Jeffrey Archer - Como los cuervos

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No le fue fácil a Charlie alcanzar el objetivo de amasar una fortuna; sin embargo algo había en él que le hacía un predestinado al triunfo y, como apreciará el lector, este algo tiene mucho que ver con su capacidad de trabajo, astucia, coraje, ganas de aprender y un maravilloso abuelo -el de más fino olfato para la venta- que le guió con su ejemplo en sus primeros tiempos.
Desde las primeras páginas la historia se convierte en una trepidante aventura sobre el mundo de los negocios, en una ascensión ilusionada desde la humilde situación de vendedor de verduras callejero hasta la realización de un gran proyecto empresarial: es la historia de un tendero que metido a negociante termina creando una importante red de establecimientos comerciales mientras van desfilando los grandes acontecimientos de este siglo.

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Mi euforia (otra palabra Harcourt-Browne) por la decisión del coronel duró unas veinticuatro horas. Entonces, Daphne me dijo que Becky estaba embarazada. Mi primera reacción fue desear haber matado a Trentham en el frente occidental, en lugar de contribuir a salvar la vida de aquel hijo de puta. Sin embargo, supuse que volvería cuanto antes de la India para casarse con Becky antes de que el crío naciera. Detestaba la idea de que volviera a entremeterse en nuestras vidas, pero era la única medida que un caballero podía tomar. Pocos días después, Becky admitió que iba a tener un hijo.

Fue por esta época cuando Daphne explicó que si esperábamos sacar dinero a los bancos necesitábamos definitivamente un testaferro. El sexo de Becky militaba (otra palabreja de Daphne) contra ella, si bien fue lo bastante cortés para no mencionar que mi acento «militaba» contra mí.

Becky informó a Daphne, al volver a casa del baile, que había elegido al coronel como hombre idóneo para representarnos cuando fuera a solicitar, con la gorra en la mano, préstamos a uno de los bancos. Yo no era optimista, pero Becky insistió, después de conversar con la esposa del coronel, que deberíamos ir a verle y exponerle nuestro caso, como mínimo.

Obedecí y, para mi sorpresa, recibimos una carta diez días después, comunicándonos que era nuestro hombre.

Desde aquel momento, mi interés se centró en averiguar cuanto antes las intenciones de Trentham. Me quedé horrorizado al descubrir que Becky no había escrito al tipo para darle la noticia, aunque estaba embarazada de casi cuatro meses. La obligué a jurar que enviaría una carta aquella misma noche, pero se negó a amenazarle con arruinar su carrera. Daphne me aseguró al día siguiente que había visto, desde la ventana de la cocina, cómo Becky echaba la carta al correo. Quedé con el coronel, y le informé sobre el estado de Becky antes de que todo el mundo se enterara.

– Déjame a mí a Trentham -dijo en tono misterioso.

Seis semanas después, Becky me dijo que continuaba sin tener noticias de Trentham, y presentí por primera vez que sus sentimientos hacia el sujeto empezaban a desfallecer.

– Bien -le dije-. Es posible que nunca volvamos a oír hablar de Guy Trentham.

Llegué a pedirle que se casara conmigo, pero no se tomó mi propuesta muy en serio, aunque nunca había sido más sincero en toda mi vida. Me pasé la noche en vela, preguntándome cómo iba a hacerla comprender que yo era digno de ella.

A medida que pasaban las semanas, Daphne y yo la cuidábamos cada vez más, pues empezaba a parecerse a una ballena varada. Continuaba sin recibir noticias de la India, pero Becky dejó de mencionar el nombre de Trentham mucho antes de que el niño naciera.

La primera vez que vi a Becky sosteniendo a Daniel en sus brazos, quise ser su padre, y me sentí lleno de dicha cuando ella me preguntó si todavía la amaba.

Si todavía la amaba.

Nos casamos una semana después. El coronel, Bob Makins y Daphne accedieron a ser los padrinos. Percy y Daphne se casaron el verano siguiente, pero no en la oficina del registro de Chelsea, sino en la iglesia de Santa Margarita, en Westminster. Aceché la presencia de la señora Trentham para ver cuál era su aspecto, pero luego recordé que no la habían invitado.

Daniel creció como la maleza. Una de las primeras palabras que repetía sin cesar fue «papá», lo cual me emocionó sobremanera. A pesar de ello, me pregunté cuánto tiempo pasaría antes de que tuviéramos que sentarnos y contar al niño la verdad. «Bastardo» es una mancha demasiado fuerte para que un niño inocente deba soportarla hasta el fin de sus días.

