Jeffrey Archer - Casi Culpables

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¿Dónde está la frontera entre la culpabilidad y la inocencia? Solo un escritor como Jeffrey Archer es capaz de imprimir en las conciencias un sentimiento tan complejo como la duda.
¿Puede un convicto confesar su culpabilidad y conseguir que se desee su libertad, que se crea en su inocencia? Este es el dilema que presenta uno de los doce relatos, manifestación de talento y elegancia narrativa, que, inspirados en historias inolvidables de personajes reales, abordan la cuestión de la delincuencia: entre el engaño y la estafa, entre el asesinato y el robo, estos maravillosos relatos guían al lector por los laberintos de un mundo paralelo y subterráneo. Pero al tiempo muestran el lado más humano de sus protagonistas, culpables, pero no tanto.
Aunque algunas de estas historias fueron conocidas por el autor tras su puesta en libertad, la mayoría lo fueron durante su estancia en prisión, lo que les da una unidad de fondo. Todas confirman a Archer como uno de los mejores creadores de relatos cortos de la actualidad.
Las ilustraciones del inigualable Ronald Searle representan un valor añadido de una edición inolvidable.
«Con estilo, ingenioso y siempre entretenido… Jeffrey Archer tiene una aptitud natural para las historias cortas.» – The Times
«Probablemente el mejor contador de historias de nuestro tiempo.» – Mail-on Sunday
«Un narrador de la talla de Alejandro Dumas.» – Washington Post
«Archer es un maestro del entretenimiento.» – Time
«Este hombre es un genio.» – Evening Standard
«Archer es un narrador excelente, que cumple las expectativas del lector: el deseo de pasar la página y saber qué ocurre después.» – Sunday Times
«Archer tiene un don para la trama que solo se puede definir como genial.» – Daily Telegraph

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Al día siguiente, Henry se dirigió al hotel Hilton de Park Lañe, adonde llegó unos minutos después de la medianoche. Llevaba una bolsa Gladstone vacía en una mano y un paraguas en la otra. Al fin y al cabo tenía que dar el pego.

El baile anual de la Asociación Conservadora de Westminster y la City estaba tocando a su fin. Cuando Henry entró en la sala de baile, los presentes empezaban a reventar globos y vaciar las últimas gotas de champán de las botellas supervivientes. Vio a Angela sentada a una mesa de un rincón, ordenando promesas de donativos, talones y dinero en metálico, que iba colocando en tres pilas separadas. Angela alzó la vista y no pudo disimular su sorpresa cuando le vio. Había pasado el día convenciéndose de que él no hablaba en serio y de que, si aparecía, ella no accedería.

– ¿Cuánto en efectivo? -preguntó Henry como si tal cosa, incluso antes de que ella pudiera decir «hola».

– Veintidós mil trescientas setenta libras -se oyó decir Angela.

Henry se tomó su tiempo. Contó dos veces los billetes antes de guardarlos en la bolsa maltrecha. Los cálculos de Angela eran correctos. Henry le entregó un recibo por diecinueve mil cuatrocientas libras.

– Hasta luego -dijo, justo en el momento en que la banda atacaba «Jerusalem». Abandonó la sala de baile cuando los asistentes entonaban «Bring me my bowl of burning gold» con entusiasmo y desafinando levemente. Angela se quedó como hipnotizada mientras veía a Henry alejarse. Sabía que, si no corría tras él y le detenía antes de que llegara al banco, no habría vuelta atrás.

– Felicidades por otro acto bien organizado, Angela -dijo el concejal Pickering interrumpiendo sus pensamientos-. No sé cómo nos las arreglaríamos sin ti.

– Gracias -repuso Angela, y se volvió hacia el presidente del comité del baile.

Henry empujó las puertas giratorias del hotel y salió a la calle. Por primera vez pensó que su anonimato no era un punto débil, sino una ventaja. Oyó los latidos de su corazón mientras se dirigía hacia la agencia local del HSBC, el banco más cercano con caja fuerte nocturna. Ingresó diecinueve mil cuatrocientas libras y dejó dos mil novecientas setenta en la bolsa. Después paró un taxi (otro cambio en sus costumbres) y dio al conductor una dirección del West End.

El taxi frenó ante un local en el que Henry nunca había entrado, si bien llevaba sus cuentas desde hacía más de veinte años.

El encargado nocturno del casino Black Ace intentó disimular su sorpresa cuando vio al señor Preston entrar en la sala. ¿Habría ido a realizar una inspección? Eso parecía improbable, pues el contable de la empresa no le saludó, sino que se encaminó sin vacilar hacia la mesa de la ruleta.

Henry conocía a la perfección las probabilidades, porque firmaba el balance anual del casino cada abril y, pese al alquiler, la contribución municipal, los salarios de los empleados, la seguridad, incluso las comidas y copas gratis para los clientes habituales, el casino todavía lograba declarar unos pingües beneficios. Pero no era la intención de Henry conseguir ganancias, ni siquiera pérdidas.

