El coronel sonrió al saber que el fichaje de uno de sus antiguos oficiales se había saldado con éxito inmediato. Tom Arnold había vuelto a Savile Row nada más terminada la guerra, para descubrir que su antiguo puesto como subdirector de «Gieves y Hawkes» había sido ocupado por alguien desmovilizado unos meses antes que él. Se le intentó contentar con la categoría de empleado superior. No fue así. Cuando el coronel le ofreció la oportunidad de dirigir una tienda en Chelsea, Arnold no la desaprovechó.
– Debo decir -continuó Becky, examinando las cifras-, que la gente parece adoptar una actitud moral muy diferente en lo referente a pagar al sastre de la que aplica en otros ámbitos. Basta echar un vistazo a la columna de morosos.
– Estoy de acuerdo -dijo Charlie-, pero creo que la mejora no se hará notar hasta que el mayor Arnold logre sustituir a tres miembros, como mínimo, de la actual plantilla. No abrigo la esperanza de que alcance beneficios durante los próximos doce meses, aunque confío en que ganancias y pérdidas queden equilibradas hacia finales de 1923.
– Bien -dijo el coronel-. ¿Qué pasa con la ferretería? Veo que el 129 alcanzó unos beneficios decentes el año pasado. ¿Por qué han bajado tan en picado las cifras? Existe un descenso de sesenta libras sobre 1920, y se declaran pérdidas por primera vez.
– Me temo que la explicación es muy sencilla -indicó Becky-. Robaban el dinero.
– ¿Robaban?
– Temo que sí -contestó Charlie-. Becky empezó a darse cuenta en octubre del año pasado que la facturación semanal menguaba, un poco al principio y después en mayores cantidades.
– ¿Hemos descubierto quién es el culpable?
– Sí, resultó muy sencillo. Enviamos a Bob Makins cuando un empleado de la ferretería se hallaba de vacaciones, y enseguida descubrió al chorizo.
– Basta, Charlie -dijo Becky-. Lo siento, coronel, el ladrón.
– Resultó que el director, Reg Larkins, es adicto al juego -continuó Charlie-, y utilizaba nuestro dinero para cubrir sus deudas. Cuanto mayores eran, más necesitaba robar.
– Despediste a Larkins, por supuesto -dijo el coronel.
– El mismo día. Se puso un poco desagradable y trató de negar que hubiera robado ni un penique, pero no hemos vuelto a saber de él desde entonces, y en las últimas semanas hemos obtenido de nuevo pequeños beneficios. Sin embargo, continúo buscando un nuevo gerente, para que empiece lo antes posible. Le he echado el ojo a un joven que trabaja en «Cudsons», muy cerca de Charington Cross Road.
– Bien -aprobó el coronel-. Hasta ahí los problemas del último año, Charlie. Ahora, ya puedes asustarnos con tus planes para el futuro.
Charlie abrió el elegante maletín de piel que Becky le había regalado el 20 de enero y sacó el último informe de John D. Wood. Carraspeó teatralmente y Becky se llevó la mano a la boca para contener su risa.
– El señor Sanderson ha redactado un conciso informe sobre todas las propiedades de Chelsea Terrace.
– Por el cual nos ha cobrado veinte guineas, por cierto -dijo Becky, consultando el libro de cuentas.
– No me molesta, siempre que sea una buena inversión -terció el coronel.
– Ya lo ha sido -indicó Charlie. Les entregó copias del informe de Sanderson-. Como todos sabemos, hay treinta y seis tiendas en Chelsea Terrace, de las que ya poseemos siete. En opinión de Sanderson, otras cinco estarán disponibles a lo largo de los próximos doce meses. Sin embargo, como se encarga de subrayar, todos los tenderos de Chelsea Terrace conocen bien mis intenciones, y eso no contribuye precisamente a que los precios bajen.
– Imagino que debía suceder tarde o temprano.
– Estoy de acuerdo -dijo Charlie-, pero ha sucedido más pronto de lo que esperábamos. De hecho, Syd Wrexall, el presidente de la Asociación de Tiendas, está muy preocupado por nuestra causa.
– ¿Por qué el señor Wrexall en particular?
