– En este momento no quiere oírlo -aseguró Carol-, así que ni lo pienses.
– Explícame, oh, sabia -dije, mientras ahuecaba mi almohada-, por qué no.
Carol hizo caso omiso de mi sarcasmo.
– Si acaba en los tribunales con una demanda de divorcio, quedarás como un engreído. Si el matrimonio rezuma felicidad, él no te perdonará nunca… y ella tampoco.
– No tenía pensado decírselo a ella.
– Ella ya sabe muy bien cuál es tu opinión -dijo Carol-. Créeme.
– No durarán ni un año -predije.
En ese momento sonó el teléfono de mi mesilla. Lo descolgué rezando para que no fuera un paciente.
– Solo quiero hacerte una pregunta -dijo una voz que no necesitaba presentación.
– ¿Cuál es, Bob? -pregunté.
– ¿Serás mi padrino?
Bob Radford y yo nos conocimos en el hospital de St. Thomas cuando éramos internos. Para ser más preciso, entramos en contacto en el campo de rugby, cuando me placó justo en el momento en que yo pensaba que iba a marcar el tanto de la victoria. En aquellos días jugábamos en equipos contrarios.
Después de incorporarnos a Guy’s como médicos internos residentes entramos en el mismo equipo de rugby, y a mitad de semana jugábamos una partida de squash, que siempre ganaba él. Durante el último año compartimos vivienda en Lambeth. No hacía falta ir muy lejos para encontrar compañía femenina, pues en St. Thomas había más de tres mil enfermeras, la mayoría de las cuales quería sexo y, por algún misterioso motivo, consideraban que los médicos eran una apuesta segura. Los dos ardíamos en deseos de aprovechar nuestra nueva situación. Y entonces me enamoré.
Carol también era interna en Guy´s y durante nuestra primera cita dejó muy claro que no deseaba una relación a largo plazo. Sin embargo, subestimó mi único talento: la persistencia. Cedió por fin cuando le propuse matrimonio por novena vez.
Carol y yo nos casamos unos meses después de que ella obtuviera el título.
Bob tomó la dirección contraria. Siempre que le invitábamos a cenar, aparecía con una acompañante nueva. A veces yo confundía los nombres, una equivocación que Carol jamás cometía. No obstante, con el paso de los años hasta su apetito de nuevos manjares se moderó. Al fin y al cabo, los dos acabábamos de cumplir los cuarenta. Pero no contribuyó a aplacar sus ánimos el hecho de que el periodicucho de los estudiantes lo eligiera el soltero más apetecible del hospital, sobre todo porque su consulta privada era una de las más prósperas de Londres. Tenía un piso en Harley Street y estaba a salvo de los gastos que suelen relacionarse con la felicidad matrimonial. No obstante, daba la impresión de que eso había llegado a su fin.
Cuando Bob nos invitó a cenar para presentarnos a Fiona, a quien describió como la mujer con la que iba a pasar el resto de su vida, Carol y yo nos quedamos sorprendidos y complacidos. También nos sentimos un poco perplejos, porque no conseguíamos recordar el nombre de su última novia. Estábamos bastante seguros de que no era Fiona.
Cuando llegamos al restaurante, los vimos sentados al fondo de la sala, cogidos de la mano. Bob se levantó para saludarnos y de inmediato nos presentó a Fiona como la chica más maravillosa del mundo. Para ser justo con la mujer, ningún varón con sangre en las venas habría podido negar los atributos físicos de Fiona. Debía de medir un metro y setenta y tres centímetros, de los cuales setenta y cinco correspondían a las piernas, ensambladas a una figura perfeccionada sin duda en un gimnasio y con una dieta a base de lechuga y agua.
Nuestra conversación durante la cena fue bastante limitada, en parte porque Bob se pasó la mayor parte del rato mirando a Fiona de una forma que debería reservarse para los desnudos de Donatello. Al final de la velada yo había llegado a la conclusión de que Fiona acabaría costando lo mismo que un cuadro del mencionado pintor, y no solo porque leyó la lista de vinos de abajo arriba, pidió caviar de primero y, con una dulce sonrisa, pasta cubierta de trufa blanca.
