Esta criatura compuesta de puro miedo va andando como un pato hacia casa, a pasitos para que no se le resbalen los cómics.
Una vez en casa el chico-topo se deshace de la cubierta protectora. En el último momento decide dejar a un lado Los Vengadores y Héroes de la Marvel . Dos ejemplares de Omega el Desconocido permanecen sobriamente envueltos en plástico, cuyo cierre asegura con unos golpecitos, y luego traslada las bolsas selladas a un estante alto, las archiva. El último ejemplar es para leer.
¿El tan anunciado Omega? Pues resulta ser un superhéroe mudo procedente de otro planeta, una especie -siempre que se admitan comparaciones- de fusión entre Superman y el Rayo Negro. Es un cómic raro, peor que insatisfactorio. Resulta que Omega no es el protagonista del asunto. La mayor parte de las páginas las cede a otro personaje, un chaval de doce años con una inexplicable conexión psíquica con Omega, un huérfano maltratado que estudia en un instituto público en la Cocina del Infierno.
Oye, quizá hasta los genios de Marvel Comics sabían que estabas pasando un infierno. Daba igual, no servía de nada, porque en realidad no podías admitirlo. No existía ninguna conexión entre el pobre niño indefenso de Omega el Desconocido y tu persona, al menos ninguna que pudieras permitirte considerar.
¿El niño ese? Sencillamente no sabía cómo espabilarse en la calle.
Sexto curso. El año de la llave, el año del yugo, de las mejillas acaloradas de Dylan estrujadas entre el codo de uno u otro chico negro, de la cartera resbalando hacia una alcantarilla y los bolsillos cacheados rápida y fácilmente en busca del dinero del almuerzo o el pase del autobús. En la calle Hoyt, en Bergen, en Wyckoff si eras lo bastante estúpido como para pasearte por Wyckoff. Incluso en la calle Dean, a una manzana de casa, ante la mirada indiferente de las casas de ladrillo, a la sombra del implacable hospital bullicioso. Adultos, profesores, resultaban tan remotos como Manhattan desde Brooklyn, torres de ciega indiferencia. En cuanto a Dylan, era un micrófono oculto colocado en una cuadrícula de pizarra, un peatón blanco.
– Estrangúlalo, tío -decían para animarse. Dylan era el objeto, la ocasión, daba igual a quién se lo chillaran-. Estrangula al paliducho. Venga, negro.
A veces le hacían una llave baja, obligándole a doblarse y acurrucarse contra la cadera de alguien para rodar después como una peonza humana cuando por fin lo soltaban, con las piernas retorcidas cruzadas por los tobillos. O lo atacaban por detrás y cuando soltaban la llave nunca sabía cuál de los tres o cuatro chicos del corrillo había sido, cuál de los testigos de mirada severa que cabeceaban pensando en que había que tener muy mala suerte para ser blanco. Era rutina, unas risas. Las llaves empezaron de manera espontánea, una gracia para asustarlo, una broma.
Lo despedían como si lo echaran de un episodio de teatro callejero ligero. «Nadie te ha hecho daño, tío. No iba en serio. Ya sabes que es broma.» Se iban, le dejaban tambaleándose, hiperventilado, mientras chocaban los cinco, más como espectadores sorprendidos que como autores de la hazaña. Si Dylan se atragantaba o lloriqueaba se quedaban perplejos y algo decepcionados por la facilidad para la histeria del chico blanco. Dylan no lo entendía, no se había aprendido su papel. En tales ocasiones recogían los libros o el sombrero de Dylan y se los devolvían con fuerza, recomponiéndolo. Las llaves escondían cierto afecto. Verdugo y víctima habían forjado un curioso pacto.
Prometías regularmente a tus enemigos que no hablarías de lo que hacíais juntos.
Dylan vertía saliva, lágrimas. Un día frío, vertió un reguero de mocos. Una vez, pis. Se mordía la lengua y saboreaba la fuga de líquidos, se tragaba el sabor amargo de la humillación. Ellos hacían muecas, ponían los ojos en blanco. Dylan no tenía arreglo, era una vergüenza. Trataban de no verlo.
– Jo, este chaval se desangra con solo tocarlo.
– No, tío, está bien. Déjalo en paz, tío.
– No dirás nada, ¿verdad? Porque solo pasábamos por aquí. No te hemos hecho nada, tío.
Él asentía, se controlaba, no abría la boca. Esperaba que le felicitaran por reprimir un mar de lágrimas, por mantener el silencio.
– ¿Lo ves? No estás mal para ser blanco. Y ahora, largo.
