Jeffrey Archer - Casi Culpables

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¿Dónde está la frontera entre la culpabilidad y la inocencia? Solo un escritor como Jeffrey Archer es capaz de imprimir en las conciencias un sentimiento tan complejo como la duda.
¿Puede un convicto confesar su culpabilidad y conseguir que se desee su libertad, que se crea en su inocencia? Este es el dilema que presenta uno de los doce relatos, manifestación de talento y elegancia narrativa, que, inspirados en historias inolvidables de personajes reales, abordan la cuestión de la delincuencia: entre el engaño y la estafa, entre el asesinato y el robo, estos maravillosos relatos guían al lector por los laberintos de un mundo paralelo y subterráneo. Pero al tiempo muestran el lado más humano de sus protagonistas, culpables, pero no tanto.
Aunque algunas de estas historias fueron conocidas por el autor tras su puesta en libertad, la mayoría lo fueron durante su estancia en prisión, lo que les da una unidad de fondo. Todas confirman a Archer como uno de los mejores creadores de relatos cortos de la actualidad.
Las ilustraciones del inigualable Ronald Searle representan un valor añadido de una edición inolvidable.
«Con estilo, ingenioso y siempre entretenido… Jeffrey Archer tiene una aptitud natural para las historias cortas.» – The Times
«Probablemente el mejor contador de historias de nuestro tiempo.» – Mail-on Sunday
«Un narrador de la talla de Alejandro Dumas.» – Washington Post
«Archer es un maestro del entretenimiento.» – Time
«Este hombre es un genio.» – Evening Standard
«Archer es un narrador excelente, que cumple las expectativas del lector: el deseo de pasar la página y saber qué ocurre después.» – Sunday Times
«Archer tiene un don para la trama que solo se puede definir como genial.» – Daily Telegraph

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Cuando llamé a Bob para felicitarle por su buena suerte, no parecía muy animado. Preguntó si podíamos quedar para comer, porque deseaba que le aconsejara sobre un asunto personal.

Nos encontramos un par de horas después en un pub gastronómico cercano a Devonshire Place. Bob no habló de nada importante hasta después de que el camarero hubiera tomado nota, pero en cuanto sirvieron los entrantes, Fiona fue el único plato del menú. Aquella mañana había recibido una carta del bufete de abogados Abbott Crombie y Compañía, en la que se le anunciaba sin la menor ambigüedad que su esposa había solicitado el divorcio.

– Justo en el momento adecuado -observé sin el menor tacto.

– Y yo ni siquiera me di cuenta -dijo Bob.

– ¿Darte cuenta? -pregunté-. ¿De qué?

– De cómo Fiona cambió de actitud hacia mí poco después de conocer a tía Muriel. De hecho, esa misma noche, estaba literalmente colada por mí.

Recordé a Bob lo que Woody Allen había dicho sobre el tema El señor Allen no - фото 29

Recordé a Bob lo que Woody Allen había dicho sobre el tema. El señor Allen no entendía por qué Dios había concedido al hombre un pene y un cerebro, pero no la sangre suficiente para conectar los dos. Bob rió por primera vez aquel día, pero unos minutos después se sumió en un sombrío silencio lastimero.

– ¿Puedo ayudarte de alguna manera? -pregunté.

– Solo si conoces el nombre de algún abogado matrimonialista de primera -contestó Bob-, porque me han dicho que la señora Abbott tiene fama de chupar hasta la última gota de sangre en nombre de sus clientes, sobre todo después de la última ley a favor de las esposas que aprobaron los lores.

– La verdad es que no -dije-. Como llevo dieciséis años felizmente casado, creo que soy el hombre menos idóneo para aconsejarte. ¿Por qué no hablas con Peter Mitchell? Al fin y al cabo, con cuatro ex esposas, seguro que puede decirte cuál es el mejor abogado disponible.

– He llamado a Peter esta misma mañana -admitió Bob-. Siempre le ha representado la señora Abbott. Me ha dicho que ya es como de la familia.

Durante las semanas siguientes Bob y yo volvimos a jugar a squash con regularidad y empecé a ganarle por primera vez. Después cenaba con Carol y conmigo. Intentábamos evitar cualquier conversación relacionada con Fiona. Sin embargo, se le escapó que ella se negaba a abandonar el escenario con elegancia, incluso después de que le hubiera ofrecido la mitad de la herencia de tía Muriel.

A medida que las semanas se convertían en meses, Bob empezó a adelgazar, y sus rizos dorados encanecieron prematuramente. Por su parte, Fiona parecía cada vez más fuerte y salvaba cada nuevo obstáculo como un avezado purasangre. En lo tocante a la táctica, Fiona entendía muy bien el juego a largo plazo; claro que gozaba de la ventaja de haber conseguido en el pasado tres victorias, y no cabía duda de que esperaba la cuarta.

