Como yo pasaba gran parte de mi tiempo libre en la biblioteca (que pocas veces registraba una gran afluencia de público, pese a que la prisión albergaba a más de cuatrocientos internos), Doug enseguida me puso al corriente de su historia. Algunos presos, cuando descubren que eres escritor, no vuelven a abrir el pico. Otros no paran de hablar. Pese a los avisos de guardar silencio clavados en las paredes, Doug pertenecía a esta última categoría.
Cuando Doug salió del colegio a los diecisiete años, el único examen que había aprobado era el del carnet de conducir, a la primera. Cuatro años después, consiguió el permiso para vehículos pesados, y al mismo tiempo encontró su primer empleo como camionero.
Los magros ingresos no tardaron en desilusionar a Doug. Iba y venía del sur de Francia con un cargamento de coles de Bruselas y guisantes, y a menudo regresaba a Sleaford sin cargamento y, por consiguiente, sin prima. Solía meter la pata (palabras textuales) con las normas de la UE y consideraba que estaba exento de pagar impuestos. Culpaba a los franceses de exigir excesivos trámites burocráticos y al gobierno laborista de cobrar excesivos impuestos. Cuando los tribunales le conminaron a pagar sus deudas, todo el mundo tuvo la culpa excepto Doug.
El alguacil se llevó todas sus posesiones, excepto el camión, que Doug aún estaba pagando a plazos.
Doug estaba a punto de abandonar la profesión de camionero y sumarse a la cola del paro (casi igual de remunerativa y sin necesidad de madrugar), cuando un hombre al que no conocía le abordó durante una escala en Marsella. Doug estaba desayunando en un café de los muelles, cuando el hombre se sentó en el taburete de al lado. El desconocido no perdió el tiempo en presentaciones y fue al grano. Doug le escuchó con interés. Al fin y al cabo, ya había entregado su cargamento de coles y guisantes, y volvía a casa con un camión vacío. Lo único que debía hacer, según le aseguró el desconocido, era entregar una remesa de plátanos en Lincolnshire una vez a la semana.
Creo que debería dejar constancia de que Doug tenía algunos escrúpulos. Dejó claro a su nuevo patrón que jamás transportaría drogas, y ni siquiera entraría a discutir sobre inmigrantes ilegales. Doug, como muchos de mis compañeros de cárcel, era muy de derechas.
Cuando llegó al punto de entrega, un granero en ruinas en la campiña de Lincolnshire, le dieron un grueso sobre marrón que contenía veinticinco mil libras en metálico. Ni siquiera le pidieron ayuda para descargar el producto.
De la noche a la mañana el estilo de vida de Doug cambió.
Tras un par de viajes empezó a trabajar a tiempo parcial y solo efectuaba el viaje de ida y vuelta a Marsella una vez a la semana. Aun así, ganaba más en una semana de lo que declaraba a Hacienda por todo el año.
Doug decidió que una de las cosas que iba a hacer con sus ingresos sería marchar de su piso en un sótano de Hinton Road e invertir en el mercado inmobiliario.
Durante el mes siguiente vio varias propiedades de Sleaford, acompañado de una joven de la agencia de bienes raíces local. A Sally McKenzie le sorprendía que un camionero pudiera permitirse la clase de propiedades que le estaba mostrando.
Por fin, Doug se decidió por una casita de las afueras de Sleaford. Sally se quedó todavía más estupefacta cuando pagó en metálico, y asombrada cuando le pidió una cita.
Seis meses después, Sally se fue a vivir con Doug, aunque todavía le preocupaba ignorar la procedencia del dinero.
La repentina riqueza de Doug provocó otros problemas con los que no había contado. ¿Qué hacer con veinticinco mil libras en metálico a la semana, si no se puede abrir una cuenta ni ingresar un talón mensual en una sociedad de crédito hipotecario? Había sustituido el piso del sótano de Hinton Road por una casa en el campo. Había cambiado la carretilla elevadora de segunda mano por un camión Mercedes de dieciséis ruedas. Ya no pasaba las vacaciones anuales en una casa rural de Black- pool, sino en una villa alquilada en el Algarve. Los portugueses parecían muy contentos de cobrar en metálico, fuera cual fuese la divisa.
Un año después, durante su segunda visita al Algarve, Doug dobló una rodilla, pidió a Sally que se casara con él y le regaló un anillo con un diamante del tamaño de una bellota; era un tipo tradicional.
Varias personas, aparte de su joven esposa, se preguntaban cómo podía Doug llevar ese tren de vida si solo ganaba veinticinco mil libras al año. «Primas en metálico por las horas extras», respondía él siempre que Sally le preguntaba. Esto sorprendía a la señora Haslett, porque sabía que su marido solo trabajaba un par de días a la semana. Tal vez no habría descubierto jamás la verdad, si otra persona no hubiera tenido interés en averiguarla.
Mark Cainen, un funcionario de aduanas joven y ambicioso, decidió que había llegado el momento de descubrir qué estaba importando exactamente Doug, después de que un soplón le insinuara que tal vez no eran solo plátanos.
Cuando Doug regresaba de uno de sus viajes semanales a Marsella, el señor Cainen le pidió que parara y aparcara el camión en la nave de aduanas. Doug bajó de la cabina y entregó su hoja de trabajo al funcionario. En el manifiesto solo constaba una entrada: cincuenta cajas de plátanos. El joven funcionario se puso a abrirlas de una en una, y al llegar a la treinta y seis empezó a preguntarse si le habían tomado el pelo. Cambió de opinión cuando abrió la caja número treinta y siete, que estaba llena de cigarrillos: Marlboro, Benson & Hedges, Silk Cut y Players. Cuando el señor Cainen abrió la quincuagésima caja, ya había calculado que el valor en la calle del tabaco de contrabando sobrepasaría las doscientas mil libras.
– No tenía ni idea de lo que había en esas cajas -aseguró Doug a su esposa, y ella le creyó.
Repitió la misma historia a su equipo de abogados defensores, los cuales quisieron creerle, y por tercera vez al jurado, que no le creyó. El abogado defensor de Doug recordó a su señoría que era el primer delito del señor Haslett, y que su esposa estaba embarazada. El juez escuchó en un silencio glacial, y condenó a Doug a cuatro años.
Doug pasó su primera semana en la prisión de alta seguridad de Lincoln, pero en cuanto hubo rellenado el formulario de entrada, donde marcó todas las casillas correctas (nada de drogas, nada de violencia, ninguna condena anterior), fue trasladado a una cárcel abierta.
En North Sea Camp, como ya he dicho, Doug decidió trabajar en la biblioteca. Las opciones eran la cochiquera, la cocina, los almacenes o limpiar los retretes. Doug no tardó en descubrir que, pese a haber más de cuatrocientos residentes en la prisión, trabajar en la biblioteca era un chollo. Sus ingresos descendieron de veinticinco mil libras a la semana a doce cincuenta, de las cuales gastaba diez en tarjetas telefónicas para llamar a su esposa embarazada.
Doug telefoneaba a Sally dos veces a la semana (en la cárcel solo puedes hacer llamadas, no recibirlas) para repetirle una y otra vez que, en cuanto quedara en libertad, no volvería a meterse en líos con la ley. Esta noticia tranquilizó a Sally.
Durante la ausencia de Doug, Sally, pese a lo avanzado de su embarazo, continuó trabajando en la agencia de bienes raíces y hasta consiguió alquilar el camión de su esposo durante el período de tiempo que este estaría fuera. Mientras otros presos recibían ejemplares de Playboy, Reader’s Wives y el Sun, Doug recibía Haulage Weekly y Exchange & Mart como lectura.
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