El Duende había matado a Gwen, la novia de Spiderman, la cosa no tenía gracia. Por eso Spiderman estaba siempre tan deprimido.
El Capitán Marvel no era Shazam, era un lío. Lo habían resucitado para reivindicar derechos de autor sobre el nombre y nadie sabía en realidad si encajaba en el universo Marvel. DC Comics, la antítesis de Marvel Comics, ofrecía una realidad risible, simplificada: Superman y Batman eran pura broma, estropeados por la televisión.
Había que reconocer que Superman en su Fortaleza de la Soledad te recordaba demasiado a Abraham en su estudio del piso alto, dándole vueltas a nada.
La desazón se cernía sobre ciertos títulos. Artistas distintos dibujaban los mismos personajes de maneras diferentes: te dejabas la vista tratando de dar cuenta de los cambios para asegurar la continuidad de esas historias cojas. Se apoyaba a los superhéroes menos importantes con apariciones estelares de Spiderman o Hulk, confundiendo terriblemente la cronología. Einstein podría perder la cabeza tratando de explicar cómo los Cuatro Fantásticos habían ayudado a los Inhumanos a enfrentarse al Hombre Topo cuando, según testimonio claro de su propia revista, en ese momento estaban atrapados en la Zona Negativa.
Si habías seguido con atención durante un tiempo al Increíble Hulk, te dabas cuenta de que había dejado de usar los pronombres de golpe.
Dos tardes a la semana, se sentaban a la luz decreciente de la escalinata de Dylan sin departir jamás sobre quinto o sexto curso, cuestiones demasiado básicas y misteriosas para ser mencionadas. En cambio hojeaban los cómics, protegiendo las finas páginas del viento con los hombros, desentrañando hasta el último recuadro, el último centímetro cuadrado de información, los créditos, las cartas, el copyright, los anuncios de Sea-Monkeys, del «insulto que hizo un hombre de Mac». Entonces, justo cuando pensabas que estabas solo, la calle Dean volvía a la vida y Mingus Rude conocía a todo el mundo, saludaba a un millón de niños que salían del colmado de Ramírez con un Yoo-Hoo o una barrita Pixy Stix, saludaba a Alberto que había ido a por cerveza Schlitz y Marlboro para su hermano mayor y la novia de este. La manzana era una isla de tiempo, la escuela quedaba a un millón de kilómetros de distancia, las madres llamaban a sus hijos para que entraran en casa, el autobús llevaba encendidas las luces interiores, transportaba señoras gordas que volvían a casa de las oficinas de la Junta de Educación de la calle Livingston cuyas siluetas borrosas parecían dientes cariados en la luminosa boca del autobús, Marilla pasaba por delante un millón de veces cantando «Es verdad, a veces me maltratas, me metes entre un montón de gente de clase alta, y luego me tratas fatal», la luz se iba apagando ansiosa, las farolas de postes arqueados decorados con deportivas colgantes se encendían de un zumbido y Mingus Rude, un final de tarde cualquiera, sin despegar los ojos de un Grandes Cómics de Marvel en el que Mr. Fantástico se había hecho un ovillo del tamaño de una pelota de béisbol -pero con la minúscula cara dejando ver con detalle increíble las sienes plateadas que le identificaban- para que un bazuka lo disparara dentro de la boca vulnerable de un robot de dieciséis metros de alto llamado Toomazooma, el Tótem Viviente, y por lo demás inmune, Mingus Rude decía:
– ¿Tu mamá todavía no ha vuelto?
– No.
– Jo, tío. Está jodido.
Al cabo de cinco semanas estaba preparado para vender los desnudos. No dejaban de darle vueltas en la cabeza, hablaban entre ellos en susurros distorsionados desde paredes opuestas, le devolvían su imagen reflejada como espejos deformantes; los desnudos, junto con el teléfono sonando sin cesar, la encimera de la cocina abandonada y los ceniceros todavía sin vaciar daban a la planta del salón el aspecto de un cráneo sin cerebro, un cráneo vacío decorado con recuerdos, déjà vu . Ella no iba a volver, y los lienzos le recordaban como huellas todavía calientes que lo sabía.