A decir verdad, Fiona era la clase de rubia de piernas largas con la que cualquier hombre ansia toparse en un taburete del bar de un hotel, ya avanzada la noche y, preferiblemente, en otro continente. Soy incapaz de decirles su edad, pero durante la cena me enteré de que había estado casada tres veces antes de conocer a Bob. No obstante, nos aseguró que en esta ocasión había dado con el hombre ideal.
Me sentí muy aliviado de poder escapar aquella noche y, como ya se habrán dado cuenta, no tardé mucho en informar a mi esposa de la opinión que me merecía Fiona.
La boda se celebró tres meses después en el registro civil de Chelsea, en King’s Road. A la ceremonia asistieron varios amigos de Bob de St. Thomas y Guy’s, a algunos de los cuales yo no veía desde los tiempos en que jugábamos al rugby. No me pareció prudente indicar a Carol que Fiona no parecía tener amistades, al menos ninguna que deseara acudir a sus últimos esponsales.
Guardé silencio al lado de Bob cuando el responsable del registro entonó:
– Si alguno de los presentes tiene alguna razón para que esta boda no se celebre, que hable ahora o calle para siempre.
Me entraron ganas de dar mi opinión, pero Carol estaba demasiado cerca para correr ese riesgo. Debo confesar que Fiona estaba radiante en esa ocasión, no muy diferente de una pitón dispuesta a devorar un cordero… entero.
El banquete de bodas se celebró en el Lucio s de Fulham Road. El discurso del padrino habría sido más coherente si no hubiera tomado tanto champán, o de haberme creído siquiera una de las palabras que pronuncié.
Cuando me senté y recibí unos indulgentes aplausos, Carol no se inclinó hacia mí para felicitarme. La esquivé hasta que nos reunimos con los novios en la acera, delante del restaurante. Bob y Fiona se despidieron antes de subir a una limusina blanca que les conduciría a Heathrow. Allí tomarían un avión con destino a Acapulco, donde pasarían tres semanas de luna de miel. Ni el medio de transporte hasta Heathrow, que habría podido acomodar sin problemas a todos los invitados, ni el destino del viaje de novios habían sido elección de Bob. Una información que no transmití a Carol, pues sin duda me habría acusado de albergar prejuicios… y habría estado en lo cierto.
No puedo decir que viera mucho a Fiona durante su primer año de matrimonio, si bien Bob llamaba de vez en cuando, pero desde su consulta de Harley Street. Incluso llegamos a comer juntos en alguna ocasión, pero al parecer no lograba encontrar 1111 hueco para un partido vespertino de squash.
Durante dichas comidas Bob nunca dejaba de cantar las alabanzas de su notable esposa, como si conociera mi opinión sobre ella, aunque jamás expresé mis verdaderos sentimientos. Supongo que por ese motivo nunca nos invitaron a cenar a su casa y, cuando les invitábamos a la nuestra, Bob siempre ponía una excusa poco convincente, como que tenía que visitar a un paciente o que iba a estar fuera de la ciudad en esa noche concreta.
El cambio empezó de una forma sutil, casi imperceptible. Nuestras comidas adquirieron mayor regularidad, incluso jugábamos de vez en cuando un partido de squash, pero tal vez lo más relevante fue que cada vez hacía menos referencias a la inminente santificación de Fiona.
Fue poco después del fallecimiento de una tía de Bob, la señorita Muriel Pembleton, cuando el cambio se hizo mucho más evidente. Para ser sincero, yo ni siquiera sabía que Bob tenía una tía, y mucho menos que fuera el único heredero de Pembleton Electronics.
The Times revelaba que la señorita Pembleton había dejado poco más de siete millones de libras en acciones y propiedades, así como una colección de arte considerable. Con la excepción de alguna donación de escasa importancia a organizaciones caritativas, su sobrino se convirtió en el único beneficiario. Que Dios le bendiga, porque entrar en posesión de una fortuna tan sustanciosa no cambió en absoluto a Bob, pero no pudo decirse lo mismo de Fiona.
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