Cuando la banda atacó su primer número, varios jóvenes solicitaron bailar con la oficial de policía. Los rechazó a todos, aunque a uno de mala gana.
Faltaban pocos minutos para la una y la velada estaba a punto de terminar, cuando la oficial localizó al hombre al que esperaba. Entre las chaquetas negras y rojas, habría sido más fácil de identificar que un zorro a la carrera. También encajaba a la perfección con la descripción facilitada por la señorita Blenkinsopp: un hombre calvo, rechoncho y bajo, de unos sesenta años, vestido de una manera más adecuada para una oficina de contabilidad que para un baile de cazadores. No le quitó los ojos de encima mientras el hombre rodeaba la pista de baile. Cuando desapareció detrás del escenario, la oficial abandonó al punto la mesa y se encaminó hacia el otro lado de la sala, y solo se detuvo cuando vio a los dos sin obstáculos. El hombre estaba sentado al lado de Angela, contando el dinero, ignorante de que otros dos ojos le observaban atentamente. La oficial miró.1 Angela, mientras el hombre ordenaba en pilas los billetes, los talones y los donativos prometidos. No intercambiaron ni una palabra.
Henry contó dos veces el dinero en metálico y ni siquiera miró a Angela. Guardó los billetes en la bolsa y le dio un recibo. Con apenas una inclinación de la cabeza, volvió sobre sus pasos y abandonó a toda prisa la sala de baile. Toda la operación había durado menos de siete minutos. Henry no se dio cuenta de que uno de los asistentes a la fiesta le pisaba los talones y, más importante aún, no le quitaba ojo.
La oficial Seaton vio que el hombre bajaba por el largo camino de entrada, atravesaba las puertas de hierro forjado y continuaba hacia el pueblo.
Como era una noche clara y las calles estaban desiertas, a la oficial Seaton no le resultó difícil seguir al hombre sin que este se percatara. Debía de sentirse muy confiado, porque no miró atrás ni una sola vez. La oficial solo tuvo que refugiarse en las sombras en una ocasión, cuando su presa se detuvo ante una agencia local del banco Nat West. Abrió la bolsa, sacó un paquete y lo dejó caer en la caja fuerte nocturna. Después continuó su camino sin apenas alterar el ritmo de sus pasos. ¿Adónde iba?
La joven policía tuvo que tomar una rápida decisión. ¿Debía seguir al desconocido o regresar a Bebbington Hall para ver qué hacía la señora Forster? «Siga el dinero», le había aconsejado siempre su supervisor de Peel House. Cuando Henry llegó a la estación, la oficial maldijo. Había aparcado su coche en los jardines de la mansión y, si quería perseguir al hombre de la bolsa, tendría que dejar el vehículo allí y recogerlo a primera hora de la mañana.
El último tren a Waterloo entró en la estación de Bebbington unos minutos después. Cada vez estaba más claro que el hombre de la bolsa lo había calculado todo al minuto. La oficial permaneció oculta hasta que el hombre subió al tren. Entonces se sentó en el siguiente vagón.
Cuando llegaron a Waterloo, el hombre se apeó y se dirigió a toda prisa a la parada de taxis más cercana. La oficial se mantuvo a cierta distancia hasta que le tocó el turno al desconocido. En cuanto este subió al vehículo, la oficial avanzó hacia la cola, exhibió su identificación y pidió disculpas a la persona que se disponía a subir al siguiente taxi. Entró en este y ordenó al conductor que siguiera deprisa al que acababa de alejarse.
Cuando el taxista frenó ante el casino Black Ace, la oficial se quedó en el asiento trasero hasta que el hombre hubo desaparecido en el interior.
Pagó al conductor sin prisas, bajó y entró en el casino tras su presa. Rellenó una solicitud para hacerse socia, pues no quería que nadie se enterara de que estaba en misión oficial.
