El despacho de su antiguo profesor no había cambiado en nada, de modo que tal vez todo era un sueño, un error. Tal vez estuviera saltándose una clase de la universidad de la calle Ciento treinta y cinco para visitar la asociación de alumnos de bellas artes de la calle Cincuenta y siete en 1961; tal vez fuera de nuevo un chaval de la avenida Columbus embobado como si ni siquiera fuera neoyorquino, como un paleto perdido en el paraíso de los pantalones de tiro corto, seguro de ver a De Kooning en cada esquina, aireando su recién dejada perilla y rogando para que nadie lo pusiera en evidencia y lo desterrara lejos del centro. Por aquel entonces no conocía Brooklyn, salvo Coney Island, aquel país de las maravillas desvaído y lejano donde, con diecisiete años y puesto de Coca-Cola, bajó la pasarela de madera chirriante y, rayado a franjas de sol y sombra, desabrochó su primer sujetador, el de Sasha Koster, y, con las pelotas doloridas, eyaculó espontáneamente en sus apretados calzoncillos. Debería haber sabido que al verter así su semilla, en la arena fría y sucia de Brooklyn, se había condenado. Que aunque las calles MacDougal y Bleecker parecían su futuro acabaría casándose con una modelo artística de Williamsburg que había abandonado sus estudios en Hunter, fumadora empedernida de tabaco y marihuana, una hippy de antes de que existieran los hippies, y terminaría criando un niño él solo en una casa adosada a cinco manzanas del canal Gowanus. Al exponer los pechos de Sasha Koster al aire salado había jurado lealtad al Nueva York continental.
El despacho seguía igual y Perry Kandel seguía igual, todavía harapiento como un genio con un suéter con coderas, los dientes y la piel todavía grises como un boceto a carboncillo borrado y el pelo desordenado como en una caricatura de un loquero publicada en el New Yorker . Kandel inclinó su imperturbable cintura por encima de la mesa para darle la mano a Abraham, luego volvió a sentarse y habló como si retomara un argumento que llevara media vida elaborando pero que, aunque viviera dos veces, jamás alcanzaría a concluir.
– Los pensadores no están pensando, Abraham, los profesores no están enseñando. Los escritores no escriben, en lugar de escribir se suben al escenario y se pajean, emulan a Mailer y Ginsberg. Hemos perdido a una generación. Los jóvenes entran en mi despecho y me anuncian su intención de vivir en una cúpula geodésica y criar abejas o de componer música coral en esperanto. De hacer happenings. La tradición está kaput. Nada es lo bastante bueno; desde ese gilipollas con orejeras de Warhol, ya no. Ni siquiera resulta ya lo bastante interesante ser un hombre o una mujer. Fui a ver una supuesta «película» en el Quad y en tres horas solo descubrí que a David Bowie le falta el pene. Ese ya ni siquiera puede pajearse. En cuanto a mí, no soy tan ambicioso, solo busco que los pintores continúen pintando, al menos, algunos. Tú, Abe, eres una gran decepción.
– Habías dicho algo de un trabajo, Perry. No me tortures.
– Lo considero un acto de desesperación. Cuando vendiste los lienzos a Hagopian no estabas vendiendo, estabas enterrando pruebas como un animal culpable. Te avergüenzas de la pintura, te incomoda. ¿Qué? ¿Te sorprende? ¿Crees que no me llegan las noticias?
– ¿Te han llegado noticias sobre el naufragio de mi matrimonio?
Abraham Ebdus pronunció las palabras que hasta entonces había callado y miró a su antiguo profesor a los ojos, deseoso de sorprenderlo y acallarlo. De hecho, solo había conseguido asombrarse a sí mismo. Perry Kandel ni siquiera se detuvo a coger aire.
– Existe un problema que nadie ha solucionado. Un pintor deja un rastro de matrimonios rotos si, para empezar, tiene la suerte de acostarse con alguien, pero, pero, pero… en esencia continúa cubriendo lienzos de cola y pigmento. Así es como se gana el derecho a seguir rompiéndolos.
Abraham no iba a rebajarse a mencionar hijos ni hipotecas.
– Si me llamaste por teléfono solo para que viniera a recibir lecciones…
– Mira, es un trabajo. Tú decides si está hecho para ti. Implicaría la aplicación de pintura mediante un pincel, pero solo con fines totalmente carentes de gusto y absolutamente censurables, de modo que relájate. No debería comprometer la renuncia a tu talento.
