– Por otra parte, nos va muy bien que Becky se quede al menos un año más en Sotheby's -indicó Charlie-, porque el señor Sanderson ha puesto de relieve un problema con el que deberemos enfrentarnos en un futuro no muy lejano.
– ¿O sea? -dijo el coronel.
– Sanderson señala en la página nueve de su informe que los números del veinticinco al noventa y nueve, un bloque de treinta y siete pisos en plena Chelsea Terrace, uno de los cuales compartieron Daphne y Becky hasta hace un par de años, se pondrán a la venta dentro de algún tiempo. Los administra una institución de caridad que no está satisfecha con lo que reciben a cambio de su inversión, y Sanderson opina que se van a desembarazar de ellos. Si recordamos nuestro plan a largo plazo, sería prudente comprar el bloque lo antes posible, en lugar de esperar más años, porque deberíamos pagar un precio más alto o, en el peor de los casos, quedarnos sin nada.
– Treinta y siete pisos -dijo el coronel-, ¿Qué precio global calcula Sanderson?
– Cree que rondaría las dos mil libras. Sólo rinden un beneficio de doscientas diez libras al año, y si tenemos en cuenta las reparaciones y el mantenimiento, es posible que ese beneficio se desvanezca. Si la propiedad sale a la venta, y podemos adquirirla, Sanderson también recomienda que fijemos alquileres por un máximo de diez años, y tratemos de llenar las casas vacías con personal de embajadas o visitantes extranjeros, que nunca protestan por tener que marcharse inopinadamente.
– De modo que los beneficios de las tiendas servirían para pagar las casas -dijo Becky.
– Me temo que sí -contestó Charlie-, pero con un poco de suerte sólo ocurriría durante dos años. En cualquier caso, el trato tardará en cerrarse, si los miembros de la junta de caridad se meten por medio.
– De todos modos, una exigencia a nuestros recursos como ésta puede requerir otro almuerzo con Hadlow -dijo el coronel-. En fin, ya veo que, si necesitamos apoderarnos de esas casas, me quedan pocas alternativas. -El coronel hizo una pausa-. Para ser justo con Hadlow, también ha aportado un par de ideas interesantes, merecedoras de nuestra consideración. Por tanto, constituyen el punto siguiente de mi orden del día.
Becky dejó de escribir y levantó la vista.
– Empezaré diciendo que Hadlow está muy satisfecho con las cifras de nuestros dos primeros años, pero abriga la fuerte convicción de que, por razones fiscales, deberíamos dejar de ser una sociedad y fundar una empresa.
– ¿Por qué? -preguntó Charlie-, ¿Qué ventajas nos reportaría?
– Es por la nueva ley de presupuestos que se acaba de presentar en la Cámara de los Comunes -explicó Becky-, El cambio en las leyes fiscales podría redundar en nuestro beneficio, porque en este momento funcionamos como siete negocios diferentes, gravados con los impuestos correspondientes, mientras que si fundiésemos nuestras tiendas en una sola empresa podríamos enfrentar las pérdidas de, digamos, la sastrería y la ferretería a las ganancias del colmado y la carnicería, reduciendo así la carga fiscal. Sería especialmente beneficioso en un mal año.
– Me parece sensato -admitió Charlie-. ¿Por qué no lo hacemos?
– Bueno, no es tan sencillo -dijo el coronel, aplicándose el monóculo al ojo bueno-. Para empezar, si nos convertimos en una empresa, el señor Hadlow aconseja que contratemos directores nuevos para cubrir aquellas áreas en las que tenemos poca o ninguna experiencia profesional.
– ¿Por qué quiere Hadlow que hagamos eso? -preguntó Charlie con aspereza-. Nunca hemos necesitado intrusos en nuestro negocio.
– Porque estamos creciendo con mucha rapidez, Charlie. En el futuro, es posible que necesitemos a gente con la experiencia de la que nosotros carecemos para que nos aconseje. La compra de los inmuebles es un buen ejemplo.
– Para eso tenemos al señor Sanderson.