La oficial Seaton entró en la sala y echó un vistazo a las mesas de juego. Solo tardó unos minutos en localizar a su hombre, sentado al lado de una ruleta. Avanzó unos pasos y se sumó a un grupo de curiosos que formaban una herradura alrededor de la mesa. Procuró mantenerse algo alejada de su presa porque, ataviada con un vestido azul de seda largo más adecuado para un baile, el hombre podía fijarse en ella e incluso preguntarse si le había seguido desde Bebbington Hall.
Durante la hora siguiente vio que el hombre sacaba de la bolsa fajos de billetes a intervalos regulares y los cambiaba por fichas. Una hora después, debía de haber vaciado la bolsa, porque se levantó de la mesa con una expresión sombría y se encaminó hacia el bar.
La oficial Seaton había resuelto el misterio: el hombre anónimo estaba desviando dinero de la velada con el fin de financiar su adicción al juego. Pero aún no estaba segura de la posible implicación de Angela.
Se escondió tras una columna de mármol, mientras el hombre se sentaba en un taburete, al lado de una señora vestida con un traje chaqueta azul con falda corta.
¿Le quedaba dinero suficiente para pagar a una prostituta? La oficial salió de detrás de la columna para echar un vistazo y casi tropezó con Henry cuando este se dirigía a la salida. Más tarde, mucho más tarde, la oficial Seaton consideró extraño que se hubiera ido del bar sin tomar una copa. Tal vez la mujer del taburete le había dado calabazas.
Henry se detuvo en la acera y paró un taxi. La oficial tomó otro. Siguieron al de Henry por Putney Bridge y continuaron el trayecto por la orilla meridional del río. El taxi se detuvo por fin ante un bloque de pisos de Wandsworth. La oficial Seaton apuntó la dirección y decidió que se merecía volver a casa en taxi.
A la mañana siguiente la oficial Seaton dejó su informe sobre la mesa del inspector jefe. Este lo leyó, sonrió, salió de su despacho y recorrió el pasillo para informar al subjefe de policía, quien a su vez llamó al jefe de policía. El jefe decidió no hablar de ello al presidente del comité de seguimiento hasta después de haber efectuado una detención, pues quería presentar a sir David un caso resuelto, uno de esos en que un jurado no tiene otro remedio que emitir un veredicto de culpabilidad.
Henry depositó el dinero del baile Butterfly en la caja fuerte nocturna de Lloyds TSB, a un par de cientos de metros del hotel donde los masones estaban celebrando su cena anual. No había recorrido ni treinta metros, cuando un coche de policía frenó a su lado. Era absurdo ponerse a correr, y además, Henry no estaba acostumbrado a cambiar de marcha. En cualquier caso, ya había planificado este momento hasta el último detalle. Henry fue detenido y acusado dos días antes de la reunión del comité de seguimiento.
Henry eligió al señor Clifton-Smyth, un abogado cuyas cuentas había llevado durante los últimos veinte años, para que le representara.
El señor Clifton-Smyth escuchó con atención la defensa de su cliente y tomó abundantes notas, pero, cuando Henry llegó al final de su relato, solo le dio un consejo: declararse culpable.
– Le informaré, por supuesto -añadió-, de todas las circunstancias atenuantes.
Henry aceptó el consejo de su abogado. Al fin y al cabo, el señor Clifton-Smyth jamás había puesto en tela de juicio su opinión durante las dos últimas décadas.
Henry no intentó ponerse en contacto con Angela durante los preliminares del juicio y, si bien la policía estaba segura de que ella era la Bonnie de su Clyde, dedujeron muy pronto que no tendrían que haberle detenido hasta que hubiera acudido al casino por segunda vez. ¿Quién era la mujer sentada en el bar? ¿Le había estado esperando? La Unidad de Delitos Especiales dedicó semanas a recoger matrices de talonarios de todos los casinos de Londres, pero no lograron encontrar ni un solo cheque extendido a nombre de la señora Angela Forster y, lo que era aún más desconcertante, tampoco localizaron ninguno a nombre de Henry Preston. ¿Perdía siempre?
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