Jonathan Lethem - La Fortaleza De La Soledad

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«La fortaleza de la soledad ejemplifica, sin necesidad de grandes aspavientos vanguardistas, nuestro paradójico signo de los tiempos», Qué Leer
Esta es la historia de un chico negro y uno blanco: Dylan Ebdus y Mingus Rude, vecinos que comparten sus días y defienden su amistad a capa y espada desde un rincón de Nueva York. Esta es la historia de su infancia en Brooklyn, un barrio habitado mayoritariamente por negros y en el que comienza a emerger una nueva clase blanca. Esta es la historia de la América de los años setenta, cuando las decisiones más intrascendentes -qué música escuchar, qué zona ocupar en el autobús escolar, en qué bar desayunar- desataban conflictos raciales y políticos. Esta es la historia de lo que habría pasado si dos adolescentes obsesionados con superhéroes de cómic hubieran desarrollado poderes similares a los de los personajes de ficción. Esta es la historia que Jonathan Lethem nació para contar. Esta es La fortaleza de la soledad.
Jonathan Lethem (Nueva York, 1964) es una de las voces más inventivas de la ficción contemporánea. Es autor de nueve novelas y depositario de distinguidos galardones, como el Premio Nacional de la Crítica de Estados Unidos.

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– Amigo tuyo, ¿no?

Mingus obvió la pregunta, se sentó en el sofá.

– ¿Cómo te llamas?

– Dylan.

– ¿Dylan? Conozco al tipo, tío. ¿Con qué equipo vas, pequeño Dylan?

– ¿Eh?

– ¿Con qué equipo vas?

– Le gustan los Vikings -dijo Mingus, ausente, hundido en una especie de estado de trance inducido por su padre y la inmensa pantalla palpitante.

– Perderán los Vikings -sentenció Barrett Rude Junior, con tal rotundidad que por un momento desconcertó a Dylan: ¿es que no estaban todos allí para descubrir quién ganaría? El partido no era una reposición-. ¿Conoces a los Dolphins?

Dylan mintió:

– Sí.

– Me entrené con ellos, en el verano del setenta y uno. Trae la foto, Gus.

Mingus se levantó del sofá y entró en el dormitorio enmoquetado de su padre, regresó con una fotografía a color enmarcada, tomada desde abajo, de Barrett Rude Junior con uniforme de jugador de fútbol americano y la pelota pegada al pecho y una mirada soñadora puesta a mundos de distancia de la lente.

– Mercury Morris dijo que daría la campanada como wideout suplente, pero no tuve oportunidad de triunfar. La maldita discográfica dio al traste con todo, pensaban que no me sabía cuidar solito. Me costó un partido de la Super Bowl, tío.

La voz de Barrett Rude Junior se fue apagando, dirigida a nadie en particular. El partido, cuando empezó, resultó ser una gran monotonía verde: de hombres robóticos jadeantes y de interés de Dylan. El fútbol era una disposición de errores, una prueba de lo poco probables que eran la mayor parte de las cosas. Mingus mantuvo en privado su apuesta, animando como un maníaco a que cualquiera lanzara al aire la pelota. Dylan canturreaba mentalmente los anuncios: «Me gustaría invitar al mundo a una Coca-Cola», «Indi-gestión». Barrett Rude Junior retorcía los dedos, siguiendo el ritmo de alguna melodía en el apoyabrazos del butacón.

– Gus, tío, tráeme un Colt de la nevera.

La botella amarilla de litro sudaba perlas a causa del radiador del apartamento. Barrett Rude se secaba los dedos en la rodilla cubierta de seda azul después de cada trago, formando manchas húmedas que se evaporaban, pero dejaban rúbricas arrugadas, rastros.

– En la media parte os daré diez dólares y vais a comprar algo para hacer unos bocadillos. A la tienda de Buggy, a por ese queso sueco que me gusta. Detesto el queso puertorriqueño que venden donde Ramírez, tío.

Barrett Rude Junior decía «Buggy» como el resto de la manzana, daba lo mismo que nunca saliera a la calle. Los motes entraban en casa. Una vez más, quedaba demostrado que la manzana formaba un todo. Las casas de ladrillo rojo tenían oídos, mentes.

Dylan y Mingus se envolvieron en los abrigos y se embutieron los sombreros hasta los ojos. El viento soplaba con fuerza en la esquina de la calle Bond, azotando sus piernas huesudas, silbando por entre las aberturas de las deportivas Keds. Llevaban los puños cerrados en los bolsillos, tenían las palmas sudadas y los nudillos congelados. Abrieron la puerta de Buggy contra el viento. La mujer y su pastor alemán se acercaron como dos apariciones, criaturas de Marte que se asomaban al cristal. Un niño negro y uno blanco comprando queso y mostaza. Tal vez Buggy no supiera que estaban dando la Super Bowl, incluso podía pensar que la palabra tenía algo que ver con lavabos, con algún producto azul cubierto de polvo colocado en el estante más alto y que nadie compraba.

