Petrificado, vio acercarse al supuesto vagabundo, hasta que el hombre se detuvo de repente a unos pasos de distancia. Los dos hombres se miraron fijamente durante unos segundos. Tanto caballero como vagabundo exhibían un afeitado impecable. El reconocimiento dio paso a la incredulidad.
Charlie se negó a creer que aquella figura desaliñada y de cabello alborotado, ataviada con un gabán viejo y un sombrero raído, fuera el mismo hombre que había visto por primera vez en la estación de Edimburgo seis años antes.
El detalle de aquel momento que Charlie jamás olvidaría serían los tres círculos que se destacaban en las hombreras de Trentham, la señal de los galones de capitán arrancados recientemente.
Trentham bajó la vista hacia el cuadro durante un segundo, y luego, de improviso, se abalanzó sobre Charlie y le arrebató el grabado. Se volvió y empezó a correr en dirección contraria. Charlie se lanzó al instante en su persecución y no tardó en ganar terreno a Trentham, estorbado por su grueso gabán y el peso del cuadro.
Charlie estaba a punto de agarrar a Trentham por la cintura, cuando oyó el grito. Vaciló un momento al pensar que provenía de su casa. Cambió de dirección y corrió hacia los peldaños de su casa, sabiendo que le concedía a Trentham la ocasión de huir. Entró como una exhalación en la sala de estar y encontró a la cocinera y a la niñera inclinadas sobre Becky. Estaba tendida en el sofá y chillaba de dolor.
Los ojos de Becky se iluminaron al ver a Charlie.
– Voy a tener el niño -fue todo cuanto dijo.
– Cójala con suavidad y ayúdeme a transportarla hacia el coche -dijo Charlie a la cocinera.
Sacaron a Becky de la casa, mientras la niñera corría a abrir la puerta del coche para que la acomodaran en el asiento posterior. Charlie miró a su esposa. Estaba pálida y tenía los ojos vidriosos. Pareció perder la conciencia después de cerrar la puerta del coche.
Charlie se sentó al volante y gritó a la cocinera, que estaba girando la manivela para poner el motor en marcha.
– Llame a mi hermana y dígale que vamos para allá. Que esté preparada para cualquier emergencia.
El motor se encendió y la cocinera saltó a un lado para no ser atropellada. Charlie aceleró y trató de evitar a peatones, bicicletas, tranvías, caballos y otros vehículos, camino del hospital.
Se volvía incesantemente para mirar a su esposa, dudando de que siguiera con vida.
– ¡Quiero que los dos vivan! -gritó, con toda la fuerza de sus pulmones.
Bajó por el Embankment a toda velocidad, chillando a la gente que cruzaba la calle y que desconocía su apuro. Al atravesar el puente de Southwark oyó gemir a Becky por primera vez.
– Pronto llegaremos, querida -prometió-. Resiste un poco más.
Tras salir del puente se desvió por la primera calle a la izquierda y mantuvo la velocidad hasta divisar las enormes puertas de hierro del hospital. Cuando dio la vuelta al macizo de flores circular vio que Grace y dos hombres vestidos con batas blancas largas esperaban, con una camilla al lado. Charlie frenó el coche a pocos centímetros del grupo.
Los dos hombres alzaron a Becky y la depositaron en la camilla. Después, subieron corriendo los escalones y entraron en el hospital. Charlie les siguió. Grace corría a su lado, explicándole que el señor Armitage, el ginecólogo jefe del hospital, ya había dispuesto un quirófano en la primera planta.
Becky se encontraba en el interior del quirófano cuando Charlie llegó a la puerta. Le dejaron solo en el pasillo. Se puso a pasear arriba y abajo, indiferente a los empleados que se dirigían a su trabajo.
Grace salió pocos minutos después y le aseguró que el señor Armitage lo tenía todo bajo control, y que Becky no podía estar en mejores manos. El bebé nacería de un momento a otro. Apretó la mano de su hermano y volvió al quirófano. Charlie siguió paseando, pensando únicamente en su mujer y en su primer hijo. La visión de Trentham se había hecho borrosa. Rezó para que Daniel tuviera un hermano, que tal vez un día tomaría las riendas de «Trumper's». Rezó a Dios para que Becky no padeciera mucho durante el parto. Paseó arriba y abajo de aquel largo pasillo de paredes verdes, y hasta pensó en algunos nombres: George, Charlie…, Tommy.
