– ¿Tiene usted algún reparo respecto a los límites de crédito, presidente? -preguntó Cathy.
– No, no, todo me parece muy bien -dijo Charlie, en tono desacostumbradamente vago.
– No estoy muy segura de poder estar de acuerdo con usted, sir Charles -dijo Daphne.
– ¿Y eso por qué, lady Wiltshire? -preguntó Charlie con sonrisa benévola.
– En parte porque alrededor de los diez últimos minutos usted no ha escuchado ni una palabra de lo que se ha dicho -declaró Daphne-, ¿Cómo puede entonces saber a qué está dando su conformidad?
– Culpable -dijo Charlie-. Confieso que mi mente estaba en el otro lado del mundo. Sin embargo -continuó-, he leído el informe de Cathy sobre el tema y considero que los límites de crédito tendrán que variar de cliente a cliente según las evaluaciones pertinentes, y tal vez en el futuro necesitemos personal nuevo, preparado en Barclays y no en Selfridges. Incluso así, he de requerir un calendario detallado si vamos a considerar la introducción de un programa de esa envergadura. Debería estar preparado para la presentación en la próxima reunión de consejo. ¿Es eso posible, señorita Ross? -preguntó con firmeza, con la esperanza sin duda de que este otro ejemplo de su conocido «pensar con los pies en la tierra» lo libraba de las garras de Daphne.
– Gracias -dijo Charlie-. Punto número seis, contabilidad.
Escuché con atención la presentación que hacía Selwyn de las últimas cifras, departamento por departamento. Nuevamente tomé conciencia de las preguntas y sondeos de Cathy tan pronto le parecía que las explicaciones sobre cualquier pérdida o innovación no eran lo suficientemente completas. Era algo así como una versión de Daphne mejor informada y más profesional.
– ¿Cuáles son los cálculos de previsión de beneficios para el año sesenta y cinco? -preguntó.
– Aproximadamente novecientas veinte mil libras -repuso Selwyn pasando el dedo bajo una columna de cifras.
En ese momento fue cuando comprendí lo que había que lograr antes de convencer a Charlie que anunciara su retiro.
– Gracias, señor Selwyn. ¿Pasamos ahora al punto número siete? El nombramiento de la señorita Cathy Ross como vicepresidente. -Charlie se quitó las gafas y añadió-: No creo necesario que yo pronuncie un largo discurso sobre las razones…
– De acuerdo -interrumpió Daphne-. Por lo tanto me produce enorme placer proponer a la señorita Ross como vicepresidente de Trumper's.
– Me agradaría secundar esa propuesta -intervino Arthur Selwyn.
Yo no pude menos que sonreír ante la visión de Charlie con la boca abierta de par en par, pero en todo caso se las arregló para decir:
– ¿Los que están a favor?
Yo levanté mi mano junto con todos los demás excepto una. Cathy se puso de pie y pronunció un corto discurso de aceptación, agradeciendo al consejo la confianza puesta en ella y asegurándoles su total compromiso con el futuro de la empresa.
– ¿Otros asuntos? -preguntó Charlie comenzando a ordenar sus papeles.
– Sí -repuso Daphne-. Habiendo tenido el placer de proponer a la señorita Ross como vicepresidente, creo llegada la hora de presentar mi dimisión.
– Pero ¿por qué? -preguntó Charlie espantado.
– Porque el próximo mes cumpliré sesenta y cinco años, presidente, y creo que esa es una edad adecuada para dejar paso a sangre más joven.
– Entonces, sólo me resta decir… -comentó Charlie y esta vez nadie intentó impedirle que nos dirigiera un largo y florido discurso.
Cuando terminó, todos golpeamos la mesa con las palmas.
Una vez restituido el orden, Daphne dijo simplemente:
– Gracias. No me habría esperado tales dividendos de una inversión de sesenta libras.
En las semanas siguientes a que Daphne dejara la empresa, siempre que se presentaba a discusión un tema delicado, Charlie me confesaba después de la reunión que echaba de menos el peculiar y exasperante sentido común de la marquesa.
