Durante la comida, que quedó intacta, el señor Dexter, Carol y yo intentamos con valentía convencer a Bob de que debía luchar. Pero él no quiso hacernos caso.
– Si puedo conservar todo lo que tenía antes del fallecimiento de mi tía -insistió Bob-, me conformo.
El señor Dexter estaba seguro de que podía obtener mucho más, pero Bob no parecía demasiado interesado en oponer resistencia.
– Acabemos con esto de una vez -ordenó-. Procure no olvidar quién paga las costas.
Cuando volvimos a la sala a las dos de la tarde, la jueza se volvió hacia el abogado de Bob.
– ¿Qué tiene que decir sobre todo esto, señor Dexter? -preguntó.
– Estamos de acuerdo en proceder a la división de las posesiones de mi cliente, tal como ha propuesto la señora Abbott -contestó él con un suspiro exagerado.
– ¿Están de acuerdo en seguir las recomendaciones de la señora Abbott? -repitió la jueza con incredulidad.
Una vez más, el señor Dexter miró a Bob, quien se limitó a asentir, como un perro en el asiento trasero de un coche.
– Así sea -dijo la jueza Butler, incapaz de disimular su sorpresa.
Estaba a punto de dictar sentencia, cuando Fiona se puso a llorar. Se inclinó hacia la señora Abbott y le susurró algo al oído.
– Señora Abbott -dijo la jueza Butler, sin hacer caso de los sollozos de la demandante-, ¿puedo sancionar este acuerdo?
– Por lo visto no -respondió la señora Abbott, al tiempo que se levantaba con expresión algo avergonzada-. Al parecer mi dienta opina que este acuerdo favorece al acusado.
– ¿De veras? -preguntó la jueza Butler, y se volvió hacia Fiona.
La señora Abbott tocó el hombro de su dienta y le susurró algo al oído. Fiona se puso en pie al instante y permaneció con la cabeza gacha mientras la jueza hablaba.
– Señora Radford -empezó, con la vista clavada en Fiona-, ¿debo entender que ya no le gusta el acuerdo al que en su nombre ha llegado su abogada?
Fiona asintió tímidamente.
– En tal caso, voy a proponer una solución, que confío conduzca este caso a una rápida conclusión.
Fiona levantó la vista y sonrió con dulzura a la jueza, mientras Bob se hundía en su asiento.
– Tal vez sería más fácil, señora Radford, si usted confeccionara dos listas, para someterlas a la consideración del tribunal, en las cuales refleje lo que considera una división justa y equitativa de los bienes de su marido.
– Me parece bien, señoría -repuso Fiona con docilidad.
– Señor Dexter, ¿aprueba esta decisión? -preguntó la jueza al abogado de Bob.
– Sí, señoría -contestó él procurando disimular su exasperación.
– ¿Debo entender que esas son las instrucciones de su cliente?
El señor Dexter miró a Bob, quien ni siquiera se molestó en dar su opinión.
– Señora Abbott -prosiguió la jueza mirando a la abogada de Fiona-, quiero su palabra de que su dienta no rechazará el acuerdo.
– Puedo asegurarle, señoría, que lo aceptará sin vacilar -repuso la abogada de Fiona.
– Así sea -dijo la jueza Butler-. El juicio se aplaza hasta mañana a las diez, cuando examinaré las listas de la señora Radford.
Carol y yo salimos a cenar con Bob aquella noche. Un gesto estéril. Apenas abrió la boca para hablar o comer.
– Que se lo quede todo -dijo por fin, mientras tomábamos café-, porque será la única manera de deshacerme de esa mujer.
– Pero tu tía no te habría legado esa fortuna de haber sabido que esto acabaría así.
– Ni tía Muriel ni yo imaginábamos algo semejante -repuso Bob con resignación-. El sentido de la oportunidad de Fiona es irreprochable. Después de conocer a mi tía solo necesitó un mes para aceptar mi proposición de matrimonio.-Bob se volvió hacia mí con una mirada acusadora-. ¿Por qué no me aconsejaste que no me casara con ella? -preguntó.