Se llamaba «blanco». Se había acostumbrado, había cruzado una frontera, se había hecho visible. Brillaba como el dinero gratis. El precio de su nombre equivalía a la cantidad que en ese momento llevara en los bolsillos, cincuenta centavos o un dólar.
– Blanco, tengo que hablar contigo un minuto. -La cabeza ladeada, demasiada pereza para sacar las manos del bolsillo y llamarlo. Un negro, dos, tres. Tal vez casi una pandilla, no sabías quién iba con quién. Los ojos en blanco, risas. El espectáculo era una cita de sí mismo, algo aburrido, casi una humillación obligada.
Si no les hacías caso e intentabas seguir tu camino:
– ¡Eh, blanco! Que te estoy hablando, tío. ¿Qué pasa? ¿Estás sordo?
No. Sí.
– ¿Es que no te gusto, tío?
Indefenso.
En resumen: Dylan cruzaba la calle para que le vaciaran los bolsillos. De todos modos, el resultado estaba bastante claro. Cruzaba magnetizado por la desgracia, bajo el influjo de la llave implícita, de modo que nadie se viera forzado a decir: «¿Ves? Ahora voy a tener que darte una buena, tío, total porque no escuchas». Era un baile, cuyos pasos eran los estrangulamientos sucesivos. «Llámame blanco y te entregaré un dólar espontáneamente, ahora se me da muy bien.»
– Ven un momento, tío, no voy a hacerte daño. ¿De qué tienes miedo? Jo, tío. ¿Es que piensas que te voy a hacer daño?
No. Sí.
Todo seguía una lógica demente, salvo en tanto que polirritmia de miedo y tranquilidad, en tanto que juego de seducción.
– ¿De qué tienes miedo? ¿No serás racista, tío?
¿Yo?
Te estrangulamos porque piensas que podemos hacerlo: llegas con ojos de pre-estrangulado.
«Tu miedo convierte en un deber que te demostremos que tienes razón.»
Lo acorralaban en las esquinas de la calle, lo paraban en cualquier sitio. Un par de chicos formaron una jaula humana, una caja de desastres esperando en la soleada acera inocente, como si Dylan se hubiera metido en la legendaria nevera abandonada.
Dos voces crearon una música paradójica, incontestable. Cada una de ellas actuaba para la otra, no para Dylan. El placer nacía del contrapunto, no había lugar para una tercera voz.
– ¿Qué buscas? Nadie te va a ayudar, tío.
– No, tío, tranqui. El blanco este mola, se enrolla. No te metas con él.
– Entonces, ¿por qué coño me mira así? Eh, tío, ¿no serás un cabrón racista? Voy a tener que darte de hostias solo por eso.
– Que no, tío, cállate, que el chaval mola. ¿A que molas, tío? Oye, no me prestarías un dólar, ¿verdad?
La esencia, la pregunta del centro del rompecabezas preguntada un millón de veces de un millón de maneras:
– ¿Qué estás mirando?
– ¿Qué coño miras, tío?
– Que no me mires, blanco. Te voy a dar, cabrón.
Al fin llegaba aquello para lo que Robert Woolfolk le había preparado. Robert Woolfolk le había concedido el regalo de su propia vergüenza, el silencio de su madre, para que lo usara a diario. Cada encuentro llevaba la rúbrica de Robert: dolor de refilón y lógica desviada, interrogatorios que no llevaban a ninguna parte. La confirmación rutinaria de que en realidad no había pasado nada. Y la piel blanca, culpable, de Dylan excusándolo todo, cubriéndolo todo.
¿ Qué
coño
estoy
mirando ?
Si el chico-topo hubiera levantado alguna vez la vista del suelo habría sido para buscar a algún adulto o quizá a un chico mayor conocido, a alguien que lo liberara. Mingus Rude, por ejemplo; tampoco tenía claro que quisiera que Mingus lo viera en tales condiciones, acobardado ante la perspectiva de una llave, blanco y con la cara roja de odio. «Oye, que no soy racista, ¡mi mejor amigo es negro!» Impensable decir algo así. Nadie había dicho nunca quién era mejor amigo de quién. Era probable que Mingus Rude tuviera un millón de mejores amigos, chicos de séptimo, negros, blancos, quién lo sabía. Y el chicotopo tenía tantas posibilidades de poder pronunciar «negro» en voz alta como de gritar: «¡Te estoy mirando A TI, cacho cabrón!». De todos modos, Mingus Rude no frecuentaba esos sitios. Los chicos de séptimo y octavo estudiaban en el edificio principal de la calle Court, mientras que Dylan estaba solo en el anexo, a una manzana y un millón de años, a un millón de pasos aterrados, a un niño de un millón de dólares de distancia.
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