– Si el Juego de Ajedrez Kennington saliera a la venta, ¿qué cantidad esperaría recaudar? -preguntó.
El experto le miró con cierta incredulidad, si bien ya estaba al corriente de la venta del rey rojo en Phillips y del precio final.
– Setecientos cincuenta mil dólares, y hasta es posible que un millón -fue la respuesta.
– Si yo pudiera entregar el Juego Kennington, y usted estuviera en situación de autenticarlo, ¿qué cantidad adelantaría Sotheby´s sobre una futura venta?
– Cuatrocientos mil dólares, tal vez quinientos mil, si la familia pudiera confirmar que se trataba del Juego Kennington.
– Me pondré en contacto con ustedes -dijo Max, con todos sus problemas inmediatos y a largo plazo solucionados.
Max pagó la cuenta del pequeño hotel del East Side aquella misma noche y fue en un taxi al aeropuerto Kennedy. En cuanto el avión despegó, se durmió como un tronco, por primera vez desde hacía días.
El 727 aterrizó en Heathrow justo cuando el sol salía sobre el Támesis. Como no tenía nada que declarar, Max tomó el expreso a Paddington y llegó a su piso a la hora del desayuno. Empezó a fantasear sobre un futuro en el que comería cada día en su restaurante favorito y siempre iría en taxi, en lugar de tener que esperar al autobús.
Una vez terminado el desayuno, Max puso los platos en el fregadero y se arrellanó en una cómoda butaca. Empezó a pensar en su siguiente movimiento, convencido de que, ahora que el rey rojo había encontrado su lugar en el tablero, la partida acabaría en jaque mate.
A las once (una hora apropiada para telefonear a un lord del reino), llamó a Kennington Hall. El mayordomo pasó la llamada a lord Kennington, cuyas primeras palabras fueron:
– ¿Lo ha conseguido?
– Por desgracia no, señoría -contestó Max-. Un postor anónimo nos ganó la mano. Cumplí sus instrucciones al pie de la letra y dejé de pujar cuando se llegó a los cincuenta mil dólares. -Hizo una pausa-. El precio final fueron cincuenta y cinco mil dólares.
Siguió un largo silencio.
– ¿Cree que el otro licitador pudo ser mi hermano?
– No hay forma de saberlo -respondió Max-. Solo puedo decirle que pujó por teléfono, sin duda con el deseo de mantener el anonimato.
– Pronto lo averiguaré -dijo Kennington, y colgó.
– Desde luego que sí -admitió Max, y empezó a marcar un número de Chelsea-. Felicidades -dijo en cuanto oyó la voz engolada del honorable James-. He comprado la pieza, de manera que ahora se encuentra en situación de reclamar la herencia, según las cláusulas del testamento.
– Buen trabajo, Glover-dijo James Kennington.
– En cuanto usted entregue el resto del juego, mis abogados le extenderán, según les he indicado, un cheque por valor de cuatrocientos cuarenta y cinco mil dólares -dijo Max.
– Pero habíamos acordado medio millón -farfulló James.
– Menos los cincuenta y cinco mil que pagué por el rey rojo. -Max hizo una pausa-. Lo encontrará especificado en el contrato.
– Pero… -empezó a protestar James.
– ¿Prefiere que llame a su hermano? -preguntó Max, justo cuando sonaba el timbre de la puerta-. Porque todavía estoy en posesión de la pieza. -James no dijo nada-. Piénselo -añadió Max-, mientras voy a abrir la puerta.
Max dejó el auricular sobre la mesita auxiliar y se dirigió al vestíbulo casi frotándose las manos. Quitó la cadena, accionó la cerradura Yale y abrió la puerta unos centímetros. Había dos hombres altos, vestidos con gabardinas idénticas, delante de él.
– ¿Max Victor Glover? -preguntó uno.
– ¿Quién quiere saberlo? -preguntó a su vez Max.