Erlan Hagopian, un coleccionista armenio que vivía en el Upper East Side, había visto los cuadros hacía dos años. Había pedido verlos después de que uno de los lienzos participara en una exposición colectiva en la calle Prince a petición del ex profesor de Abraham Ebdus: una petición que Abraham debería haber rechazado, una vanidad, un error. Hagopian y el marchante de la calle Prince se habían pasado por Dean con la intención de ver los cuadros y el estudio. Abraham no les había dejado, para proteger la película, para proteger su obra secreta y fomentar sin querer la confusión de que los desnudos eran recientes o que continuaba trabajando el lienzo. No lo hacía. Sus pinceles gruesos se pudrían, ni siquiera los había lavado bien la última vez que los había tocado. Aquel día Erlan Hagopian había montado toda una puesta en escena para preguntar el precio de toda la sala, quería saber la cifra que debería escribir en un talón para robarle al salón su protección carnosa de un solo gesto grandilocuente. Confiado, sin duda, en que se le rechazaría la oferta: al menos el armenio había sabido interpretar el retraimiento de Abraham Ebdus. Aunque quizá no tan bien como para esperarse lo que consiguió: que se le denegara incluso uno solo de los cuadros. La recompensa de Abraham Ebdus fue el saludo apenado, de mano temblorosa, del marchante de gafas de sol y melena dorada de la calle Prince. Aquella mirada valía más que cualquier cifra en un talón.
Ahora, pasados dos años, Ebdus telefoneó directamente a Hagopian, consciente de que saltarse al marchante -un secreto que no duraría ni un «minuto neoyorquino» si efectivamente Hagopian compraba obras de arte- era como quemar un puente hacia su vieja carrera, un puente al SoHo, a Manhattan. Abraham Ebdus estaría encantado de que el puente desapareciera. Le había dado la espalda a la ciudad que se extendía al otro lado del río y se encaminaba en dirección contraria, hacia un desierto de su propia creación, un desierto llamado celuloide.
Erlan Hagopian, por razones propias, no lo dudó. Pareció captar la lógica de la capitulación de Abraham Ebdus: cuando te pedí que pusieras precio a una sala llena de cuadros te negaste a venderme ni uno solo y, en ese gesto excesivo, esa subestimación infantil del poder del dinero, se escondía ya la semilla del momento que acabaría por llegar en que inevitablemente vendrías a rogarme que te los comprara todos. Naturalmente.
Quizá Erlan Hagopian siempre había querido comprar la sala entera de desnudos y ahora sería capaz de admitirlo. Quizá compraba salas enteras de desnudos todas las semanas. Quizá había intuido la muerte de la carrera pictórica de Abraham y sabía que estaba coleccionando una luminosa e inmensa lápida, quizá Rachel Ebdus era ahora su amante, cautiva en un lujoso ático de la avenida Park, y los cuadros eran solo el sello de un acuerdo invisible que Abraham Ebdus no era consciente de estar enmascarando. En cualquier caso, Erlan Hagopian no pidió ver los cuadros una segunda vez. Envió un cheque y un camión.
La amistad de Dylan Ebdus con Mingus Rude transcurría en breves ventanas de tiempo que puntuaban las frases calladas de sus días. No había una única historia: por lo que Dylan sabía, Mingus podía andar luchando contra el Hombre Topo en el anexo de la ES 293, donde iban los de sexto, mientras él, en quinto, seguía atrapado en la Zona Negativa y no importaba, no había ninguna contradicción, al fin y al cabo tampoco eran los Cuatro Fantásticos, solo un par de chavales. Para cuando Dylan volvía a ver a Mingus les habían pasado demasiadas cosas a los dos para poder contarlas. Porque Dylan intuía que Mingus arrastraba su propia carga secreta, su propio mundo cambiante que latía bajo el silencio. No tenían más opción que retomar la relación donde la habían dejado, juntar lo que todavía tenían en común. Fingías dar por supuestas las novedades del otro, un pacto aceptado instintivamente para garantizar que sabrías sobrellevar la situación.
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