Mingus y Dylan prepararon los bocadillos y se los comieron entre los tres: Barrett Rude Junior puso por las nubes el sabor de la mostaza caliente mientras se chupaba los dedos, rezongaba y atacaba una segunda botella de licor de malta. El tercer cuarto fue un desierto de luz artificial, los jugadores se amontonaban sin orden ni concierto, el tiempo se hizo interminable. En algún lugar quizá se estuvieran estrellando aviones cargados de hielo, Manhattan podía haberse partido en dos y estar yendo a la deriva hacia el mar. Brooklyn era la isla del invierno. Fuera estaba oscuro como si fuera de noche. Jamás habrías adivinado que la Super Bowl era tan lúgubre y pesada. La toma que mostró un zepelín empujado por el viento no alivió el aburrimiento. Mingus mantuvo la vela, encerrado en sí mismo, apaciguado, impresionado por su padre. Dylan se alejó de rodillas y curioseó entre la colección de discos de Barrett Rude Junior que llenaba el rincón de debajo de la repisa de la chimenea. Dylan los pasaba hacia delante y hacia atrás, Afrodisiac de Main Ingredient, BlackEyed Blues de Esther Phillips, The Inflated Tear de Rahsaan Roland Kirk, Wack Wack de los Young Holt Trio, los nombres y los diseños de las portadas eran ventanas a un mundo lejano tan cargado de significados irrecuperables como cualquier cómic de Marvel.

– No mires eso ahora -dijo Barrett Rude Junior, vagamente molesto-. Siéntate y mira el partido. -Entornó los ojos, como si por primera vez viera a Dylan al completo.

La blancura del chico en la casa del negro.

– ¿Tu madre sabe que estás aquí? -preguntó Barrett Rude Junior.

– La madre de Dylan se ha ido -informó Mingus desde el sofá.

– ¿Tu madre se ha marchado?

Dylan asintió.

Barrett Rude Junior sopesó la información. La presencia de Dylan en el salón quedaba explicada, quizá fuera esa su primera conclusión. Luego, despacio, cayó en la cuenta de algo más. Dylan notó en la mirada de párpados pesados de Barrett Rude un atisbo de ternura, la sintió como la luz de un faro que se girara para enfocarle.

– La madre se ha ido, pero el chico sale adelante.

Barrett Rude Junior pronunció la frase dos veces. La primera vez las palabras emergieron densas, deliberadas, masticadas. La segunda vez fue un eco de la primera, convertida la frase en el verso de una canción de amonestación, de seducción: «La madre se ha ido, pero el chico sale adelante».

Dylan volvió a asentir, embobado.

El padre de Mingus Rude todavía sostenía la botella amarilla por la base. La movió en círculos, brindando ante una mesa invisible.

– Está bien. Estás bien. Ya mirarás los discos en otro momento, pequeño Dylan, ahora siéntate y mira el partido.

¿Barrett Rude Junior le recordaba a Rachel? ¿O es que era el rato más largo que la palabra «madre» había resonado en el aire desde que Rachel se había marchado? Dylan tuvo la impresión de que Rachel se había colado en el salón, en forma de niebla o nube, de formación meteorológica. Mingus Rude se retorció en el sofá, no quería mirar a Dylan a los ojos: por lo visto, también él notaba la presencia, de Rachel Ebdus o de alguna otra madre, presionándole desde arriba como una fuerza, como el tiempo meteorológico. Luego la presencia desapareció de su vista, el ángulo de la cámara cambió en favor de la lucha por las yardas, de los corredores contorsionándose en el campo dividido a rayas, del casco que alguien en la banda abrazaba como a un bebé, de la larga espera hasta llegar al extremo opuesto del campo.

Cuando al final Mingus Rude alzó un puño y dijo «He ganado», su padre le preguntó:

– ¿Qué has ganado?

– Dylan y yo habíamos apostado.

– ¿Cuánto?

– Cinco dólares.

– No juegues así con un amigo. Hasta el más tonto sabe que los Vikings son incapaces de ganar la Super Bowl. Ven aquí. Que vengas aquí.

Cuando Mingus se acercó lo suficiente, Barrett Rude alargó la mano abierta, arrastrando con ella el batín y dejando al descubierto un pezón extrañamente suave y grande, y abofeteó a su hijo en la mejilla. Podría haber pasado por un cachete cariñoso si la voz de Barrett Rude, aquella orden teatral, no hubiera indicado lo contrario. Dylan vio a Mingus apoyarse ligeramente en los talones de las deportivas a la espera de otro bofetón más fuerte. Pero Barrett Rude se desinteresó, se examinó la mano por delante y por detrás como si tuviera algo escrito. Luego añadió:

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