El coronel ordenó otro gin tonic para su invitada y un whisky para él, antes de que Daphne continuara.
– Al llegar a Ashurst el pasado fin de semana, el mayor Trentham me enseñó una carta que Guy había enviado a su madre, explicando los motivos por los que se había visto obligado a presentar su dimisión de los Fusileros. Afirmaba que la culpa era de usted, porque había escrito al coronel Forbes informándole de que él era el responsable de haber dejado embarazada a «ese pendón de Whitechapel». Reproduzco la frase exacta de su carta.
La rabia tiñó de púrpura las mejillas del coronel.
– Mientras tanto, el tiempo ha demostrado que Trentham era el padre del niño. En cualquier caso, ésa es la historia que Trentham va pregonando por todas partes.
– ¿Es que ese hombre carece de moral?
– En efecto, por lo que parece. La carta continuaba insinuando que Charlie Trumper le había comprado a usted para que mantuviera la boca cerrada. «Treinta monedas de plata» era la expresión exacta que utilizaba.
– Merece ser azotado.
– Hasta el mayor Trentham le daría la razón. Sin embargo, la persona que me preocupa más no es usted o Becky, sino Charlie.
– ¿Qué quiere decir?
– Antes de que partiéramos de la India, Trentham advirtió a Percy, cuando estaban solos en el club Overseas, que Charlie lo lamentaría durante el resto de su vida.
– ¿Y por qué le echa las culpas a Charlie?
– Percy le hizo la misma pregunta. La respuesta fue que Trumper le había informado a usted para saldar una vieja cuenta.
– Pero eso no es cierto.
– Percy también se lo dijo, pero no le escuchó.
– En cualquier caso, ¿qué quería decir con lo de «saldar una vieja cuenta»?
– Ni idea; excepto que aquella noche, Guy no paró de hacerme preguntas sobre un cuadro de la Virgen y el Niño.
– ¿No será el que está en la sala de estar de Charlie?
– Sí. Y cuando, por fin, admití que lo había visto, cambió de tema bruscamente.
– Ese hombre se ha vuelto completamente loco.
– Lo mismo me pareció a mí.
– Bien, menos mal que no puede salir de la India; aún tenemos tiempo para pensar en lo que debemos hacer.
– Me temo que no nos queda mucho tiempo -dijo Daphne.
– ¿Por qué?
– El mayor Trentham me dijo que Guy volverá el mes que viene.
Después de almorzar con Daphne, el coronel volvió a Tregunter Road. Seguía encolerizado cuando el mayordomo le abrió la puerta, pero aún no sabía qué debía hacer. El mayordomo le comunicó que un tal señor Sanderson le esperaba en el estudio.
– ¿Sanderson? ¿Qué querrá ahora? -masculló el coronel, antes de entrar en el estudio.
– Buenas tardes, señor presidente -dijo Sanderson, levantándose de la silla del coronel-. Me dijo que le informara en cuanto tuviera noticias sobre los pisos.
– Ah, sí. ¿Ha cerrado el trato?
– No, señor. Hice una oferta de tres mil libras a Savill's, tal como me habían indicado, pero me llamaron una hora después para decirme que la otra parte había ofrecido cuatro mil libras.
– Cuatro mil -repitió el coronel, incrédulo-. Pero ¿quién…?
– Dije que no podíamos igualar esa cantidad, y hasta pregunté con toda discreción quién era el cliente. Me informaron que la identidad de su cliente no era ningún secreto. Pensé que debía comunicárselo de inmediato, señor presidente, porque el nombre de Gerald Trentham carece de significado para mí.
Sentado a solas en aquel banco de Chelsea Terrace, mirando la tienda que llevaba el apellido «Trumper» pintado en el toldo, un millar de preguntas cruzaron su mente. Después, vi a Rebecca Salmon; para ser preciso, pensé que debía ser Becky, por si se había transformado en una hermosa joven. ¿Qué había sido de aquel pecho plano, de aquellas piernas larguiruchas, por no mencionar el rostro martirizado por el acné? Habría dudado, de no ser por aquellos ojos pardos relampagueantes.