– Soy el inspector de policía Armitage, de la Brigada Antifraude, y este es el oficial Willis.-Ambos mostraron su tarjeta de identificación, que Max conocía muy bien-. ¿Podemos entrar, señor?
Una vez que hubieron tomado declaración a Max, la cual consistió en poco más que «he de hablar con mi abogado», ambos hombres se marcharon. A continuación, fueron a Yorkshire para hablar con lord Kennington. Tras haber obtenido una declaración detallada de su señoría, regresaron a Londres para interrogar a su hermano James. La policía descubrió que se mostraba igual de colaborador.
Una semana después, Max fue detenido por estafa. El juez tuvo en cuenta su historial y no admitió fianza.
– Pero ¿cómo descubrieron que habías robado el rey rojo? -pregunté.
– No lo descubrieron -contestó Max, mientras apagaba el cigarrillo.
Dejé la pluma.
– Creo que no lo entiendo -murmuré desde la litera de arriba.
– Ni yo -admitió Max-, al menos hasta que supe de qué me acusaban. -Guardé silencio, mientras mi compañero de celda se ponía a liar otro cigarrillo-. Cuando me leyeron el pliego de cargos -continuó-, nadie se sorprendió más que yo.
»“Max Victor Glover, se le acusa de intentar obtener dinero mediante engaños. A saber, el 17 de octubre de 2000, pujó cincuenta y cinco mil dólares por un rey rojo, lote 23, en la casa de subastas Phillips de Nueva York, al tiempo que animaba a otras partes a licitar contra usted sin informarles de que era propietario de la pieza.”
Una pesada llave giró en la cerradura y la puerta de nuestra celda se abrió.
– Visitas -berreó el oficial del ala.
– Como verás -dijo Max, mientras se levantaba de la litera-, me acusaron de un delito que no había cometido y me condenaron por un delito que no había cometido.
– Pero ¿por qué te metiste en una farsa tan complicada, en lugar de vender el rey rojo a cualquiera de los hermanos?
– Porque entonces tendría que haberles explicado cómo había obtenido la pieza y, si me hubieran detenido…
– Pero es que te detuvieron.
– Pero no me acusaron de robo -me recordó Max.
– ¿Qué fue del rey rojo? -pregunté, mientras salíamos al pasillo y nos dirigíamos hacia el pabellón de visitas.
– Se lo entregaron a mi abogado después del juicio -respondió Max- y ahora está guardado en su caja fuerte, donde permanecerá hasta que me concedan la libertad.
– Pero eso significa… -empecé.
– ¿Conoces a lord Kennington? -preguntó Max como si tal cosa
– No -contesté.
– En ese caso, te lo presentaré, amigo -dijo imitando el acento de su señoría-, porque viene a verme esta tarde. -Max hizo una pausa-. Intuyo que su señoría quiere hacerme una oferta por el rey rojo.
– ¿La aceptarás? -pregunté.
– Tranquilo, Jeff-contestó Max cuando entramos en la sala de visitas-. No podré responder a esa pregunta hasta la semana que viene, cuando reciba la visita de su hermano James.
O cúpate de tus asuntos-fue el consejo de Carol.
– Pero es asunto mío -recordé a mi mujer cuando me metí en la cama-. Bob y yo somos amigos desde hace más de veinte años.
– Razón de más para que te guardes tus consejos -insistió ella.
– Es que esa chica no me cae bien -expliqué.
– Lo has dejado muy claro durante la cena -me recordó Carol, mientras apagaba la luz de su lado.
– Tú también eres consciente de que esto acabará en lágrimas.
– En ese caso tendrás que comprar una caja de Kleenex grande.
– Solo busca su dinero -murmuré.
– No tiene -repuso Carol-. Bob se gana bien la vida, pero eso no le coloca en la misma liga que Abramovich. [5]
– Es posible, pero mi deber de amigo es aconsejarle que no se case con ella.
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