Jeffrey Archer - Como los cuervos

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No le fue fácil a Charlie alcanzar el objetivo de amasar una fortuna; sin embargo algo había en él que le hacía un predestinado al triunfo y, como apreciará el lector, este algo tiene mucho que ver con su capacidad de trabajo, astucia, coraje, ganas de aprender y un maravilloso abuelo -el de más fino olfato para la venta- que le guió con su ejemplo en sus primeros tiempos.
Desde las primeras páginas la historia se convierte en una trepidante aventura sobre el mundo de los negocios, en una ascensión ilusionada desde la humilde situación de vendedor de verduras callejero hasta la realización de un gran proyecto empresarial: es la historia de un tendero que metido a negociante termina creando una importante red de establecimientos comerciales mientras van desfilando los grandes acontecimientos de este siglo.

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– Coincidencia -dijo Birkenshaw.

– … después de haber sido dejada allí por la señora Trentham, que luego gira un pago trimestral a la directora, pago que cesa misteriosamente cuando muere la señorita Benson. Tiene que haber habido algún secreto que guardaba.

– Circunstancial y, más aún, inadmisible -dijo Birkenshaw.

Nigel Trentham se inclinó hacia adelante y estaba a punto de hacer un comentario cuando su abogado le colocó firmemente la mano en el brazo.

– No nos dejaremos engañar por esas tácticas de matones, sir Charles, que sospecho son más comunes en Whitechapel Road que en la Lincoln's Inn.

Charlie saltó de su silla con el puño apretado y avanzó un paso en dirección a Birkenshaw.

– Cálmese, sir Charles -dijo secamente Harrison.

Charlie se detuvo de mala gana muy cerca de Birkenshaw, que no se arredró. Luego de un momento de vacilación recordó las palabras de Daphne respecto a su mal genio y se volvió a su silla. El abogado de Trentham continuó mirándolo desafiante.

– Como iba diciendo -dijo Birkenshaw-, mi cliente no tiene nada que ocultar. Y ciertamente no le parecerá necesario recurrir a la violencia física para probar su caso.

Charlie desempuñó la mano pero no bajó el tono de su voz:

– Lo que sí espero es que su cliente quiera dignarse a contestar al abogado cuando le pregunta por qué su madre continuó pagando grandes sumas de dinero a alguien del otro lado del mundo a la que jamás conoció. Y por qué un tal señor Walter Slade, chófer del Victoria Country Club, la llevó a Santa Hilda el diecisiete de abril de mil novecientos veintiséis acompañada de una niñita de la edad de Cathy y luego se marchó sin ella. Y apuesto a que si le pedimos a un juez que investigue la cuenta bancaria de la señorita Benson, descubriremos que esos pagos se remontan al día de cuando la señorita Ross fue inscrita en Santa Hilda. Ya sabemos que la orden de pago al banco fue cancelada la semana que murió la señorita Benson.

Una vez más Harrison pareció horrorizado ante la implacable osadía de Charlie y levantó una mano con la esperanza de detenerlo.

Birkenshaw, por el contrario, no pudo resistir una sonrisa irónica.

– Sir Charles, en ausencia de un abogado que lo represente, creo que debería recordarle unas cuantas verdades. Sin embargo, permítame dejar algo muy en claro: mi cliente, hasta ayer, jamás había oído hablar de la señorita Benson. En todo caso, ningún juez inglés tiene jurisdicción para investigar una cuenta bancaria australiana a no ser que crean que se ha cometido un delito en ambos países. Más aún, sir Charles, dos de sus principales testigos están tristemente en sus tumbas, mientras que el tercero, el señor Walter Slade, no va a hacer ningún viaje a Inglaterra. Y más todavía, usted no podrá hacerlo comparecer.

»De modo que volvamos a su afirmación, sir Charles -continuó-, de que un jurado se sorprendería si mi cliente no apareciera en la barra de los testigos a contestar en nombre de su madre. Sospecho que se sentirían asombrados al enterarse de que la principal testigo en este caso, la demandante, tampoco estaba dispuesta a subir al estrado a contestar en su propio nombre porque no tiene recuerdos de lo que tuvo lugar realmente en la fecha de que hablamos. No creo que usted pueda encontrar un solo abogado en la tierra que esté dispuesto a hacer pasar esa terrible prueba a la señorita Ross, si las únicas palabras que es capaz de decir en respuesta a toda pregunta fuera "Lo siento, no recuerdo". ¿O tal vez es posible que sencillamente no tenga nada creíble que decir? Permítame asegurarle, sir Charles, aceptaríamos muy gustosos ir a los tribunales, porque con ello se reirían de usted.

