– Conmigo bastaba hasta hoy -dijo Charlie, en tono añorante.
– También le pasaba eso al señor Marshall antes de encontrarse con el señor Field -señaló el coronel-, así que fijemos nuestra próxima asamblea para el mes que viene, en tal día como hoy.
Becky y Charlie asintieron con la cabeza.
– Bien, si no hay más temas, declaro concluida la asamblea.
– Hay otro -dijo Becky-, pero no creo que esta información deba constar en el acta.
– Tienes la palabra -contestó el presidente, desconcertado.
Becky estrechó la mano de Charlie.
– El epígrafe reza «gastos fortuitos». Sepan que voy a tener otro niño.
Charlie, por una vez, se quedó sin habla, hasta que el coronel preguntó si había alguna botella de champagne a mano.
– Temo que no -dijo Becky-. Charlie no me deja comprar nada en la licorería hasta que seamos dueños de la tienda.
– Muy comprensible -aprobó el coronel-. Bien, en ese caso tendremos que acercarnos a mi casa -añadió, levantándose y cogiendo su paraguas-. Así, Elizabeth podrá celebrarlo con nosotros. Declaro concluida la asamblea.
Salieron a la calle justo cuando el cartero entraba en la tienda. Al ver a Becky le entregó una carta.
– Con tantos sellos sólo puede ser de Daphne -les dijo, mientras abría el sobre y empezaba a leer su contenido.
– Vamos, ¿qué dice? -preguntó Charlie, en el camino hacia Tregunter Road.
– Ha recorrido América y China, y su próximo objetivo es la India -anunció Becky-, También ha engordado tres kilos y ha conocido al señor Calvin Coolidge, sea quien sea.
– El vicepresidente de los Estados Unidos -dijo Charlie.
– ¿De veras? ¡Y todavía confían en volver para agosto! ¿Qué te parece? -Becky levantó la vista y descubrió que sólo el coronel seguía a su lado-, ¿Dónde está Charlie?
Ambos se volvieron y le vieron mirando una pequeña casa que tenía el letrero «En venta» clavado a la pared. Se reunieron con él.
– ¿Qué opinas? -preguntó él, sin apartar los ojos de la casa.
– ¿Qué quiere decir «qué opinas»?
– Sospecho, querida, que Charlie está preguntando tu parecer sobre la casa.
Becky contempló la casa. Tenía tres pisos y estaba cubierta de enredaderas.
– Es maravillosa, absolutamente maravillosa.
– Mejor aún -dijo Charlie-. Es nuestra, ideal para alguien que tiene esposa y tres hijos y es director gerente de un floreciente negocio en Chelsea.
– Pero aún no tengo un segundo hijo, ni mucho menos un tercero.
– Planificaba por anticipado. Tú me lo enseñaste.
– ¿Nos lo podemos permitir?
– No, claro que no, pero estoy seguro de que el valor de la propiedad subirá pronto en esta zona, cuando la gente pueda ir andando a sus grandes almacenes. En cualquier caso, ahora ya es demasiado tarde, porque esta mañana entregué el depósito.
Sacó una mano del bolsillo y enseñó una llave.
– ¿Por qué no me consultaste antes? -preguntó Becky.
– Porque sabía que tu respuesta sería «no nos lo podemos permitir», al igual que hiciste con la segunda, tercera, cuarta, quinta y demás tiendas.
Se dirigió hacia la puerta principal. Becky le seguía a un metro de distancia.
– Pero…
– Me adelantaré para hacer los preparativos -dijo el coronel-. Venid a casa a tomar esa copa de champagne en cuanto hayáis acabado de admirar vuestro nuevo hogar.
El coronel siguió andando por Tregunter Road, haciendo girar el paraguas bajo el sol de la mañana, complacido consigo mismo y con el mundo. Llegó a la hora justa de tomar su primer whisky del día.
Comunicó todas las noticias a Elizabeth, que se mostró mucho más interesada por el bebé y la casa que por el estado actual de las cuentas de la empresa o el nombramiento de presidente recaído en su marido. Tras desempeñar su papel lo mejor posible, el coronel pidió a su criado que pusiera una botella de champagne en un cubo con hielo. Después, fue a su estudio para examinar el correo de la mañana, mientras aguardaba la llegada de los Trumper.
