Sus colegas asintieron, expresando el acuerdo con su opinión.
Una vez terminada la asamblea, Becky explicó su plan con todo detalle a Charlie, e incluso le hizo acudir a Sotheby's una mañana con la orden de pujar por tres piezas de plata holandesa. Obedeció las instrucciones de su mujer, pero terminó adquiriendo un bote de mostaza de Georgia por el que no sentía el menor interés.
– Es la mejor manera de aprender -le aseguró a Becky-. Agradece que no pujaras por un Rembrandt.
Aquella noche, durante la cena, continuó explicando a Charlie las sutilezas de las subastas, con mayor detalle que durante la asamblea. Aprendió que se hacían diferentes señas al subastador, para seguir pujando sin que los demás lo supieran, pero también formas de descubrir quién pujaba contra ti.
– Pero ¿no va la señora Trentham para competir contigo? -preguntó Charlie-. Al fin y al cabo, seréis las únicas dos que aguantéis hasta el final -dijo, pasándole a su mujer una rebanada de pan.
– No, si habéis conseguido sacarla de sus casillas antes de que yo entre en liza.
– Pero la junta accedió a que tú…
– Entonces, se me permitirá que puje por encima de las cinco mil libras.
– Pero…
– Nada de peros, Charlie -sirviendo a su marido otra ración de estofado irlandés-. La mañana de la subasta te quiero listo, vestido con tu mejor traje y sentado en la séptima fila, junto al pasillo, con aspecto de extrema complacencia. Después, procederás a pujar de forma ostentosa por encima de las tres mil libras. Cuando la señora Trentham supere tu oferta, cosa que hará sin duda alguna, te pondrás de pie y saldrás de la sala, con cara de decepción, mientras yo sigo pujando en tu ausencia.
– No está mal -dijo Charlie, cortando una patata por la mitad-, pero la señora Trentham adivinará tus intenciones.
– Ni hablar, porque estableceré un código de señales con el subastador que será incapaz de descifrar.
– Pero ¿entenderé yo lo que hagas? -Charlie se levantó y empezó a quitar los platos de la mesa.
– Oh, sí, porque sabrás exactamente lo que hago cuando utilice el truco de las gafas.
– ¿El truco de las gafas? Pero si ni siquiera llevas gafas.
– Las llevaré el día de la subasta, y mientras las lleve sabrás que continúo pujando. Si me las quito, es que he terminado de pujar. Así, cuando salgas de la sala, el subastador sólo se fijará en que yo sigo llevando las gafas puestas. La señora Trentham pensará que has abandonado, y permitirá alegremente que otra persona siga pujando, siempre que crea que no te representa.
– Eres fantástica, señora Trumper -dijo Charlie, sirviéndole café-, pero ¿qué pasará si te ve charlando con el subastador, o peor aún, descubre tu código antes de que el señor Fothergill empiece la subasta?
– No podrá. Acordaré el código con Fothergill pocos minutos antes de que empiece la subasta. En cualquier caso, será en este momento cuando hagas tu gran entrada, momentos después de que los demás miembros de la junta tomen /asiento detrás de la señora Trentham. Con un poco de suerte, estará tan distraída por todo lo que ocurre a su alrededor que ni siquiera reparará en mí.
– Me he casado con una chica muy inteligente.
– No decías lo mismo cuando íbamos a la escuela elemental de la calle Jubilee.
La mañana de la subasta, Charlie admitió durante el desayuno que estaba muy nervioso, a pesar de la calma aparente de Becky, sobre todo después de que Joan informó a su señora que el segundo criado había oído de labios de la cocinera que la señora Trentham se había puesto un límite de cuatro mil libras para pujar.
– Me pregunto… -empezó Charlie.
– ¿Si lo dijo a propósito? Es posible. Al fin y al cabo, es tan astuta como tú. Mientras nos ciñamos al plan acordado… Y recuerda que todo el mundo, incluida la señora Trentham, tiene un límite… Todavía podemos derrotarla.