– Agradezco la preocupación.
– De nada. Un editor que conozco, un tipo listo ante el que con frecuencia pierdo dinero en el póquer, me preguntó si conocía pintores jóvenes con aptitudes tanto figurativas como abstractas y con cierto sentido del color. Le contesté que por supuesto, que a un par. Edita una colección de ciencia ficción de bolsillo que quiere comercializar con la vista puesta en los adultos, para variar, en el mundillo universitario. A saber qué se imagina que es eso. De modo que busca a alguien de fuera del circuito de pintores comerciales habitual. Alguien «de más calidad», en palabras suyas. Personalmente, cada vez que oigo algo así me echo a temblar. No me gustaría que me aplicaran el comentario.
Pese a la certeza de que pronto retomaría su arenga galáctica, Perry Kandel se tomó un respiro para saborear su última floritura retórica como si chupara un puro invisible. Luego, fijado el precio -Abraham Ebdus era más consciente que nunca de que todo tiene un precio-, su antiguo profesor garabateó un nombre y un número de teléfono en el duplicado rosa del formulario de evaluación de un estudiante y lo empujó por encima de la mesa.
La capucha forrada de borreguito de la parka atada alrededor del cuello, la visión en túnel reducida todavía más por la cabeza gacha, el campo abarcable por la vista del chico se limita a los dedos de los pies enfundados en zapatillas Converse atacando alternativamente una ventana oval que enmarca ráfagas cambiantes de pavimento. De esta guisa recorre la avenida Atlantic en dirección a Flatbush y la Cuarta, con las manos metidas en los bolsillos, aprovechando que el invierno ofrece una cobertura mínima, una oportunidad para enmascarar manos, cara, toda su blancura. Al cruzar la Cuarta se ve obligado a levantar el visor de borreguito y mirar a derecha e izquierda en busca del momento adecuado para atravesar los carriles cargados de tráfico y alcanzar el quiosco de la isla peatonal triangular. Visto a través de los parabrisas de los coches humeantes del semáforo de la Cuarta o por las ventanas polvorientas de la taberna Doray o la casa de empeños Triangle, el chico podría recordar a un topo o a una rata bípedos, con la capucha gris colocada de modo que parece una nariz puntiaguda, inquisitiva, que husmea el peligro en el aire.
El topo corretea ahora por la intersección hacia el refugio que ofrece el quiosco. Una vez allí, alza la vista otra vez, gira la nariz ansiosamente en un círculo completo, quizá con la sospecha de que le hayan seguido. Por último, satisfecho, el topo se acuclilla bajo la mirada indiferente del propietario del quiosco, un árabe barbudo que se calienta las manos con una estufa portátil apretujada a sus pies en el estrecho cubículo formado por People , Diario , The Amsterdam News . El topo se arrodilla, se recoge la pernera del pantalón dejando a la luz las arrugas del calcetín a rayas naranjas. Pegado al húmedo tobillo lleva un billete de un dólar y tres monedas de veinticinco centavos. Es martes. El chicotopo empuja el dólar y una moneda sobre el suave mostrador de madera del quiosco, luego, con delicadeza, extrae de los estantes metálicos los cómics recién llegados. Un ejemplar de Los Vengadores n.º 138 y uno de Héroes de la Marvel n.º 43, con la participación de Spiderman y el Doctor Muerte, y tres ejemplares de la nueva serie Omega el Desconocido , un objeto de coleccionista desde su misma publicación según lo prometido durante meses en las columnas de los boletines de la Marvel aparecidos en otros títulos. El propietario echa un vistazo, da su consentimiento con un gesto de la cabeza. Durante un peligroso instante la parka del chico-topo se abre para que deslice los cómics con sumo cuidado bajo la cinturilla del pantalón. El chico-topo se abrocha el abrigo, relaja los brazos, comprueba que puede andar con naturalidad, que la presencia de los cómics pasa desapercibida pero también que los preciados primeros números no se arrugan. Cambia ahora las dos monedas restantes al bolsillo del abrigo. Viajarán con él, atrapadas en un puño cerrado y sudoroso, para ser ofrecidas a la primera oportunidad, a la menor confrontación. Dinero para atracos. Hay que ser idiota para andar por esas calles con los bolsillos pelados, buscándote problemas.
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