– De momento, no tenemos por qué preocuparnos -insistía Becky, pero no por ello dejaba yo de temer el resultado final, si guardábamos silencio sobre el tema demasiado tiempo. Al fin y al cabo, casi toda la gente de Chelsea Terrace sabía la verdad.

Sal escribió para felicitarme, informándome de paso de que había dejado de tener niños. Dos chicas (Maureen y Babs) y dos chicos (David y Rex) le parecían suficientes, hasta para una buena católica. Su marido había sido ascendido de representante de la sección de ventas de E. P. Taylor, así que todo les iba bastante bien. Jamás mencionaba Inglaterra en sus cartas, o algún deseo de volver al país que la vio nacer. Como sus únicos recuerdos auténticos del hogar debían limitarse a dormir tres en una cama, un padre borracho y una constante escasez de comida, no la culpaba.

Proseguía riñéndome por permitir que Grace escribiera más cartas que yo. No podía aducir la excusa del trabajo, añadía, porque ser enfermera de pabellón en un hospital clínico de Londres robaba a Grace casi todo su tiempo. Becky también me amonestó, así que durante los siguientes meses me esforcé un poco más.

Kitty visitaba periódicamente Chelsea Terrace, pero sólo con el propósito de sacarme más dinero; sus exigencias aumentaban a cada ocasión. Siempre se las componía para no encontrarse con Becky. Las cantidades que obtenía, aunque exorbitantes, siempre eran razonables.

Le supliqué que buscara trabajo, hasta le ofrecí uno, pero se limitó a explicarme que ella y el trabajo estaban reñidos. Nuestras conversaciones no solían exceder de unos contados minutos, pues en cuanto le daba el dinero salía pitando. Comprendí que, a cada tienda que abriera, me resultaría más difícil convencer a Kitty de que sentara la cabeza. Después de mudarnos a nuestra nueva residencia de Gilston Road, la frecuencia de sus visitas aumentó.

A pesar de los esfuerzos de Syd Wrexall por frustrar mi ambición de comprar todas las tiendas disponibles de la avenida (conseguí apoderarme de siete antes de toparme con una oposición real), le había echado el ojo encima a los números 25-99, una manzana de pisos que procuré adquirir sin que Wrexall se enterase. No hace falta mencionar mi deseo de echarle el guante a Chelsea Terrace, 1, pues dada su ubicación en la calle era crucial para mi proyecto a largo plazo de poseer toda la manzana.

Todas las piezas fueron encajando en su sitio a lo largo de 1922, y empecé a tener ganas de que Daphne volviera, para contarle con todo detalle lo que había hecho durante su ausencia.

La semana después de que Daphne regresara a Inglaterra de su prolongada luna de miel, nos invitó a cenar a su nueva casa de Eaton Square. Estaba ansioso por escuchar sus noticias, y también confiaba en que se quedara impresionada al averiguar que ahora poseíamos nueve tiendas, una casa nueva en Gilston Road y que, de un momento a otro, un bloque de pisos engrosaría la cartera Trumper. No obstante, sabía qué pregunta me haría en cuanto pusiera el pie en su casa, así que ya había preparado la respuesta: «Tardaré otros diez años en poseer toda la manzana…, siempre que me puedas inmunizar contra inundaciones, peste o el estallido de una guerra».

Una carta fue introducida en el buzón de Gilston Road, 11, justo antes de que Becky y yo nos dirigiéramos a la cena.

Reconocí al instante la firme letra. La abrí y empecé a leer las palabras del coronel. Cuando terminé la carta no comprendí por qué querría él…

Capítulo 20

Charlie se quedó solo en el vestíbulo y decidió no mencionar la carta del coronel a Becky hasta volver de cenar con Daphne. Becky llevaba tanto tiempo aguardando el acontecimiento que temió amargarle el resto de la velada si se negaba a ir.

– ¿Te encuentras bien, querido? -preguntó Becky al llegar al pie de la escalera-. Estás un poco pálido.

– Estoy bien -contestó Charlie, ocultando nerviosamente la carta en el bolsillo interior-. Vamos o llegaremos tarde, y eso no puede ser. -Miró a su esposa y reparó por primera vez en que llevaba el vestido de baile rosa, curvado por delante-. Estás arrebatadora. Ese vestido hará que Daphne palidezca de envidia.

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