Estaba hojeando Haulage Weekly, cuando descubrió justo lo que buscaba: un camión American Peterbilt de segunda mano, con volante a la izquierda, de cuarenta toneladas, que ofrecían a precio de ganga. Dedicó mucho tiempo (pero a Doug le sobraba el tiempo) a meditar sobre las ventajas adicionales del vehículo. Sentado solo en la biblioteca, empezó a dibujar diagramas en la contraportada de la revista. Después midió con una regla el tamaño de una cajetilla de Marlboro. Se dio cuenta de que esta vez los ingresos serían menores, pero al menos no le pillarían.
Uno de los problemas que comporta ganar veinticinco mil libras a la semana y no tener que pagar impuestos es que, cuando sales de la cárcel, esperan que busques un empleo por tan solo veinticinco mil libras al año, antes de los impuestos; un problema común para muchos delincuentes, sobre todo para los traficantes de drogas.
Cuando le faltaba menos de un mes de condena por cumplir, Doug telefoneó a su esposa y le pidió que vendiera el Mercedes último modelo como parte del pago del enorme camión Peterbilt de segunda mano y dieciocho ruedas que había visto anunciado en Haulage Weekly.
Cuando Sally vio el camión, no entendió por qué su marido quería cambiar su magnífico vehículo por semejante monstruosidad. Aceptó la explicación de que podría viajar desde Marsella a Sleaford sin tener que parar a repostar.
– Pero lleva el volante a la izquierda.
– No olvides que la parte más larga del viaje es desde Calais hasta Marsella -le recordó Doug.
Doug resultó ser un preso modélico, de manera que solo cumplió la mitad de su condena de cuatro años.
El día que quedó en libertad, su esposa y su hija de dieciocho meses, Kelly, le esperaban ante la puerta de la prisión. Sally condujo su viejo Vauxhall de vuelta a Sleaford. Al llegar, Doug se sintió satisfecho al ver el mamotreto aparcado en el campo contiguo a la casa.
– ¿Por qué no has vendido mi viejo Mere? -preguntó.
– No recibí ninguna oferta aceptable -admitió Sally-, de modo que lo cedí en alquiler durante un año más. Al menos así obtenemos algo a cambio.
Doug asintió. Le gustó comprobar que los dos vehículos estaban impecables, y después de inspeccionar los motores descubrió que también se encontraban en buen estado.
Doug se reincorporó al trabajo a la mañana siguiente. Aseguró repetidas veces a Sally que nunca más volvería a cometer la misma equivocación. Llenó el camión con coles de Bruselas y guisantes de un agricultor vecino y reanudó sus viajes a Marsella. Regresó a Inglaterra cargado de plátanos. El receloso Mark Cainen, recién ascendido, le paró para inspeccionar lo que traía de Marsella. Pero, por más cajas que abrió, solo encontró plátanos. El funcionario no se quedó convencido, pero tampoco descubrió qué se traía Doug entre manos.
– Déjeme en paz -dijo Doug cuando el señor Cainen le ordenó parar de nuevo en Dover-, ¿No ve que he pasado página?
El funcionario de aduanas no le dejó en paz, porque estaba convencido de que Doug seguía en la misma página, aunque no podía demostrarlo.
El nuevo sistema de Doug funcionaba a las mil maravillas y, aunque ahora solo sacaba diez mil libras a la semana, al menos esta vez no podían pillarle. Sally mantenía al día los libros de ambos camiones, de modo que las declaraciones de renta de Doug siempre eran correctas y se pagaban a tiempo, además de cumplir cualquier nueva norma de la UE. No obstante, Doug no había explicado a su esposa los detalles del nuevo plan para obtener beneficios sin pagar impuestos.