Cuando la jueza entró en la sala a la mañana siguiente, todos los funcionarios estaban ya sentados. Los dos contrincantes se hallaban al lado de sus abogados. Todo el mundo se levantó e inclinó la cabeza cuando la jueza Butler tomó asiento, y solo la señora Abbott permaneció en pie.
– ¿Ha tenido su dienta tiempo suficiente para preparar las dos listas? -preguntó la jueza con la vista clavada en la abogada de Fiona.
– Desde luego, señoría; y ambas están preparadas para que las examine.
La jueza hizo una seña con la cabeza al secretario del tribunal. Este se acercó con parsimonia a la señora Abbott, quien le entregó las dos listas. A continuación el secretario volvió sobre sus pasos y se la tendió a la jueza.
La jueza Butler estudió con calma ambos inventarios. De vez en cuando meneaba la cabeza e incluso emitió algún que otro «hum», mientras la señora Abbott continuaba en pie. Cuando finalizó la lectura, se volvió hacia la mesa de los abogados.
– ¿Debo entender que ambas partes consideran que esta distribución de los bienes en cuestión es justa y equitativa? -preguntó.
– Sí, señoría -contestó con firmeza la señora Abbott en nombre de su cliente.
– Entiendo -dijo la jueza, y se volvió hacia el señor Dexter-. ¿Cuenta también con la aprobación de su cliente?
El señor Dexter vaciló.
– Sí, señoría -respondió por fin, incapaz de disimular la ironía de su voz.
– Así sea. -Fiona sonrió por primera vez desde el inicio de la vista. La jueza le devolvió la sonrisa-. Sin embargo, antes de dictar sentencia -continuó-, he de hacer una pregunta al señor Radford.
Bob miró a su abogado, antes de levantarse nervioso de su asiento. Alzó la vista hacia la jueza.
«¿Qué más puede pedir?», fue mi único pensamiento.
– Señor Radford -dijo la jueza-, todos hemos oído a su esposa declarar que considera justa y equitativa la distribución de sus bienes, que reflejan estas dos listas.
Bob bajó la cabeza y permaneció en silencio.
– Sin embargo, antes de dictar sentencia debo estar segura de que usted está de acuerdo con dicha apreciación.
Bob alzó la cabeza. Pareció vacilar un momento.
– Sí, señoría -contestó al fin.
– En ese caso, no me deja otra elección en este asunto -afirmó la jueza Butler. Hizo una pausa y miró a Fiona, que seguía sonriendo-. Como concedí a la señora Radford la oportunidad de preparar estas dos listas -continuó la jueza-, que a su juicio suponen una división justa y equitativa de sus bienes… -observó la jueza Butler, que se sintió complacida al ver que Fiona asentía-, también será justo y equitativo -añadió, al tiempo que se volvía hacia Bob- conceder al señor Radford la oportunidad de elegir cuál de las dos listas prefiere.
¿Sabes lo que quiero decir?
Si quieres saber qué se cuece en este trullo, yo soy el hombre que buscas -dijo Doug-. ¿Sabes lo que quiero decir?
Cada cárcel tiene uno. El de North Sea Camp se llamaba Doug Haslett. Doug medía casi metro ochenta, tenía el pelo moreno, espeso y ondulado, que empezaba a encanecer en las sienes, y una barriga que le colgaba por encima del pantalón. Su idea de hacer ejercicio consistía en caminar desde la biblioteca, de la cual era responsable, hasta la cantina, que se hallaba unos cien metros más allá, tres veces al día. Creo que ejercitaba su mente más o menos con la misma periodicidad.
No tardé mucho en descubrir que era brillante, astuto, manipulador y perezoso, rasgos comunes entre los reincidentes. A los pocos días de llegar a una nueva cárcel, sin duda Doug ya había conseguido ropa limpia, la mejor celda y el trabajo mejor pagado, y ya había decidido con qué presos y, más importante aún, con qué funcionarios debía congeniar.
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