Se sentó a la mesa de la ruleta Abrió la bolsa Gladstone extrajo diez - фото 37

Se sentó a la mesa de la ruleta. Abrió la bolsa Gladstone, extrajo diez billetes de diez libras y los entregó al crupier, quien los contó con parsimonia antes de darle diez fichas azules y blancas a cambio.

Ya había varios jugadores sentados a la mesa, que realizaban sus apuestas con fichas de cinco, diez, veinte y cincuenta libras, e incluso las doradas de cien. Solo un cliente tenía una pila de fichas doradas delante, que distribuía al azar en diferentes números. Henry se sintió satisfecho al ver que ese hombre atraía la atención de casi todos los curiosos que rodeaban la mesa.

Mientras el jugador del otro lado de la mesa continuaba sembrando el tapete verde de fichas doradas, Henry colocó una de diez libras sobre el rojo. La rueda giró y la bolita blanca se movió en dirección opuesta hasta caer en el número diecinueve rojo. El crupier devolvió una ficha de diez libras a Henry, mientras recogía fichas doradas por valor de más de mil libras del jugador sentado al otro lado de la mesa.

Mientras el crupier preparaba la rueda, Henry deslizó su única ficha en el bolsillo izquierdo de la chaqueta y siguió apostando al rojo.

La rueda giró de nuevo. Esta vez, la bolita blanca se detuvo en el cuatro negro y el crupier recogió la ficha de Henry. Dos apuestas, y Henry ni ganaba ni perdía. Depositó otra ficha de diez libras sobre el rojo. Ya había aceptado que, si iba a cambiar todo el dinero por fichas, el proceso sería largo y arduo. Pero, a diferencia de la mayoría de los jugadores, era un hombre paciente, cuyo único propósito era no ganar ni perder. Depositó otras diez libras sobre el rojo.

Tres horas más tarde, después de haber conseguido cambiar las dos mil novecientas setenta libras por fichas sin despertar sospechas, Henry abandonó la mesa y se dirigió hacia el bar. Si alguien hubiera observado con atención sus movimientos, habría visto que no había ganado ni perdido. Pero esa era su intención. Solo quería cambiar todo el dinero sobrante por fichas antes de ejecutar la segunda parte de su plan.

Cuando llegó al bar, con la bolsa Gladstone vacía y los bolsillos rebosantes de fichas, se sentó al lado de una mujer que parecía estar sola. No le dirigió la palabra y ella no demostró el menor interés por él. Cuando Angela pidió otra copa, Henry se agachó y depositó todas sus fichas en el bolso abierto que ella había dejado en el suelo, a su lado. Henry se encaminó hacia la salida antes de que el camarero tuviera tiempo de preguntarle qué deseaba.

El encargado le abrió la puerta de la calle.

– Espero volver a verle pronto, señor.

Henry asintió, pero no se molestó en explicar que todo el asunto estaba a punto de convertirse en parte de una costumbre nocturna. En cuanto pisó la acera, se dirigió hacia la estación de metro más próxima, pero no empezó a silbar hasta haber doblado la primera esquina.

Angela se agachó y cerró el bolso, pero no antes de terminar su copa. Dos hombres le habían hecho proposiciones y se sentía muy halagada. Bajó del taburete y se acercó a una breve cola de clientes parados ante la ventanilla del cajero. Cuando le tocó el turno, Angela empujó el montón de fichas de diez libras bajo la rejilla de acero y esperó.

– ¿En metálico o en un cheque, señora? -preguntó el cajero en cuanto hubo contado las fichas.

– En un cheque, por favor -contestó Angela.

– ¿A qué nombre he de extenderlo? -fue la siguiente pregunta del cajero.

– Señora Ruth Richards -respondió Angela tras un momento de vacilación.

El cajero escribió el nombre de Ruth Richards y la cifra de dos mil novecientas treinta libras, tras lo cual deslizó el cheque bajo la rejilla. Angela comprobó la cifra. Henry había perdido cuarenta libras. Sonrió al recordar que él le había prometido que al cabo de un año las cuentas estarían equilibradas. De todos modos, como Henry solía explicar, no estaba tentando la suerte, sino cambiando por fichas todos los billetes susceptibles de dejar alguna pista para que ella terminara con un cheque al que nadie podría seguir la pista con posterioridad.

Al salir del casino Angela vio que el encargado hablaba con otro cliente, que sin duda había perdido una cantidad considerable de dinero. Henry le había advertido de que los encargados vigilaban más a los ganadores que a los perdedores y que, puesto que estaba a punto de embarcarse en una larga y provechosa carrera, no debía llamar la atención.

Una de las condiciones de Henry era que no debían ponerse en contacto, excepto cuando él fuera a recoger las ganancias y en aquel breve momento en que depositaría las fichas en el bolso abierto de Angela. No quería que nadie pensara que estaban conchabados. Ella había accedido de mala gana. El otro consejo de Henry era que no debían verla recogiendo el dinero en ningún acto. «Deja que lo hagan los voluntarios -había dicho-.Así, si algo sale mal, nadie sospechará de ti.»

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