Jonathan Lethem - La Fortaleza De La Soledad

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«La fortaleza de la soledad ejemplifica, sin necesidad de grandes aspavientos vanguardistas, nuestro paradójico signo de los tiempos», Qué Leer
Esta es la historia de un chico negro y uno blanco: Dylan Ebdus y Mingus Rude, vecinos que comparten sus días y defienden su amistad a capa y espada desde un rincón de Nueva York. Esta es la historia de su infancia en Brooklyn, un barrio habitado mayoritariamente por negros y en el que comienza a emerger una nueva clase blanca. Esta es la historia de la América de los años setenta, cuando las decisiones más intrascendentes -qué música escuchar, qué zona ocupar en el autobús escolar, en qué bar desayunar- desataban conflictos raciales y políticos. Esta es la historia de lo que habría pasado si dos adolescentes obsesionados con superhéroes de cómic hubieran desarrollado poderes similares a los de los personajes de ficción. Esta es la historia que Jonathan Lethem nació para contar. Esta es La fortaleza de la soledad.
Jonathan Lethem (Nueva York, 1964) es una de las voces más inventivas de la ficción contemporánea. Es autor de nueve novelas y depositario de distinguidos galardones, como el Premio Nacional de la Crítica de Estados Unidos.

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Robert Woolfolk no era uno de ellos.

Quizá nadie vio a Dylan observándolos. A menudo un niño que paseaba con su madre por la manzana resultaba invisible. No mirabas, no querías inmiscuirte entre un niño y sus padres.

Entonces Earl saludó, pero tal vez estuviera señalando un pájaro o una nube en el cielo. En lugar de devolver el saludo, Dylan también alzó la vista al cielo, fingiendo que había visto moverse algo allí arriba, un cuerpo pasar a toda velocidad entre las cornisas o saltar de un lado al otro de la calle Dean.

– Me llamo Croft -dijo el hombre que abrió la puerta de Isabel Vendle, distraído-. Eres el niño que trabaja para Isabel, supongo. -Le estrechó la mano a Dylan con aire cómico antes de ver a Rachel. Tenía el pelo negro muy corto, de una longitud sorprendentemente idéntica en todos lados, incluidas las cejas-. Vaya, tienes novia, ¿eh? Entrad, Isabel está arriba. Estamos bebiendo unas Coca-Colas, hay para dar y regalar.

Fue como si Vendlemachine hubiera calculado la llegada de antemano y se estuviera defendiendo con aquel visitante. Se suponía que los domingos por la mañana estaba sola, perdida en la cama o encorvada sobre el escritorio, gimiendo, mojando temblorosamente un sello con la lengua. Siempre había esperado a Dylan sola y ahora le había engañado, le había denegado la oportunidad de demostrarle a su madre la casa sepulcral a la que se le había obligado a entrar. La habitación oscura que daba al nivel de la calle estaba abierta; los rincones que solo Dylan y el gato anaranjado conocían, iluminados; las sillas polvorientas, cambiadas de lugar para dejar sitio a un saco de dormir verde claro y a una mochila de montañero rebosante de ropa, camisetas ovilladas como pañuelos de papel usados y una pila de libros de bolsillo: Dios le bendiga, Mr. Rosewater , En azúcar de sandía , Sexus . Incluso la peste a basura había desaparecido misteriosamente.

Vendlemachine estaba sentada a la mesa de jardín con cara de pocos amigos, estrujando la sección de inmobiliarias de la edición dominical del Times . La mesa estaba cubierta de secciones del periódico, la Coca-Cola prometida y una gran muestra de tebeos de gran colorido.

– Esta mañana han robado el periódico de Isabel -empezó a explicar Croft, como si se sintiera en la obligación general de aclararlo todo y aceptara la misión de buen grado. Igual después se ponía a explicar que él era joven mientras que Isabel Vendle era anciana, o que estaban sentados en un jardín trasero de Brooklyn.

– Otra vez -dijo Isabel Vendle.

– He tenido que ir caminando hasta la avenida Flatbush con Atlantic para comprar otro. He encontrado un quiosco en una isla peatonal. Tenía unos cómics estupendos, nunca se sabe dónde puedes encontrártelos. Los Cuatro Fantásticos , Doctor Muerte , Doctor Extraño

Dylan no tuvo claro de quién estaba hablando Croft hasta que Rachel Ebdus cogió uno de los cómics y echó un vistazo a la portada.

– Jack Kirby es Dios -dijo Rachel.

– Y que lo digas. ¿Te va este rollo? ¿Conoces a Estela Plateada?

– Todo el mundo tiene algún póster de Peter Max, pero yo creo que Jack Kirby es diez veces más psicodélico.

Una palabra de Rachel.

– Sí, claro -convino Croft-. Pero ¿a ti quién te gusta? ¿Estela Plateada? ¿Thor? ¿Qué te parece el material de Kirby para DC Comics? ¿Conoces Kamandi, el último superviviente ?

