– Querrá usted saber quién es el padre, por supuesto -siguió Charlie.
– Había supuesto… -empecé, pero Charlie sacudió la cabeza al instante.
– No soy yo. Ojalá lo fuera. Entonces, podría casarme con ella y me ahorraría molestarle a usted con el problema.
– En tal caso, ¿quién es el culpable? -pregunté, fingiendo aún que no lo sabía.
– Guy Trentham, señor -dijo, tras un momento de vacilación.
– ¿El capitán Trentham? Está en la India, si no recuerdo mal.
– Eso es cierto, señor. Para empeorar las cosas, Becky no quiere informarle de lo ocurrido. Dice que arruinaría su carrera.
– Pero si no le dice la verdad, arruinará su vida -dije, irritado-. Al fin y al cabo, él lo averiguará tarde o temprano.
– Pero no por ella, ni por mí.
– ¿Está ocultándome algo que yo debiera saber, Trumper?
– No, señor.
Lo dijo con demasiada rapidez para resultar convincente.
– En ese caso, tendré que hacerme cargo yo del problema. Entretanto, siga ocupándose de las tiendas, pero cuando se haga del dominio público dígamelo, no quiero ir por ahí con cara de no saber nada.
Me levanté para marcharme.
– Todo el mundo lo sabrá dentro de poco -dijo Charlie.
Yo había dicho «tendré que hacerme cargo del problema» sin tener ni la menor idea de lo que iba a hacer, pero aquella noche hablé del problema con Elizabeth. Me aconsejó que charlara con Daphne, cuya información sería más amplia que la de Charlie. Sospeché que estaba en lo cierto.
Elizabeth y yo invitamos a Daphne dos días después a tomar el té en Tregunter Road, donde nos confirmó todo cuanto había dicho Charlie y colocó una o dos piezas más en el rompecabezas.
En opinión de Daphne, Trentham había sido el primer romance serio de Becky y sabía a ciencia cierta que no se había acostado con ningún otro hombre antes de conocerle, y sólo una vez con Trentham. Nos aseguró que éste no podía vanagloriarse de la misma reputación.
El resto de sus noticias no auguraban una solución sencilla al problema, pues no se podía confiar en que la madre de Guy le insistiera para que hiciera lo único decente respecto a Becky. Todo lo contrario, Daphne sabía que la mujer ya había preparado el terreno para lograr que nadie creyera responsable a Trentham.
– ¿Y el padre de Trentham? -pregunté-. ¿Cree que yo podría hablar con él? Estuvimos en el mismo regimiento, pero nunca en el mismo batallón.
– Es el único miembro de la familia al que aprecio -admitió Daphne-. Es diputado del Partido Liberal por Berkshire West.
– Por ahí podría abordarle. No comparto sus ideas políticas, pero no creo que eso le impida discernir la diferencia entre el bien y el mal.
Otra carta enviada con el membrete del club produjo una respuesta inmediata del mayor, invitándome a tomar una copa en Chester Square el lunes siguiente.
Llegué a las seis en punto y me guiaron hasta un saloncito donde fui recibido por una encantadora dama, que se presentó como señora Trentham. No respondía en absoluto a la descripción de Daphne; de hecho, era una mujer bastante atractiva. Se deshizo en excusas; por lo visto, su marido se había visto obligado a quedarse en la Cámara de los Comunes, siguiendo instrucciones de su partido. Esto significaba que no podía abandonar el palacio de Westminster so pena de muerte. Tomé una decisión instantánea (ahora sé que equivocada). El asunto no podía dilatarse más y debía comunicar mi mensaje al mayor por mediación de su esposa.
– La situación me resulta bastante embarazosa -empecé.
– Hable con toda libertad, coronel. Le aseguro que mi marido confía plenamente en mí. No tenemos secretos el uno para el otro.
– Bien, para ser franco con usted, señora Trentham, el asunto que deseo comentar se refiere a su hijo Guy.
– Entiendo.
– Y a su novia, la señorita Salmon.
– Ella no es, ni ha sido nunca, su novia -dijo la señora Trentham, en un tono desconocido hasta el momento para mí.
