Jeffrey Archer - Como los cuervos

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No le fue fácil a Charlie alcanzar el objetivo de amasar una fortuna; sin embargo algo había en él que le hacía un predestinado al triunfo y, como apreciará el lector, este algo tiene mucho que ver con su capacidad de trabajo, astucia, coraje, ganas de aprender y un maravilloso abuelo -el de más fino olfato para la venta- que le guió con su ejemplo en sus primeros tiempos.
Desde las primeras páginas la historia se convierte en una trepidante aventura sobre el mundo de los negocios, en una ascensión ilusionada desde la humilde situación de vendedor de verduras callejero hasta la realización de un gran proyecto empresarial: es la historia de un tendero que metido a negociante termina creando una importante red de establecimientos comerciales mientras van desfilando los grandes acontecimientos de este siglo.

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– Sí -dijo Becky levantando el rostro para mirar a su marido-. Lord Trumper ¿de dónde?

Becky se sorprendió y Cathy se sintió algo aliviada al descubrir con cuánta rapidez lord Trumper de Whitechapel se absorbía en los trabajos cotidianos de la Cámara Alta. Los temores de Becky de que estuviera continuamente interfiriendo en los asuntos rutinarios de la empresa se esfumaron tan pronto Charlie se hubo colocado el armiño rojo. A ella la rutina le trajo recuerdos de aquellos días durante la Segunda Guerra Mundial cuando Charlie trabajara bajo las órdenes de lord Woolton en la Secretaría para la Alimentación y no sabía nunca a qué hora de la noche llegaría.

Seis meses después de haberle dicho Becky que no debía ir a ningún lugar cerca de Trumper's, Charlie le comunicó que había sido invitado a formar parte del Comité de Agricultura, donde pensaba que una vez más podría aportar sus conocimientos técnicos para beneficio de sus consocios. Incluso volvió a su rutina de levantarse a las cuatro y media de la mañana, con el fin de ponerse al día con esos documentos parlamentarios que siempre había que leer antes y después de las reuniones importantes.

Cada día al volver a casa por la noche para cenar, venía con cantidad de noticias sobre alguna cláusula que había propuesto al comité ese día, o sobre el zoquete que le había ocupado el tiempo esa tarde en la Cámara con innumerables enmiendas al acta en curso.

En 1970, cuando Gran Bretaña solicitó la entrada al Mercado Común, Charlie le contó a su esposa que el oficial disciplinario jefe le había propuesto presidir un subcomité para la distribución de alimentos en Europa y que creía que era su deber aceptar. Desde ese día, siempre que Becky bajaba a desayunar encontraba papeles con el orden del día de las reuniones o ejemplares del diario Hansar de los lores desparramados por todo el camino desde el estudio de Charlie a la cocina, en donde había dejado la inevitable nota explicándole que había tenido que asistir a otra reunión temprana del subcomité, o a una reunión con algún partidario de la entrada de Gran Bretaña en el Mercado Común llegado del continente. Hasta entonces Becky no tenía idea de lo mucho que tenían que trabajar los miembros de la Cámara Alta.

Becky continuó en contacto con Trumper's visitando regularmente la tienda los lunes por la mañana. Siempre iba a una hora en que la tienda estuviera relativamente tranquila y, para su sorpresa, se convirtió en la principal fuente de información de Charlie respecto a lo que allí sucedía.

Siempre disfrutaba paseándose por los diferentes departamentos un par de horas, pero no podía dejar de notar lo rápido que cambiaban las modas y lo bien que se las arreglaba Cathy para llevar siempre la delantera a sus rivales sin dar jamás motivo de queja a los clientes regulares con cambios innecesarios.

Becky siempre destinaba la última visita a la sala de subastas para ver los cuadros que iban a subastarse en la próxima venta. Hacía ya tiempo que había pasado la responsabilidad a Richard Cartwright, el primer subastador jefe, pero él siempre estaba disponible para acompañarla en la ronda de vista anticipada de los cuadros que iban a subastarse.

– Impresionistas de segundo orden en esta ocasión -le aseguró él.

– Ahora a precios de primer orden -comentó Becky examinando obras de Pissarro, Bonnard, Vuillard y Dufy-; tendremos que procurar que Charlie no sepa nada sobre este lote.

