Henry se pasó todo el sábado por la mañana intentando inventar una excusa (dolor de cabeza, una reunión urgente, un compromiso anterior que había olvidado) para llamar a la señora Forster y anular la cita. Después cayó en la cuenta de que no tenía el número de su casa.
A las seis de la tarde Henry se puso el esmoquin que su madre le había regalado cuando cumplió veintiún años y que no siempre cumplía una función anual. Se miró en el espejo, nervioso por el hecho de que su atuendo pareciera anticuado (solapas anchas y pantalones acampanados), sin saber que la moda había vuelto. Fue de los últimos en llegar al ayuntamiento y ya había decidido que sería de los primeros en marcharse.
Angela había colocado a Henry en el extremo de la mesa principal, desde donde pudo observar cómo se desarrollaba el acto, y de vez en cuando contestaba a las preguntas de la dama sentada a su izquierda.
En cuanto terminaron los discursos y la banda empezó a tocar, Henry pensó que ya podía escapar. Buscó con la mirada a la señora Forster. Antes la había visto ir de un lado a otro organizándolo todo, desde la rifa y el concurso de solitarios hasta la subasta. Cuando miró con más atención a la señora Forster, ataviada con un vestido de fiesta rojo, la melena rubia que le caía hasta los hombros, tuvo que admitir… Henry se levantó, y ya estaba a punto de marcharse cuando Angela se materializó a su lado.
– Espero que lo haya pasado bien -dijo tocándole el brazo.
Henry no recordaba la última vez que una mujer le había tocado. Rezó para que no le pidiera salir a bailar.
– Lo he pasado de maravilla -aseguró Henry-. ¿Y usted?
– Estoy agobiada de trabajo -respondió Angela-, pero espero que este año hayamos batido el récord de recaudación.
– ¿Cuánto cree haber reunido? -preguntó Henry, alivia do al pisar terreno más seguro.
Angela consultó una libretita.
– Doce mil seiscientas libras en donativos prometidos, treinta y nueve mil cuatrocientas cincuenta en cheques, y algo más de veinte mil en metálico.
Entregó la libreta a Henry para que examinara las cifras. Él las fue repasando y se sintió relajado por primera vez aquella noche.
– ¿Qué va a hacer con el dinero en metálico? -preguntó.
– Siempre lo ingreso cuando vuelvo a casa en el banco más cercano dotado de caja fuerte nocturna. Si quiere acompañarme, podrá presenciar todo el ciclo de principio a fin. -Henry asintió-. Concédame unos minutos -agregó Angela-. He de pagar a la orquesta, y también a mis ayudantes… y siempre lo quieren en efectivo.
Debió de ser entonces cuando a Henry se le ocurrió la idea; al principio un pensamiento fugaz, que desechó al instante. Se encaminó hacia la salida y esperó a Angela.
– Si no recuerdo mal -dijo Henry, mientras bajaban por la escalinata del ayuntamiento-, su facturación del año pasado fue algo inferior a cinco millones, de los cuales más de uno fue en metálico.
– Qué memoria tiene, señor Preston -dijo Angela, mientras se dirigían hacia High Street-. Este año espero facturar más de cinco millones, y en marzo ya empecé el objetivo que me había propuesto.
– Es posible -repuso Henry-, pero el año pasado solo ganó cuarenta y dos mil libras, que es menos del uno por ciento de la facturación.
– Estoy segura de que tiene razón -dijo Angela-, pero me gusta mi trabajo.
– De todos modos, ¿no cree que sus esfuerzos merecen una mejor recompensa?
– Es posible, pero a mis clientes solo les cargo un cinco por ciento de los beneficios, y siempre que hablo de subir la tarifa, me recuerdan que son organizaciones caritativas.
– Pero usted no -dijo Henry-. Usted es una profesional y debería ser recompensada en consecuencia.