– Y tal vez sentiría una mayor responsabilidad hacia nuestra causa si estuviera a bordo. -Charlie frunció el ceño-. Entiendo tu postura -continuó el coronel-. Es tu empresa, y crees que no necesitas a extraños que te digan cómo administrar «Trumper's». Bien, aunque fundemos una empresa seguirá siendo tuya, porque todas las acciones irían a tu nombre y al de Becky, y todas las propiedades continuarían bajo vuestro control. Sin embargo, contarías con la ventaja de pedir consejo a directores no ejecutivos.
– Que gastarían nuestro dinero y anularían nuestras decisiones -gruñó Charlie-. No me gusta que ningún extraño me diga lo que he de hacer.
– No tiene por qué ser así -dijo Becky.
– Estoy convencido de que saldrá mal.
– Charlie, tendrías que escucharte a veces. Hablas como un reaccionario.
– Tal vez deberíamos votar -sugirió el coronel, intentando apaciguar los ánimos-, para definirnos todos.
– ¿Votar? ¿Sobre qué? ¿Por qué? La tienda me pertenece a mí.
– A los dos, Charlie -saltó Becky-, y el coronel se ha ganado de sobra el derecho a dar su opinión.
– Lo siento, coronel. No quería decir…
– Lo sé, Charlie, pero Becky tiene razón. Si quieres realizar tus proyectos a largo plazo, necesitarás alguna ayuda exterior. Tú solo no puedes materializar ese sueño.
– Pero sí con intrusos.
– Piensa en ellos como asesores internos -dijo el coronel.
– Bien, ¿qué vamos a votar? -preguntó Charlie, irritado.
– Bien -empezó Becky-, alguien debería presentar una resolución para convertirnos en empresa. Si es aprobada, invitaremos al coronel a ser presidente, y él, a su vez, te nombrará director gerente y a mí secretaria. Creo que deberíamos invitar al señor Sanderson a formar parte de la junta, junto con un representante del banco.
– Veo que has pensado mucho en esto -dijo Charlie.
– Esa era mi parte del trato, si te da la gana refrescar la memoria, señor Trumper -replicó Becky.
– No somos Marshall Fields, ¿sabes?
– No -sonrió el coronel-. Recuerda que fuiste tú, Charlie, quien nos enseñó a pensar así.
– Sabía que al final todo sería culpa mía.
– Bien, presento la resolución de que formemos una empresa -dijo Becky-. ¿Quiénes están a favor?
Becky y el coronel levantaron la mano. Charlie les secundó de mala gana unos segundos después.
– Y ahora, ¿qué? -preguntó.
– Mi segunda propuesta -continuó Becky- es que el coronel sir Danvers Hamilton sea nuestro primer presidente.
Esta vez, la mano de Charlie se alzó con firmeza.
– Gracias -dijo el coronel-. Y mi primera decisión como presidente es nombrar al señor Trumper director gerente, y a la señora Trumper secretaria de la empresa. Y, con vuestro permiso, tantearé al señor Sanderson, y creo que también al señor Hadlow, para pedirles que se unan a nosotros.
– De acuerdo -aprobó Becky, que escribía furiosamente para no dejarse ni una palabra.
– ¿Algún otro tema? -preguntó el coronel.
– Me atrevería a sugerir, señor presidente -dijo Becky, y el coronel no pudo contener una sonrisa-, que fijemos una fecha para nuestra primera asamblea mensual de toda la junta.
– Cualquier día me va bien -indicó Charlie-, pero es seguro que no conseguiremos reunirlos a todos alrededor de esta mesa al mismo tiempo, a menos que proponga celebrar las asambleas a las cuatro y media de la mañana. Al menos, de esta manera averiguaremos si son trabajadores de verdad.
– Bien -rió el coronel-, es un buen método de garantizar que todas tus resoluciones serán aprobadas sin tener que consultarnos, Charlie. Debo advertirte, sin embargo, que con una sola persona no hay quorum.
– ¿Quorum? -preguntó Charlie.
– El número mínimo de personas necesarias para aprobar una resolución -explicó Becky.
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