– Ya lo sabe -le advirtió Richard-. Vino el jueves pasado camino de los lores, puso precio mínimo a tres lotes y hasta encontró tiempo para protestar por nuestros cálculos. Alegó que sólo hacía unos años le había comprado a usted un gran óleo de Renoir, L'homme à la peche, por el precio que ahora yo esperaba que pagara por un pequeño pastel de Pissarro que no era otra cosa que un estudio para un cuadro importante.

– Creo que tal vez tenga razón en eso -dijo Becky echando un vistazo al catálogo para comprobar las diferentes tasas-. Y los cielos se apiaden de su hoja de balance si descubre que no ha logrado alcanzar el precio mínimo en cualquier cuadro que le interese a él. Cuando yo llevaba este departamento lo apodaban «nuestro jefe de pérdidas».

En ese momento entró otro dependiente y se les acercó, se inclinó educadamente ante lady Trumper y le pasó una nota a Richard. Éste leyó el mensaje y se volvió hacia Becky.

– La presidenta desea saber si sería tan amable de pasar a verla antes de marcharse. Hay algo que necesita conversar con usted urgentemente.

Richard la acompañó hasta el ascensor de la planta baja y ella le agradeció nuevamente el mimar a una anciana.

Mientras el ascensor subía a regañadientes, otra cosa que habría que cambiar como parte del nuevo plan de remodelación, Becky iba pensando sobre qué querría hablar Cathy con ella, deseando que ojalá no tuviera que cancelar la cena con ellos esa noche, ya que sus invitados serían David y Barbara Field.

Hacía unos dieciocho meses que Cathy se había trasladado de Eaton Square a un espacioso apartamento en Chelsea Cloister, pero continuaban cenando juntos al menos una vez al mes. Además, siempre que se encontraban en la ciudad los Field o los Bloomingdale, ella también acudía a la cena con ellos. Becky sabía que David Field, que aún seguía en el consejo de la gran tienda de Chicago, se sentiría decepcionado si Cathy no podía cenar con ellos esa noche, especialmente cuando tenían previsto volver a casa al día siguiente.

Jessica la hizo pasar directamente al despacho de la presidenta, donde se encontró a Cathy hablando por teléfono, con el ceño fruncido, cosa no habitual en ella. Mientras esperaba que terminara su conversación, Becky miró por la ventana salediza hacia el banco de madera desocupado al otro lado de la calle y pensó en Charlie, que lo había cambiado por los bancos de cuero rojo de la Cámara de los Lores. Cathy colgó el auricular y preguntó inmediatamente:

– ¿Cómo está Charlie?

– Dímelo tú -dijo Becky-, Le veo ocasionalmente a la hora de la cena durante la semana e incluso en el desayuno algún domingo. Pero eso es todo. ¿Se le ha visto en Trumper's últimamente?

– No muy a menudo. Todavía me siento culpable por haberlo excluido de la tienda.

– No tienes ninguna necesidad de sentirte culpable -le dijo Becky-. Nunca le había visto más feliz.

– Me tranquiliza saberlo -dijo Cathy-, Pero justo ahora necesito el asesoramiento de Charlie sobre un asunto muy importante.

– ¿Cuál?

– Cigarros -explicó Cathy-, Me llamó por teléfono David Field esta mañana para decirme que su padre desearía doce cajas de su marca habitual y que no me moleste en enviárselas al Connaught, ya que él estará encantado de recogerlas esta noche cuando venga a cenar.

– Entonces ¿cuál es el problema?

– Que ni David Field ni en el departamento de tabacos tienen la menor idea de cuál es la marca habitual de su padre. Parece que Charles siempre se encargaba personalmente del envío.

– Podrías revisar viejas facturas.

– Fue lo primero que hice -repuso Cathy-. Pero no existe el más mínimo indicio de que alguna vez se realizara una transacción. Lo cual me sorprende porque, si no recuerdo mal, siempre que venía a Londres el anciano señor Field, regularmente se le enviaba una docena de cajas al Connaught. -Cathy frunció el ceño-. Eso era algo que siempre me pareció curioso. Al fin y al cabo, si lo piensas, él tiene que haber tenido un gran departamento de tabaquería en su tienda.

– Y claro que lo tenía -dijo Becky-, pero no tenía cigarros de La Habana.

– ¿La Habana? No te sigo.

– Allá por los años cincuenta la Aduana de Estados Unidos prohibió la importación de cigarros cubanos, y el padre de David, que venía fumando una especial marca de habanos desde mucho antes que nadie supiera nada de Fidel Castro, no vio motivo para que no le permitieran continuar dándose el gusto de lo que él consideraba no era otra cosa que su «puñetero derecho».

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