Debió de pasar un año hasta que Fiona aceptó por fin llegar a un acuerdo. Todas las propiedades de Bob se dividirían en dos partes iguales, y también asumiría las costas derivadas del litigio. Se fijó una fecha para la firma oficial. Accedí a ser testigo y a dar a Bob, como Carol lo describió, un apoyo moral que necesitaba mucho.

Ni siquiera llegué a quitar el capuchón de mi pluma, porque Fiona estalló en lágrimas mucho antes de que la señora Abbott hubiera leído las cláusulas. Afirmó que la habían tratado con crueldad y que por culpa de Bob había sufrido una crisis nerviosa. Después salió como una exhalación del despacho sin más palabras. Debo confesar que nunca había visto a Fiona menos nerviosa. Ni siquiera la señora Abbott pudo disimular su exasperación.

Harry Dexter, a quien Bob había elegido como abogado, le advirtió de que probablemente el problema desembocaría en una larga y cara batalla legal si no conseguía llegar a un acuerdo. El señor Dexter le informó por añadidura de que con frecuencia los jueces ordenaban a la parte acusada que sufragará los gastos de la parte perjudicada. Bob se encogió de hombros y no se molestó en contestar.

Una vez que ambas partes aceptaron que no se podía llegar a un acuerdo extrajudicial, se fijó una fecha para la vista.

El señor Dexter estaba decidido a rebatir las indignantes exigencias de Fiona con feroz encono, y al principio Bob siguió todas sus recomendaciones. Sin embargo, con cada nueva exigencia de la otra parte, la resolución de Bob flaqueaba, hasta que, como un boxeador noqueado, estuvo dispuesto a tirar la toalla. A medida que se acercaba el día de la vista, se deprimía cada vez más, y hasta empezó a decir: «¿Por qué no le doy todo, ya que es la única manera de que quede satisfecha?». Carol y yo intentamos animarle, pero con escaso éxito, y hasta al señor Dexter le costaba convencer a su cliente de que resistiera.

Ambos aseguramos a Bob que estaríamos en el palacio de justicia para apoyarle el día de la vista.

Carol y yo ocupamos nuestros sitios en la galería de la sala número tres, división matrimonial, el último jueves de junio, y esperamos a que se iniciara el juicio. A las diez menos diez los funcionarios del tribunal empezaron a entrar para ocupar sus asientos. Pocos minutos después llegó la señora Abbott, acompañada de Fiona. Miré a la demandante, que no llevaba joyas y vestía un traje negro más apropiado para un funeral: el de Bob.

Un momento después, apareció el señor Dexter, seguido de Bob. Se sentaron a la mesa que había al otro lado de la sala.

Cuando dieron las diez, mis peores temores se materializaron. Entró en la sala la jueza, que me recordó al instante a la enfermera de mi colegio, una tirana convencida de que el castigo no tenía por qué adecuarse al delito. La jueza ocupó su lugar en el tribunal y sonrió a la señora Abbott. Tal vez habían ido juntas a la universidad. La señora Abbott se levantó y le devolvió la sonrisa. Después procedió a combatir por cada objeto propiedad de Bob e incluso discutió quién debería quedarse con los gemelos de su universidad, diciendo que habían llegado al acuerdo de que todas las posesiones del señor Radford se dividirían a partes iguales y, por lo tanto, si él se quedaba un gemelo, su dienta tenía derecho al otro.

A medida que pasaban las horas, las exigencias de Fiona aumentaban. Al fin y al cabo, explicó la señora Abbott, ¿acaso su cliente no había renunciado a una vida feliz en Estados Unidos, con un lucrativo negocio familiar (algo que yo ignoraba hasta aquel momento), a fin de dedicarse en cuerpo y alma a su marido? Solo para descubrir que raras veces llegaba a casa antes de las ocho de la tarde, y solo después de haber ido a jugar al squash con sus amigos, y cuando por fin aparecía (la señora Abbott hizo una pausa), borracho, no quería probar la cena que ella había pasado horas preparando (nueva pausa), y cuando al fin se iban a la cama, no tardaba en sumirse en un sopor alcohólico. Me levanté para protestar, pero un alguacil me conminó a sentarme; de lo contrario, se me ordenaría abandonar la sala. Carol tiró con firmeza de mi chaqueta.

La señora Abbott llegó al final de sus exigencias, con la propuesta de que su dienta debía recibir la casa de campo (de tía Muriel), mientras a Bob se le permitiría conservar su aparta mentó de Londres; ella debía quedarse la villa de Caniles (de tía Muriel), mientras él podía continuar en su piso de Harley Street (alquilado). Por último la señora Abbott fijó su atención en la colección de arte de tía Muriel, que consideraba debía dividirse también en dos partes: para su dienta, el Monet, y para él, el Manguin; para su dienta, el Picasso, y para él, el Pasmore; para ella, el Bacon, etcétera. Cuando la señora Abbott se sentó por fin, la jueza Butler señaló que tal vez deberían concederse un descanso para comer.

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