Entró sin vacilar en la tienda y habló con el hombre que actuaba como si fuera el director, le vi menear la cabeza; ella se volvió a continuación hacia las dos chicas situadas detrás del mostrador, que reaccionaron de la misma forma. Becky se encogió de hombros, antes de inclinarse sobre la caja, sacar la gaveta y examinar los ingresos del día.
Había observado el comportamiento del director durante una hora, antes de que Becky llegara, y era bastante bueno, para ser justo, aunque ya había echado en falta algunos pequeños detalles que servirían para mejorar las ventas; uno de los más importantes consistía en desplazar el mostrador al otro extremo de la tienda, sacando algunos productos en cajas a la acera, para que los clientes pudieran ver lo que se les ofrecía. «Has de poner a la vista los artículos; no confíes en que la gente se tope con ellos», solía decir mi abuelo. Sin embargo, tuve la paciencia de quedarme en el banco, antes de que los empleados procedieran a vaciar los estantes antes de cerrar la tienda.
Poco después, Becky salió a la calle y miró en ambas direcciones de la calle, como si esperase a alguien. Después, el joven que sostenía un candado y una llave se reunió con ella y movió la cabeza en mi dirección. Becky miró el banco por primera vez.
En cuanto me vio, salté del banco y me dirigí hacia ella. Los dos tardamos un poco en hablar. Yo quería abrazarla, pero terminamos estrechándonos las manos con cierta formalidad.
– ¿Qué ha sido de «Posh Porky»? -pregunté después.
– No encontré a nadie que me proveyera de bollos de crema -me dijo, y luego explicó por qué había vendido la panadería y comprado el número 147 de Chelsea Terrace.
Cuando los empleados se marcharon, me enseñó el piso. No podía dar crédito a mis ojos: un cuarto de baño con váter, una cocina con vajilla y cubertería, una sala de estar con sillas y una mesa, y un dormitorio, aparte de una cama que no tenía aspecto de venirse abajo cuando te tendieras en ella.
Quise abrazarla de nuevo, pero me limité a preguntarle si quería quedarse a cenar, pues necesitaba hacerle montones de preguntas.
– Esta noche no puedo -dijo, mientras yo abría mi maleta y empezaba a sacar las cosas-, porque voy a un concierto con un amigo.
Después de hacer algunos comentarios sobre el cuadro de Tommy sonrió y se marchó. Me quedé solo de nuevo.
Me quité la chaqueta, me subí las mangas, volví a la tienda y cambié las cosas de sitio durante una hora, hasta colocar todo donde quería que estuviera. Cuando terminé de apartar la última caja estaba tan agotado que sólo me detuve para desplomarme sobre la cama y dormirme, completamente vestido. Descorrí las cortinas para asegurarme de que me despertaría a las cuatro.
Me vestí a toda prisa al despertarme, excitado por la idea de volver al mercado, que no veía desde hacía casi dos años. Llegué al Garden pocos minutos antes que Bob Makins. Pronto descubrí que sabía desenvolverse, pero sin tener idea del negocio. Me resigné a pasar unos días descubriendo qué intermediarios recibían productos de los granjeros más fiables, quién tenía los mejores contactos con muelles y puertos, quién ofrecía el precio más sensato a diario y, sobre todo, quién se preocupaba de ti cuando escaseaba el producto. Ninguno de estos problemas parecía preocupar a Bob, pues describía un círculo ininterrumpido y poco exigente por el mercado para obtener sus artículos.
Me enamoré de la tienda desde el momento en que abrimos aquella primera mañana, mi primera mañana. Tardé un poco en acostumbrarme a que Bob y las chicas me llamaran «señor», pero ellos también tardaron casi tanto tiempo en acostumbrarse al nuevo emplazamiento del mostrador y a colocar las cajas en la acera, antes de que los clientes se despertaran. Sin embargo, hasta Becky aceptó que había sido una idea inspirada poner los productos ante las narices de los compradores en potencia, aunque no estaba muy segura de cuál sería la reacción de las autoridades municipales al descubrirlo.
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