Hay ciento veinte casinos en el centro de Londres, de modo que Henry y Angela no consideraron necesario ir a ninguno de ellos más de una vez al año.
Durante los tres años siguientes, Henry y Angela hicieron vacaciones al mismo tiempo, pero nunca en el mismo lugar, y siempre en agosto. Angela explicaba que muy pocas organizaciones celebraban sus fiestas anuales en dicho mes. Durante la temporada Henry no debía ausentarse de la ciudad, porque desde septiembre a diciembre la noche del domingo era la única que Angela podía garantizar que no trabajaba, y en vísperas de Navidad solía tener una comida, además de un par de recepciones por la noche.
Aunque Henry había redactado el reglamento, Angela había insistido en añadir una cláusula: no se descontaría nada de ninguna organización que no alcanzara el total del año anterior. Pese a este apéndice, que Henry apoyó con entusiasmo, pocas veces se marchaba de una celebración con la bolsa Gladstone vacía.
Todavía se reunían una vez al año en el despacho del señor Preston para repasar las cuentas anuales de la señora Forster, y una semana después cenaban en La Bacha. Ninguno de los dos aludía jamás al hecho de que ella había defraudado a Hacienda 267.900, 311.150 y 364.610 libras durante los últimos tres años, y que después de cada recepción depositaban el último cheque en diferentes cuentas bancarias de Londres, siempre a nombre de la señora Ruth Richards. La otra responsabilidad de Henry consistía en asegurarse de que la riqueza así adquirida se invertía con astucia, recordando que él no era jugador. No obstante, una de las ventajas de llevar la contabilidad de otras empresas es que no resulta difícil predecir cuál va a tener un buen año. Como los cheques nunca se extendían al nombre de él o de ella, era imposible seguir el rastro de los beneficios hasta ninguno de los dos.
Después de embolsarse el primer millón Henry consideró que podían permitirse una cena de celebración sin correr peligro. Angela quería ir a Mosimann’s, en West Halkin Street, pero Henry vetó la idea. Reservó una mesa para dos en La Bacha. No debían llamar la atención sobre su riqueza recién adquirida, le recordó.
Henry lanzó otras dos sugerencias durante la cena. Angela accedió de muy buena gana a la primera, pero no quiso hablar de la segunda. Henry le aconsejó transferir el primer millón a una cuenta en el paraíso fiscal de las islas Cook, mientras él continuaba con la misma política de inversiones. También recomendó que en el futuro, cada vez que desviaran otras cien mil libras, Angela debía transferir la misma cantidad a dicha cuenta.
Angela levantó la copa.
– De acuerdo -dijo-. ¿Cuál es el segundo punto del orden del día, señor presidente? -preguntó con sorna.
Henry le contó los detalles de un plan para futuras contingencias en el que ella ni siquiera quiso pensar.
Henry alzó por fin su copa. Por primera vez en su vida ardía en deseos de jubilarse y reunirse con todos sus colegas para celebrar su sesenta cumpleaños.
Seis meses después, el presidente de Pearson, Clutterbuck & Reynolds envió a todos los empleados invitaciones en las que les pedía que se reunieran con los socios para tomar unas copas en un hotel de tres estrellas, donde celebrarían la jubilación de Henry Preston y le agradecerían los cuarenta años de servicios y dedicación a la empresa.
Henry no pudo asistir a su fiesta de despedida, pues terminó celebrando su sexagésimo aniversario entre rejas, y todo por unas míseras ochocientas veinte libras.
La señorita Florence Blenkinsopp volvió a comprobar las cifras. La primera vez ya se había dado cuenta. Faltaban ochocientas veinte libras de la cantidad que había calculado antes de que el hombre con traje de raya diplomática a quien nadie había invitado entrara en la sala de baile con su bolsa y desapareciera con todo el dinero. Angela no podía ser la responsable. Al fin y al cabo, había sido alumna suya en el convento de Santa Catalina. La señorita Blenkinsopp restó importancia a la diferencia achacándola a un error suyo, sobre todo porque la recaudación era bastante superior a la del año anterior.
El año siguiente se cumpliría el centenario del convento y la señora Blenkinsopp ya estaba planeando un baile para celebrarlo. Anunció al comité su esperanza de que se aplicaran si su intención era conseguir batir récords el año del centenario. Si bien la señorita Blenkinsopp se había jubilado como directora de Santa Catalina unos siete años antes, continuaba tratando al comité de talluditas ex alumnas como si fueran todavía unas adolescentes.
El baile del centenario no pudo ser un éxito mayor, y la señorita Blenkinsopp fue la primera en distinguir a Angela con las alabanzas más encendidas. Dejó muy claro que, en su opinión, la señora Forster sí se había aplicado. Sin embargo, la señorita Blenkinsopp consideró necesario contar tres veces el dinero recaudado aquella noche antes de que apareciera el hombrecillo con la bolsa Gladstone y se lo llevara. Cuando unos días después volvió a repasar las cuentas, si bien habían superado su récord anterior por una cantidad considerable, la recaudación era inferior en más de dos mil libras a la cantidad que había apuntado en el reverso de la tarjeta que indicaba el lugar que le correspondía en la mesa.
La señora Blenkinsopp pensó que no tenía otro remedio que comunicar la diferencia (por segundo año consecutivo) a su presidenta, lady Travington, quien a su vez pidió consejo a su marido, presidente del comité de seguimiento local. Sir David prometió, antes de apagar la luz aquella noche, que hablaría con el jefe de policía por la mañana.
Cuando el jefe de policía fue informado del desfalco, pasó los datos al subjefe. Este transmitió la información a un inspector jefe, a quien le habría gustado decir a su superior que estaba en plena persecución de un asesino y al acecho de un cargamento de heroína con un valor en el mercado de más de diez millones. El hecho de que el convento de Santa Catalina hubiera extraviado poco más de dos mil libras no podía colocarse en el primer puesto de su lista de prioridades. Paró al primero que encontró en el pasillo y le pasó el expediente.
– Oficial, quiero un informe completo sobre mi mesa antes de la reunión del comité de seguimiento del mes que viene.
La oficial Janet Seaton puso manos a la obra como si siguiera los pasos de Jack el Destripador.
En primer lugar habló con la señorita Blenkinsopp, la cual se mostró muy dispuesta a colaborar, pero insistió en que ninguna de sus chicas podía estar implicada en un incidente tan desagradable y, por lo tanto, no había por qué interrogarlas. Diez días después, la oficial Seaton compró una entrada para el baile de cazadores de Bebbington, pese a que no había montado a caballo en toda su vida.
La oficial Seaton llegó a Bebbington Hall justo antes de que sonara el gong y el maestro de ceremonias bramara: «La cena está servida». Identificó enseguida a Angela Forster, incluso antes de haber localizado su mesa. Aunque la oficial Seaton tuvo que entablar una educada conversación con los hombres que la flanqueaban, no perdió de vista a la señora Forster. Cuando sirvieron los quesos y los cafés, había llegado a la conclusión de que estaba lidiando con una profesional consumada. La señora Forster no solo era capaz de controlar los frecuentes arranques de lady Bebbington, esposa del cazador mayor, sino que además encontró tiempo para organizar la orquesta, la cocina, el servicio de camareros, el cabaret y el personal voluntario sin siquiera despeinarse. Pero lo más interesante es que parecía no tener nada que ver con la recaudación de dinero. De eso se encargaba un grupo de señoras, quienes llevaban a cabo la tarea sin consultar a Angela.
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