Pasó otra hora antes de que un hombre alto y corpulento saliera del quirófano, seguido de Grace. Charlie se volvió para escrutar su rostro, pero como una bata blanca cubría al médico de pies a cabeza no consiguió adivinar el resultado de la operación. El señor Armitage se quitó la máscara: la expresión de su rostro contestó a la silenciosa plegaria de Charlie.
– Conseguí salvar la vida de su esposa -dijo el médico-, pero no pude hacer nada por el niño, señor Trumper. Lo siento mucho.
Becky no salió de su habitación hasta pasados varios días de la operación.
Charlie averiguó después, por mediación de Grace, que aún tardaría varias semanas en recobrarse por completo, pese a los esfuerzos del doctor Armitage, sobre todo al saber que nunca más podría tener hijos sin poner en peligro su vida.
Iba a verla cada mañana y cada noche, pero pasaron quince días antes de que pudiera contarle a Charlie que Trentham había entrado en su casa por la fuerza y amenazado con matarla si no le decía dónde estaba el cuadro.
– ¿Por qué? No lo entiendo -dijo Charlie.
– ¿Ha aparecido el cuadro?
– Ni rastro, hasta el momento -contestó Charlie, justo cuando Daphne entraba con una enorme cesta llena de provisiones.
Besó a Becky en la mejilla y confirmó que había comprado la fruta en «Trumper's» aquella mañana. Becky forzó una sonrisa mientras mordisqueaba un melocotón. Daphne se sentó en el extremo de la cama y les puso al corriente de las últimas noticias.
Les informó de que, a raíz de una visita a los Trentham, había averiguado que Guy se hallaba en Australia, y su madre afirmaba que no había puesto el pie en Inglaterra, sino que había viajado directamente a Sidney desde la India.
– Vía Gilston Road -comentó Charlie.
– La policía no piensa así -dijo Daphne-, Están convencidos de que abandonó Inglaterra en 1920 y no hay pruebas de que haya regresado.
– Bien, nosotros no vamos a allanarles el camino -dijo Charlie, cogiendo la mano de Becky.
– ¿Por qué no? -preguntó Daphne.
– Porque considero que Australia está lo bastante lejos para dejar en paz a Trentham; no ganaremos nada persiguiéndole. Si los australianos le dan la cuerda suficiente, terminará colgándose él mismo.
– ¿Y por qué Australia? -se interesó Becky.
– La señora Trentham va diciendo a todo el mundo que le ofrecieron entrar como socio en una empresa dedicada a la venta de ganado. Una oferta difícil de rechazar, aun a costa de renunciar a su carrera militar. El vicario es la única persona que se ha creído la historia.
Sin embargo, Daphne tampoco tenía respuesta a la pregunta de por qué Trentham había robado el óleo.
El coronel y Elizabeth visitaron a Becky en diversas ocasiones, pero como no mencionó en ningún momento su carta de dimisión,
Charlie sacó a colación el tema.
Seis semanas después, Charlie y Becky regresaron a casa, sin abusar de la velocidad, pues el señor Armitage le había recomendado un mes de reposo antes de volver a trabajar. Charlie prometió al médico que su esposa no haría nada hasta que se sintiera plenamente recobrada.
La mañana en que Becky regresó a casa, Charlie la dejó acostada y se dirigió a Chelsea Terrace, directamente a la joyería que había adquirido durante la ausencia de su mujer.
Ya en la tienda, dedicó un tiempo considerable a elegir un collar de perlas cultivadas, un brazalete de oro y un reloj Victoriano de señora. Después, ordenó que fueran enviados a Grace, a la jefa de enfermeras y a la enfermera que había atendido a Becky durante su estancia en el hospital. Se detuvo a continuación en la verdulería, donde pidió a Bob que preparara una cesta con la fruta más selecta. También escogió una botella de vino de calidad en el 101 para acompañarla.
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