Había tres cartas sin abrir sobre su escritorio: una factura de su sastre (que le recordó las críticas de Becky sobre el tema), una invitación a la carrera de Ashburton, un acontecimiento anual que siempre disfrutaba, a celebrar en Ashburton, y una carta de Daphne. Suponía que se limitaría a repetir las noticias que Becky ya le había comunicado.
El sobre llevaba matasellos de Delhi. Lo abrió, nervioso. Daphne repetía lo mucho que estaba disfrutando su viaje, pero eliminaba cualquier mención a su problema de peso. Seguía diciendo que tenía nuevas e inquietantes noticias sobre Guy Trentham. Por lo visto, mientras se hallaban alojados en Poona, Percy se topó con él una noche en el club de oficiales, vestido de civil. Había adelgazado tanto que casi no le reconoció. Le dijo que se había visto obligado a presentar la renuncia y que sólo había un culpable de su ruina. Un cabo que había sembrado mentiras sobre él en el pasado. Un hombre al que complacía asociarse con delincuentes y que había llegado a robarle. En cuanto volviera a Inglaterra, Trentham tenía la intención de…
El timbre de la puerta sonó.
– ¿Puedes abrir, Danvers? -dijo Elizabeth, inclinándose sobre la balaustrada-. Estoy arriba arreglando las flores.
El coronel se hallaba todavía presa de rabia cuando abrió la puerta y encontró a Charlie y Becky esperando.
– Champagne, coronel -tuvo que decir Becky, al observar su aspecto sorprendido-, ¿O ya se ha olvidado de mi estado físico?
– Ah, sí, lo siento. Estaba distraído. -El coronel hundió la carta de Daphne en el bolsillo de la chaqueta-. El champagne ya debe estar a la temperatura perfecta -añadió, acompañando a sus invitados a la sala de estar.
– Acaban de llegar dos Trumper y medio -ladró a su esposa.
Al coronel siempre le divertía ver a Charlie pasar tanto tiempo corriendo de tienda en tienda, intentando vigilar a todo su personal mientras trataba de concentrar sus energías en cualquier establecimiento que no rindiera beneficios. Fueran cuales fuesen los variados problemas a los que hacía frente, el coronel sabía muy bien que Charlie no podía resistir la tentación de atender en la verdulería, la niña de sus ojos. Sin chaqueta, las mangas subidas y su peor acento de clase baja, Charlie, con el permiso de Bob Makins, fingía una hora al día que volvía a estar en la esquina de la calle Whitechapel Road, vendiendo en el carretón de su abuelo.
– Un cuarto de tomates, unas cuantas judías y el habitual medio kilo de zanahorias, señora Symonds, si no recuerdo mal.
– Muchas gracias, señor Trumper. ¿Cómo está la señora Trumper?
– Mejor que nunca.
– ¿Para cuándo espera el bebé?
– Para dentro de tres meses, según el médico.
– Ya no se le ve mucho por la tienda últimamente.
– Sólo cuando acuden las dientas importantes, cielo. Al fin y al cabo, usted fue una de las primeras.
– Ya lo creo. ¿Ya ha cerrado el trato de los inmuebles, señor Trumper?
Charlie se quedó mirando a la señora Symonds mientras le entregaba el cambio, incapaz de disimular su sorpresa.
– ¿Los inmuebles?
– Sí, señor Trumper, ya sabe: los números del 25 al 99.
– ¿Por qué lo pregunta, señora Symonds?
– Porque no es usted la única persona interesada en ellos.
– ¿Cómo lo sabe?
– Lo sé porque vi al agente de Savill's esperando a un cliente delante del edificio el domingo pasado por la mañana.
Charlie recordó entonces que los Symonds vivían en una casa situada al otro lado de la avenida, enfrente de la entrada principal a los pisos.
– ¿Y lo reconoció?
– No. Vi que se detenía un coche, pero mi marido consideró que su desayuno era más importante que mi curiosidad, y no vi quién salía.
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