– Pero según tengo entendido…
– ¿Mi hijo le hizo ciertas promesas a la señorita Salmon? Le aseguro, coronel, que no hay nada más alejado de la verdad.
Cogido por sorpresa, me sentí incapaz de pensar en una forma diplomática de comunicar a la dama el auténtico propósito que alentaba mi deseo de ver a su marido.
– Tanto si le hizo promesas como no, señora -me limité a decir-, creo que usted y su marido deberían saber que la señorita Salmon está embarazada.
– ¿Y qué tiene que ver eso con nosotros? -La señora Trentham me miró sin mostrar el menor temor en sus ojos.
– Que su hijo es, sin la menor duda, el padre.
– Sólo contamos con la palabra de esa chica, coronel.
– Es usted injusta, señora Trentham. Sé que la señorita Salmon es una muchacha decente y honrada. En cualquier caso, si no fue su hijo, ¿quién más pudo ser?
– Sólo el cielo lo sabe. Yo diría que un buen número de hombres, a juzgar por su reputación. Al fin y al cabo, su padre era un inmigrante.
– Y también el padre del rey, señora -le recordé-, pero él habría sabido cómo comportarse en una situación semejante.
– No sé a qué se refiere, coronel.
– Me refiero, señora, a que su hijo debe casarse con la señorita Salmon o, como mínimo, disponer los medios necesarios para que el niño reciba todo cuanto necesite.
– Por lo visto, debo aclararle una vez más, coronel, que esta lamentable situación no tiene nada que ver con mi hijo. Le aseguro que Guy dejó de salir con esa chica meses antes de zarpar hacia la India.
– Sé que ése no es el caso, señora, porque…
– ¿De veras, coronel? ¿Puedo saber qué papel juega usted en este asunto?
– La señorita Salmon y el señor Trumper son socios míos, nada más.
– Entiendo. Sospecho, pues, que no necesitará hacer muchas averiguaciones para descubrir quién es el auténtico padre.
– Eso es otra impertinencia, señora. La señorita Salmon es…
– Creo que no existen motivos para proseguir esta discusión, coronel -cortó la señora Trentham, levantándose de la silla-. Además -añadió, mientras se dirigía hacia la puerta, sin dignarse mirarme-, debo advertirle, coronel, que si vuelvo a escuchar esta calumnia en algún sitio, no vacilaré en ordenar a mis abogados que emprendan las acciones necesarias para defender la buena reputación de mi hijo.
La seguí hasta el vestíbulo, muy agitado, pero decidido a impedir que la cosa terminara allí. Ahora sabía que el mayor Trentham era mi última esperanza. Cuando la señora Trentham abrió la puerta para salir, le hablé con firmeza.
– ¿Debo suponer que relatará fielmente esta conversación a su esposo, señora?
– No suponga nada, coronel -fueron las últimas palabras que oí pronunciar a la señora Trentham antes de que me cerrara la puerta en la cara.
La última vez que una dama me trató de esta forma fue en Rangún, y debo añadir que la muchacha en cuestión tenía muchos motivos para sentirse ofendida.
Cuando repetí la conversación a Elizabeth, con la mayor fidelidad posible, mi esposa señaló, con su estilo claro y conciso, que sólo me quedaban tres alternativas. La primera era escribir al capitán Trentham, la segunda informar a su comandante en jefe de todo lo que yo sabía.
– ¿Y la tercera? -pregunté.
– No volver a hablar jamás del tema.
Medité sus palabras con gran detenimiento y escogí la segunda. Envié una nota a Ralph Forbes, un tipo de primera clase que me había sucedido como coronel. Seleccioné mis palabras con la mayor prudencia, consciente de que si la señora Trentham cumplía su amenaza de emprender acciones legales, el buen nombre del regimiento se vería perjudicado. Sin embargo, decidí al mismo tiempo cuidar de Becky como un padre, pues en estos momentos parecía empeñada en vivir a toda prisa. Preparaba sus exámenes al tiempo que trabajaba, sin recibir remuneración, como secretaria y contable de un modesto negocios próspero, mientras todo el mundo que pasaba por la calle ya debía saber a estas alturas que faltaban pocas semanas para que diera a luz.
Читать дальше