– Es el dueño de la taberna «El Mosquetero», en la otra esquina de Chelsea Terrace, y ha empezado a decir a sus clientes que mi objetivo a largo plazo es comprar todas las propiedades de la manzana y expulsar a los pequeños tenderos.
– Tiene razón -dijo Becky.
– Tal vez, pero no me esperaba que fundara una cooperativa con el único propósito de vigilarnos. Confiaba en que «El Mosquetero» pasara a mis manos a su debido tiempo, pero cuando se suscita el tema se limita a decir: «Tendrá que pasar sobre mi cadáver».
– Eso es un golpe para tus proyectos -dijo el coronel.
– De ningún modo -contestó Charlie-, Siempre hay un momento de crisis en la vida. El secreto consistirá en verlo venir y actuar con rapidez. En todo caso, significa que, a partir de ahora, tendré que pagar más de la cuenta cuando un tendero decida que ha llegado el momento de vender.
– Sospecho que no podemos hacer mucho al respecto -dijo el coronel.
– Excepto desenmascarar a los farsantes de vez en cuando.
– ¿Desenmascarar a los farsantes? No estoy seguro de haberte entendido.
– Bien, hace poco hemos recibido ofertas de dos tiendas interesadas en vender, pero las rechacé.
– ¿Por qué?
– Pues porque pedían precios ofensivos.
– ¿Han reconsiderado su oferta?
– Sí y no. Uno ya ha vuelto con una oferta mucho más realista, pero el otro sigue aferrándose al precio que pidió.
– ¿Quién sigue aferrándose?
– La licorería del número 101. De momento no hace falta precipitarse, pues Sanderson dice que el propietario ha estado mirando varias propiedades en Pimlico, y nos tendrá informados de cualquier progreso que se produzca en ese sentido. Entonces, cuando se haya comprometido, le haremos una oferta sensata.
– Bien por Sanderson. Por cierto, ¿de dónde sacas toda tu información? -preguntó el coronel.
– Del señor Bales, que trabaja en la agencia de noticias, y del propio Syd Wrexall.
– Si no recuerdo mal, dijiste que el señor Wrexall estaba en nuestra contra.
– Y lo está, pero sigue dando su opinión sobre cualquier cosa por el precio de una pinta, así que Bob Makins se ha convertido en uno de sus clientes habituales. Tengo una copia de lo que se dice en la Asociación de Tiendas antes que los mismos socios.
El coronel lanzó una carcajada.
– ¿Y los subastadores del número 1? ¿Aún los tenemos bajo vigilancia?
– Desde luego, coronel. El señor Fothergill, el propietario, sigue hundiéndose en deudas, un año malo tras otro. Se las arregla para mantener la cabeza fuera del agua, por los pelos, pero le vaticino que el año que viene, a más tardar el otro, se hundirá por completo. Nosotros estaremos esperando en el muelle, dispuestos a lanzarle un salvavidas. Sobre todo si, para entonces, Becky ya se siente preparada para marcharse de Sotheby's.
– Estoy aprendiendo mucho -confesó Becky-, Me gustaría continuar hasta que sea posible. He pasado un año en Maestros Clásicos, y ahora intento trasladarme al departamento que ahora llaman Moderno o Impresionista. Como ve, creo que necesito acumular la mayor experiencia posible antes de que descubran mis intenciones. Asisto a todas las subastas que puedo, desde vajillas de plata a libros antiguos, pero preferiría que me concedierais más tiempo.
– Pero si Fothergill se hunde por tercera vez, tú eres nuestro bote salvavidas, Becky. ¿Y si la tienda se pone en venta?
– Supongo que podría encargarme de ella. Ya le he echado el ojo al hombre que podría ser nuestro director general, Simón Matthews. Lleva en Sotheby's doce años, y está harto de que le dejen de lado en los ascensos. También hay un aprendiz joven muy brillante, empleado desde hace tres años, que será el as de la próxima generación de subastadores, en mi opinión. Sólo es dos años más joven que el hijo del presidente, así que se sentiría muy feliz de trabajar para nosotros si le hiciéramos una oferta atractiva.
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