- desde detrás de cajas registradoras cubiertas de recortes de prensa, eran conejos como Bugs Bunny o la Liebre de Marzo, petulantes en su agujero y entretenidos o impacientados solo por la posibilidad de que cayeras en uno de ellos. Pintchik era un Brooklyn blanco que Isabel Vendle no imaginaba.

De camino a Pintchik, Rachel le había enseñado la palabra «aburguesamiento». Era una palabra de Nixon, no molaba. «Si te preguntan, di que vives en Gowanus -le dijo Rachel-. No te avergüences. Boerum Hill es un invento pretencioso.» Ese día Rachel hablaba y Dylan escuchaba. Rachel esparcía lenguaje como esparcía agua la boca de riego abierta por los niños puertorriqueños en la esquina de Nevins los días más calurosos: sin parar, con demasiada efusión. Podías rascar una lata hasta abrirla por los dos extremos y emplearla luego para dirigir momentáneamente el agua a través de la ventanilla de cualquier coche que pasara, pero la fuerza del chorro acabaría ganando. Cuando Dylan lo había intentado, el pilar de agua le había arrancado la lata de las manos y la había mandado girando al otro lado de la calle, hasta chocar con los bajos de un coche aparcado. Dylan no se atrevía a intentar dirigir el chorro verbal de su madre. «Que no te oiga nunca decir “negrata” -dijo Rachel, susurrando de forma enfática y cautivadora-. Es la única palabra que no puedes decir nunca, ni siquiera para tus adentros. En Brooklyn Heights los llaman animales, llaman zoo a las casas de protección oficial. Esos reaccionarios estirados se merecen que les entren a robar. Deberían quedarse sin sus equipos de música cuadrafónicos. Nosotros estamos aquí para quedarnos. El canal Gowanus, las casas Gowanus, la gente de Gowanus. ¡El monstruo del lago Gowanus!» Rachel hinchó los carrillos y, con los dedos como garras, atacó a Dylan en la entrada de Pintchik.

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