Dylan paseó la vista por las cubiertas de los cómics. Un hombre de piedra, un hombre en llamas, un hombre de goma, un hombre de hierro, un perro marrón del tamaño de un hipopótamo y enmascarado. No tuvo tiempo de ver más antes de que el sol y las sombras le nublaran la vista y las figuras se licuaran en borrones similares a las abstracciones de Abraham Ebdus.

– Rayo Negro -contestó Rachel, dando unos golpecitos sobre una de las figuras de las cubiertas-. De los Inhumanos. El líder de los Inhumanos.

Rachel parecía confusa, tan perpleja como Dylan de verse involucrada en esa conversación. La fuerza de la llegada de Dylan y su madre a la casa de Isabel Vendle, la flecha de la intención de Rachel surcando la manzana, había sido capturada y extrañamente reconducida por Croft y sus cómics.

– Desde luego, el tipo fuerte y silencioso -dijo Croft con una sonrisa-. Lo entiendo.

– Croft, eres un irresponsable -dijo Isabel Vendle con afecto cansino.

– Dulce tía Petunia -contestó Croft incomprensiblemente.

– Sí que lo eres -continuó Isabel-. Y ahora un niño irresponsable ha traído hasta aquí a su madre para decirme que no quiere seguir visitándome los domingos. Lo sabemos porque al niño no le interesan tus cómics, Croft. No me quita los ojos de encima, ¿verdad? -Sacudió el periódico de modo que se dobló encima de sus manos, luego miró por encima de la tienda de campaña de papel-. ¿Te parezco malévola, Dylan? ¿O aburrida?

«Me pareces psicodélica», quiso contestar Dylan.

– Probablemente sea lo mismo, tía Isabel. Al menos para el niño.

– Sabías que quería dejar el trabajo, Isabel -intervino Rachel, recordando vagamente su propósito inicial-. Ha intentado decírtelo.

Se incorporó en la silla para sacar los cigarrillos del bolsillo delantero, luego le ofreció uno a Croft, que declinó con un gesto de la cabeza.

– Bueno, me ha parecido que se lo estaba pensando. He supuesto que conseguiría sacarle unas semanas más.

– Es cosa de hacerse mayor -dijo Croft-. Hay que escapar de las viejas que asustan. Yo también pasé por lo mismo.

– Cállate, Croft.

Ese fue el final de la discusión y el final de la relación laboral entre Dylan y Vendlemachine. Croft fue a la cocina y regresó con más vasos y todos se sentaron al sol a exprimir limón en la Coca-Cola y Dylan, Rachel y Croft hojearon cómics mientras Isabel se manchaba los dedos con la tinta del Times . La Antorcha Humana era el hermano pequeño de la Chica Invisible y la Chica Invisible estaba casada con Mr. Fantástico, y Ben Grimm era La Cosa y Alicia su novia ciega, una escultora que sinceramente apreciaba el cuerpo odioso pero monumental de su novio, y Estela Plateada era heraldo de Galactus y Galactus se comía planetas pero Estela Plateada había ayudado a los Cuatro Fantásticos a proteger la Tierra, y Rayo Negro no podía abrir la boca porque una simple sílaba suya era tan poderosa que podía partir el mundo en dos: Croft y su madre se lo explicaron todo a Dylan, los bocadillos llenos de palabras sobre el papel amarillento pálido, mientras Vendlemachine movía los labios en silencio y acababa por quedarse dormida en la silla y aquella tarde de domingo de finales de octubre dejaba paso al anochecer, Abraham oscurecía a pinceladas cuadrados de celuloide en su estudio, los desnudos del salón se quedaban sin luz que los hiciera brillar, las ventanas traseras y las salidas de incendios negras destacaban contra el cielo veteado en tonos rojizos, la calle se volvía demasiado oscura para calcular un buen lanzamiento y la Spaldeen golpeaba a un niño en la cara y de todos modos era la hora de cenar. Dylan se durmió en la silla solo un minuto y durante ese minuto Isabel y él tuvieron el mismo sueño, pero al despertarse ninguno de los dos lo recordaba.

– Déjamelo ver un minuto.

«Déjame ver»: veías una pelota de baloncesto, una baraja de cartas de béisbol o una pistola de agua cogiéndola con las manos, lo que pasara después era dudoso. La propiedad dependía sobre todo de no dejar ver nada a nadie. Si dejabas a un niño «ver un minuto» una botella de Yoo-Hoo, se bebía lo que quedara.

– Déjame ver, déjame probar. Solo quiero dar una vuelta.

Dylan aferró el manillar. Abraham había retirado las ruedecitas adicionales el día anterior y Dylan todavía se bamboleaba, todavía raspaba las deportivas en la acera porque quitaba los pies de los pedales para recuperar el equilibrio y frenar.

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