Un jueves por la tarde, justo después de dejar atrás la aduana de Dover, Doug entró en la siguiente estación de servicio para llenar el depósito antes de continuar viaje hacia Sleaford. Detrás de él se detuvo un Audi, cuyo conductor le siguió, y el conductor empezó a maldecir y a quejarse del tiempo que tendría que esperar hasta que llenaran el depósito del enorme camión. Para su sorpresa, camionero solo tardó un par de minutos. Cuando Doug salió a la carretera, el coche ocupó su lugar. Cuando el señor Cainen vio el nombre pintado en el costado del camión, se sintió picado por la curiosidad. Echó un vistazo al surtidor y descubrió que Doug solo había gastado treinta y tres libras. Siguió con la mirada el enorme monstruo de dieciocho ruedas que se alejaba por la autopista, consciente de con aquella cantidad de gasolina Doug solo podría recorrer unos cuantos kilómetros más antes de tener que repostar de nuevo.
El señor Cainen solo tardó unos minutos en alcanzar al camión de Doug. Entonces, lo siguió desde una distancia prudencial a lo largo de los veinte kilómetros siguientes, hasta que Doug paró en otra estación de servicio. Unos minutos después, cuando Doug volvió a salir a la autopista, el señor Cainen echó un vistazo al surtidor: treinta y cuatro libras, suficiente para otros treinta kilómetros. Mientras Doug continuaba su viaje hacia Sleaford, el funcionario regresó a Dover con una sonrisa en el rostro.
La semana siguiente, Doug no mostró la menor preocupación cuando, al volver de Marsella, el señor Cainen le pidió que aparcara el camión en la nave de aduanas. Sabía que, tal como indicaban las hojas de trabajo, todas las cajas estaban llenas de plátanos. Sin embargo, el funcionario no le pidió que abriera la puerta posterior del camión. Se limitó a rodear el vehículo provisto de una llave inglesa y procedió a dar golpecitos con ella, como si fuera un diapasón, sobre los enormes depósitos de gasolina. Al funcionario no le sorprendió que el sonido del octavo depósito fuera muy diferente del que habían producido en los otros siete. Doug pasó varias horas sentado, mientras los mecánicos de aduanas desmontaban los ocho depósitos de combustible de ambos lados del vehículo. Solo uno estaba medio lleno de diesel, mientras los otros siete contenían cigarrillos por un valor superior a cien mil libras.
En esta ocasión el juez fue menos benevolente y condenó a Doug a seis años de prisión, aunque su abogado adujo que había otro hijo en camino.
Sally se escandalizó al descubrir que Doug había incumplido su palabra y se mostró escéptica cuando él prometió que nunca, nunca más volvería a suceder. En cuanto encerraron a su marido, alquiló el segundo vehículo y volvió a su trabajo de agente de bienes raíces.
Un año después, Sally pudo declarar unos ingresos superiores a tres mil libras, además de sus ganancias como agente de bienes raíces.
El contable de Sally le aconsejó que comprara el campo contiguo a la casa, donde los camiones estaban aparcados por la noche, porque así podría desgravar.
– Un aparcamiento -explicó- sería un gasto comercial legítimo.
Cuando Doug empezó la condena de seis años y volvió a ganar doce libras con cincuenta a la semana como bibliotecario de la prisión, no estaba en condiciones de opinar. Sin embargo, hasta él quedó impresionado cuando al año siguiente Sally declaró unos ingresos de treinta y siete mil libras, que incluían sus primas por ventas. Esta vez, el contable le aconsejó que comprara un tercer camión.
Doug salió de la cárcel tras haber cumplido la mitad de la pena (tres años). Sally esperaba en su Vauxhall delante de la prisión para llevar a casa a su marido. Su hija de nueve años, Kelly, iba en el asiento de atrás, al lado de su hermana de tres años, Sam.
Sally no les había permitido ver a su padre en la cárcel, de modo que, cuando Doug tomó en brazos a la niña por primera vez, Sam se puso a llorar. Sally le explicó que aquel desconocido era su padre.
Mientras desayunaban beicon y huevos, Sally explicó que su asesor fiscal le había aconsejado formar una sociedad limitada. Haslett Haulage había declarado unos beneficios de veintiuna mil seiscientas libras en su primer año y había añadido dos camiones más a su creciente flota. Sally comentó a su marido que estaba pensando en dejar su trabajo en la agencia inmobiliaria para convertirse en presidenta de la nueva empresa.
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