Estaba previsto que la subasta diera comienzo a las diez en punto. La señora Trentham entró en la sala veinte minutos antes y se contoneó pasillo adelante. Se sentó en el centro de la tercera fila. Colocó su bolso en una silla y sus papeles en la otra para asegurarse de que nadie se sentaría a su lado. El coronel y sus dos socios entraron en la sala semillena a las 9.50 y, siguiendo las instrucciones, ocuparon los asientos situados detrás de su adversario. La señora Trentham no aparentó el menor interés por su presencia. Charlie hizo aparición cinco minutos después. Avanzó por el pasillo central, saludó con el sombrero a una dama que reconoció, estrechó la mano de una clienta habitual y se sentó en el extremo de la séptima fila. Habló en voz alta con su vecino sobre la gira del equipo inglés de cricket por Australia, mientras el minutero del reloj de péndulo se acercaba lentamente a la hora señalada.
Aunque la sala no era mucho más grande que la sala de estar de Daphne, habían conseguido apretujar cien sillas de diferentes formas y tamaños. Las paredes estaban cubiertas de un tapete verde descolorido que exhibía marcas de ganchos, en los puntos donde habían colgado cuadros en el pasado. La alfombra estaba tan raída que Charlie distinguió por los huecos las tablas del suelo. Presintió que dotar al número 1 de la pulcritud que distinguía a las tiendas Trumper le iba a costar mucho más de lo que imaginaba.
Paseó la vista a su alrededor y calculó que habría unas setenta personas en la sala; se preguntó cuántas habían venido sin intención de pujar, sólo por el placer de presenciar el enfrentamiento entre los Trumper y la señora Trentham.
Syd Wrexall, como representante de la Asociación de Tiendas, se hallaba ya en la primera fila, los brazos cruzados y una expresión de serenidad forzada en el rostro. Su amplio volumen ocupaba casi dos sillas. Charlie sospechó que no aguantaría más allá de la segunda o tercera puja. No tardó en localizar a la señora Trentham, sentada en la tercera fila, y con la vista clavada en el reloj de péndulo.
A falta de dos minutos para el comienzo, Becky entró en el número 1. Charlie estaba ansioso por seguir sus instrucciones al pie de la letra. Se levantó de su silla y avanzó con determinación hacia la salida. Esta vez, la señora Trentham se volvió para observar los movimientos de Charlie. Éste, con semblante inocente, recogió otro contrato de compra y venta en la parte posterior de la sala, volvió a su asiento con parsimonia y se detuvo para charlar con otro tendero que, evidentemente, se había tomado una hora libre para presenciar la subasta.
Cuando Charlie volvió a su sitio no miró a su mujer, que estaba sentada algo más atrás. Tampoco miró a la señora Trentham, aunque su instinto le advirtió de que tenía los ojos clavados en él.
El reloj dio las diez. El señor Fothergill, un hombre alto y delgado que llevaba impecablemente peinadas sus guedejas plateadas, subió los cuatro peldaños que conducían a su palco circular de madera. Charlie pensó que tenía un aspecto impresionante. Se acomodó, apoyó una mano en el borde del palco y sonrió al público apiñado.
– Buenos días, damas y caballeros -saludó, cogiendo su mazo.
El silencio descendió sobre la sala. El señor Fothergill se acarició la corbata de lazo antes de proseguir.
– Vamos a proceder a la venta de la propiedad conocida como Chelsea Terrace, número 1, sus instalaciones, accesorios y contenido, que han estado abiertos al público en general durante las dos últimas semanas. A quien puje más alto se le exigirá un depósito del diez por ciento, apenas concluida la subasta, para completar la transacción en un plazo máximo de noventa días. Así rezan los términos de sus contratos de compra y venta, y lo repito únicamente para que no surjan malos entendidos a posteriori.
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