Por la expresión de Harrison, Charlie comprendió que estaba derrotado. Miró con tristeza a Cathy, cuya expresión no había cambiado en toda la hora.

Harrison se quitó lentamente las gafas y las limpió con gran aspaviento con un pañuelo que se sacó del bolsillo superior. Finalmente habló:

– Confieso, sir Charles, que no veo motivo para ocupar el tiempo de los tribunales con este caso. De hecho, creo que sería irresponsable por mi parte si le recomendara hacerlo, a no ser, ciertamente, que la señorita Ross se sintiera capaz de dar alguna prueba nueva que hasta aquí no haya habido ocasión de considerar, o al menos pudiera corroborar la afirmación que usted ha avanzado en su nombre. Señorita Ross -dijo volviéndose a Cathy-, ¿hay alguna cosa que quisiera decir en este momento?

Los cuatro hombres volvieron su atención a Cathy que estaba frotando el pulgar contra los otros dedos con la mano bajo la barbilla.

– Tenga la bondad de disculparme, señorita Ross -dijo Harrison-, no me había dado cuenta de que trataba de captar mi atención.

– No, no, soy yo quien debe pedir disculpas, señor Harrison -dijo Cathy-. Siempre hago esto cuando estoy nerviosa. Es que me recuerda la joyita que me regaló mi padre cuando era pequeña.

– ¿La joyita que le regaló su padre? -preguntó Harrison en voz baja, no muy seguro de haberla escuchado correctamente.

– Sí -dijo Cathy.

Se desabrochó el botón superior de la blusa y sacó una medalla miniatura que colgaba de una cadenita.

– ¿Tu padre te regaló eso? -preguntó Charlie.

– Sí -dijo Cathy-, Es el único recuerdo tangible que tengo de él.

– ¿Puedo ver el collar, por favor? -preguntó Harrison.

– Por supuesto -dijo Cathy quitándose la cadena por encima de la cabeza y entregándole la medalla a Charlie, quien examinó la miniatura un momento y luego se la pasó al señor Harrison.

– Aunque no soy experto en medallas, creo que esta es una MC en miniatura -dijo Charlie.

– ¿No le dieron la MC a Guy Trentham? -preguntó Harrison.

– Sí -dijo Birkenshaw-, y también fue a Harrow, pero el simple hecho de usar su vieja corbata del colegio no prueba que mi cliente sea su hermano. De hecho no prueba nada y no se puede presentar como prueba. Después de todo, debe de haber cientos de MC por allí. En realidad, la señorita Ross podría haber comprado esa medalla en cualquier tienda de baratijas de Londres, una vez que había planeado hacer calzar los hechos relativos a Guy Trentham con sus antecedentes. No esperará realmente que nos dejemos engañar por ese viejo truco, sir Charles.

– Le puedo asegurar a usted, señor Birkenshaw, que esta medalla en particular me la dio mi padre -dijo Cathy mirando directamente al abogado-. Puede que él no haya tenido derecho a llevarla, pero jamás olvidaré cuando me colocó la cadenilla alrededor del cuello.

– Eso no puede ser de ninguna manera la MC de mi hermano -dijo Nigel Trentham hablando por primera vez-. Más aún, puedo demostrarlo.

– ¿Lo puede demostrar? -preguntó Harrison.

– ¿Está seguro…? -comenzó a decir Birkenshaw, pero esta vez fue Trentham quien colocó la mano firmemente en el brazo del abogado.

– Le probaré a su satisfacción, señor Harrison -continuó Trentham-, que la medalla que tiene delante de usted no pudo haber sido la MC que ganó mi hermano.

– ¿Y cómo se propone probar eso? -preguntó Harrison.

– Porque la medalla de Guy era única. Después que le otorgaron la MC, mi madre envió el original a Spinks e hizo que grabaran las iniciales de Guy en el borde del cuello de la medalla. Esas iniciales sólo se pueden ver con una lupa. Lo sé, porque la medalla que él recibió aún está en la repisa de la chimenea de mi casa de Chester Square. Si alguna vez existió una miniatura, mi madre habría hecho grabar sus iniciales exactamente de la misma forma.

Nadie habló mientras Harrison abría un cajón de su escritorio, sacaba una lupa con mango de marfil que normalmente usaba para descifrar escrituras ilegibles. Acercó la medalla a la luz y examinó los bordes de los pequeños brazos de plata con toda atención.

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