– Sé que tiene razón -convino Angela cuando se detuvieron ante el banco Nat West e ingresó el dinero en la caja fuerte nocturna-, pero la mayoría de mis clientes llevan años conmigo.
– Y se han aprovechado de usted durante todos estos años -insistió Henry.
– Es posible que tenga razón -dijo Angela-, pero ¿qué puedo hacer al respecto?
Aquella idea volvió a la mente de Henry, pero no dijo nada.
– Gracias por una velada de lo más interesante, señora Forster. Hacía años que no lo pasaba tan bien.
Henry le tendió la mano derecha, como hacía siempre al terminar una entrevista, y tuvo que hacer un esfuerzo para no añadir: «Hasta el año que viene».
Angela rió, se inclinó hacia él y le besó en la mejilla. Henry tampoco logró recordar cuándo le había sucedido eso por última vez.
– Buenas noches, Henry -dijo Angela, mientras empezaba a alejarse.
– Supongo que no… -Henry vaciló.
– ¿Sí, Henry? -preguntó Angela volviéndose hacia él.
– ¿Te gustaría cenar conmigo alguna vez?
– Me gustaría muchísimo -respondió Angela-. ¿Cuándo te va bien?
– Mañana -contestó Henry, envalentonado de repente.
Angela sacó una agenda del bolso y empezó a pasar las páginas.
– Sé que mañana no puedo -dijo-. Intuyo que toca Greenpeace.
– ¿El lunes? -preguntó Henry sin necesidad de consultar su agenda.
– Lo siento, es el baile de la Cruz Azul, para el cuidado de los animales -dijo Angela, y pasó otra página de la agenda.
– ¿El martes? -propuso Henry procurando disimular su desesperación.
– Amnistía Internacional -contestó Angela, y pasó otra página.
– Miércoles -dijo Henry, que se preguntaba si la mujer habría cambiado de opinión.
– Me va bien -dijo Angela contemplando la página en blanco-. ¿Dónde quieres que nos encontremos?
– ¿Qué te parece La Bacha? -preguntó Henry, recordando que era el restaurante donde los socios llevaban a sus clientes más importantes a comer-. ¿A las ocho te va bien?
– Estupendo.
Henry llegó al restaurante con veinte minutos de antelación y leyó la carta de cabo a rabo… varias veces. Durante la hora de comer había comprado una camisa y una corbata de seda. Ahora se arrepentía de no haberse probado la chaqueta expuesta en el escaparate.
Angela entró en La Bacha poco después de las ocho. Llevaba un vestido verde claro con estampado de flores que le llegaba justo por debajo de la rodilla. A Henry le gustó su peinado, pero sabía que no tendría el valor de decírselo. También aprobaba el hecho de que se hubiera aplicado muy poco maquillaje y que la única joya que exhibía fuera un collar de perlas. Se levantó cuando ella llegó a la mesa. Angela no recordaba quién había sido la última persona que había tenido ese detalle con ella.
Henry había temido que no sabría de qué hablar (las conversaciones intrascendentes nunca habían sido su fuerte), pero Angela se lo puso tan fácil que se sorprendió pidiendo una segunda botella de vino mucho antes de que la cena hubiera terminado: otra primera vez.
– Creo que he encontrado una forma de complementar tus ingresos -dijo Henry, mientras tomaban café.
– No hablemos de negocios -repuso Angela, y le tocó la mano.
– No se trata de negocios -aseguró Henry.
Cuando Angela despertó a la mañana siguiente, sonrió al recordar la agradable velada que había pasado con Henry. Le vino a la mente su frase de despedida, «No olvides que todas las ganancias procedentes del juego están libres de impuestos», pero ignoraba su significado.
Henry, por su parte, recordaba hasta el último detalle de los consejos que había brindado a Angela. El domingo se levantó temprano y empezó a esbozar un plan, que incluía abrir varias cuentas bancarias, preparar hojas de cálculo y trabajar en programas de inversión a largo plazo. Casi se perdió la misa matutina.
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