– ¿Y me vas a echar igualmente de menos a mí con mi criticona lengua cuando presente mi dimisión?
– ¿De qué hablas?
– Resulta que cumpliré sesenta y cinco el próximo año y pienso seguir el ejemplo de Daphne.
– Pero…
– Nada de peros, Charlie -le dije-. Número uno, ahora camina solo… Es más que competente desde que le robé el joven Richard Cartwright a Christie's. En todo caso, a Richard se le debería ofrecer mi puesto en el consejo general. A fin de cuentas, lleva la mayor parte de la responsabilidad sin la satisfacción de llevarse el mérito.
– Bueno, pues yo te diré una cosa -replicó Charlie desafiante-. Yo no pienso dimitir, ni cuando tenga setenta años.
Durante 1966 abrimos tres nuevos departamentos: el de «Adolescentes» con especialidad en ropa y discos y con cafetería propia; una agencia de viaje para hacer frente a la creciente demanda de viajes al extranjero, y un departamento de regalos para «El hombre que lo tiene todo». Cathy también recomendó al consejo que a sus veinte años tal vez todo el carretón necesitaba una buena cirugía plástica. Charlie me comentó que no se sentía muy seguro respecto a ese cataclismo radical, pero como por lo visto Arthur Selwyn y los demás directores estaban convencidos de que esa renovación debía haberse hecho hacía ya mucho tiempo, logré convencerle de que él opusiera sólo una resistencia simbólica.
Mantuve mi promesa, o amenaza según Charlie, y dimití al mes siguiente de cumplir sesenta y cinco años, dejando a Charlie como el único director que quedaba del primer consejo.
Por primera vez en su vida Charlie reconoció que comenzaba a sentir su edad. Me comentó que siempre que empezaba la reunión pidiendo la conformidad con el acta de la reunión anterior, daba una mirada a la sala de reuniones y comprendía lo poco que tenía en común con la mayoría de sus compañeros directores. Las «brillantes nuevas chispas» como los llamaba Daphne, financieros, especialistas en «opas», relaciones públicas, todos parecían en cierto modo alejados del único elemento que siempre había importado a Charlie: el cliente.
Hablaban de financiación deficitaria, proyectos opcionales de préstamos, «spots» publicitarios en televisión, muchas veces sin molestarse en pedir su opinión a Charlie.
– ¿Qué debo hacer al respecto? -me preguntó Charlie la semana anterior a la Asamblea General de Accionistas.
Frunció el ceño al escuchar mi respuesta.
La semana siguiente Arthur Selwyn anunció ante la Asamblea General de Accionistas de la empresa que los beneficios antes de impuestos para 1967 serían de 1.078.600 libras. Charlie me miró y yo asentí con firmeza desde la primera fila. Esperó el punto «Otros asuntos» y entonces se levantó para comunicar a la asamblea que pensaba llegada la hora de presentar su dimisión. Otra persona tenía que empujar el carretón hacia los años setenta, sugirió.
Todo el mundo en la sala pareció horrorizado, se habló del final de una era, de «no hay reemplazo posible», nunca jamás será igual; pero nadie le pidió a Charlie que reconsiderara su decisión. Veinte minutos después Cathy era elegida unánimemente presidenta del consejo.
La primera medida que tomó Cathy en su nuevo papel de presidenta fue organizar una cena en honor de Charlie en el hotel Grosvenor House. Todo el personal de Trumper's asistió al homenaje, acompañados por sus esposas o maridos, así como muchos de los amigos de Charlie y Becky, ganados a lo largo de casi siete décadas. Charlie ocupó su lugar en el centro de la mesa principal, uno entre las mil setecientas setenta personas que esa noche llenaron el gran salón de baile.
A continuación vino la cena de cinco platos a la que ni siquiera Percy pudo encontrar un defecto. Una vez le sirvieron el coñac, Charlie encendió un gran cigarro Trumper's y susurró a Becky:
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