Max recorrió con paso decidido un pasillo largo adornado con retratos de antepasados, pintados por luminarias como Romney, Gainsborough, Lely y Stubbs. Cada uno habría logrado una fortuna en el mercado, pero los ojos de Max estaban clavados en un objeto de menor tamaño, que residía en la Galería Larga.
Cuando Max entró en la sala donde se exhibía el Juego Kennington, la obra maestra estaba rodeada de un atento grupo de visitantes, a quienes un guía daba las pertinentes explicaciones. Se quedó detrás de ellos, mientras escuchaba una historia que conocía muy bien. Esperó con paciencia a que el grupo se trasladara al comedor para admirar la vajilla de plata familiar.
– Varias piezas fueron obtenidas en tiempos de la Armada Invencible -entonó el guía, mientras el grupo le seguía hasta una sala adyacente.
Max inspeccionó el pasillo para comprobar que el siguiente grupo no iba a pisarle los talones. Metió una mano en el bolsillo y extrajo el rey rojo. Aparte del color, la pieza era idéntica en todos los detalles al rey blanco que se erguía en el extremo opuesto del tablero. Max sabía que la falsificación no pasaría la prueba del carbono 14, pero estaba satisfecho de poseer una copia perfecta. Abandonó Kennington Hall unos minutos después y regresó a Londres.
El siguiente problema de Max fue decidir qué ciudad gozaba de menos seguridad para llevar a cabo el golpe: Londres, Washington o Pekín. El Palacio del Pueblo de Pekín ganaba por una cabeza corta. Sin embargo, teniendo en cuenta el costo de todo el ejercicio, el Museo Británico era el único caballo que seguía en la carrera. Pero lo que al final inclinó la balanza fue la idea de pasar los cinco años siguientes encerrado en una cárcel china, una penitenciaría norteamericana o bien residir en una prisión abierta en el este de Inglaterra. Inglaterra ganó por goleada.
A la mañana siguiente Max visitó el Museo Británico por primera vez en su vida. La dama sentada detrás del mostrador de información le indicó que se dirigiera al fondo de la planta baja, donde se exponía la colección china.
Max descubrió que cientos de objetos chinos ocupaban las quince salas y tardó casi una hora en localizar el juego de ajedrez. Llegó a pensar en pedir ayuda a algún guardia uniformado pero, como no deseaba llamar la atención, y además dudaba de que pudieran contestar a su pregunta, prefirió no hacerlo.
Max tuvo que deambular de un lado a otro durante un rato antes de quedarse solo en la sala. No podía permitir que alguien del público o, peor aún, un guardia, fuera testigo de su pequeño subterfugio. Max observó que el guardia de seguridad recorría cuatro salas cada media hora. Por lo tanto, tendría que esperar a que se dirigiera a la sala del islam, asegurándose al mismo tiempo de que no había ningún visitante a la vista, para efectuar su jugada.
Transcurrió otra hora antes de que Max se sintiera lo bastante seguro para extraer el bastardo del bolsillo y comparar la pieza con el rey legítimo, que se erguía con orgullo en su casilla roja, dentro de la vitrina. Los dos reyes se miraron, gemelos idénticos, salvo porque uno era un impostor. Max paseó la vista alrededor. La sala estaba vacía. Al fin y al cabo, eran las once de la mañana de un martes y vacaciones de mediados de trimestre, y el sol brillaba.
Max esperó a que el guardia se trasladara a la sala islámica para llevar a cabo su bien ensayado movimiento. Con la ayuda de una navaja suiza, abrió con cuidado la tapa de la vitrina que cubría la obra maestra china. Una estridente alarma sonó de inmediato, pero mucho antes de que apareciera el primer guardia Max ya había cambiado los dos reyes, bajado la tapa de la vitrina, abierto una ventana y pasado a la sala siguiente. Estaba estudiando el vestido de un samurái, cuando dos guardias entraron a la carrera en la sala contigua. Uno maldijo al ver la ventana abierta, mientras el otro comprobaba si faltaba algo.
– Bien, ahora querrás saber -dijo Max, que se lo estaba pasando en grande- cómo engañé a ambos hermanos con el mate del loco.-Asentí, pero no volvió a hablar hasta haber liado otro cigarrillo-. Para empezar -continuó Max-, nunca hay que precipitarse en una transacción cuando se está en posesión de algo que desean dos compradores, y en este caso, con desesperación. Mi siguiente visita -hizo una pausa para encender el cigarrillo- fue a una tienda de Charing Cross Road. No tuve que investigar mucho, porque se anunciaba en las Páginas Amarillas, bajo el epígrafe «Ajedrez», con la cita de Marlowe: «La gente que sirve a los maestros y aconseja a los principiantes».
Max entró en la tienda, antigua y polvorienta, donde le recibió un anciano caballero que parecía un peón de la vida: alguien que de vez en cuando avanzaba, pero que tenía el aspecto de que al final sería comido. Desde luego, no era de los que llegaban al otro lado del tablero para convertirse en rey. Max se interesó por un tablero de ajedrez que había en el escaparate. Después lanzó una serie de preguntas bien ensayadas, que casualmente desembocaron en el valor de un rey rojo del Juego Kennington.
– Si esa pieza saliera alguna vez a la venta -musitó el anciano-, el precio podría superar las cincuenta mil libras, porque todo el mundo sabe que hay dos postores seguros.
Esta información hizo que Max introdujera algunos cambios en su plan. El siguiente problema consistía en que su cuenta corriente no le permitiría una visita a Nueva York. Terminó viéndose obligado a «adquirir» varios objetos pequeños de casas grandes, de los que era fácil desprenderse con celeridad, con el fin de ir a Estados Unidos provisto del capital suficiente para llevar a la práctica su plan. Por suerte, se encontraban en plena temporada de criquet.
Cuando Max aterrizó en el aeropuerto JFK, no se molestó en acudir a Sotheby’s o Christie s, sino que pidió al taxista que le llevara a Subastas Phillips, en la calle Setenta y nueve Este. Experimentó un gran alivio cuando, al enseñar la delicada talla robada en el Museo Británico, el joven empleado no demostró un gran interés por la pieza.
– ¿Conoce su procedencia? -preguntó el empleado.
– No -contestó Max-. Hace años que pertenece a mi familia.
Seis semanas después, se publicó un catálogo de artículos en venta. Max se sintió muy complacido al ver que el lote 23 era de procedencia desconocida, con un valor estimado de trescientos dólares. Como no era uno de los objetos merecedores de fotografía, Max tuvo la certeza de que poca gente se interesaría por el rey rojo y, por lo tanto, era improbable que fuera a llamar la atención de Edward o James Kennington. Es decir, hasta que él les informara.
Una semana antes de la fecha prevista para la venta, Max telefoneó a Phillips a Nueva York. Solo hizo una pregunta al joven empleado, quien respondió que, si bien el catálogo había estado disponible durante más de un mes, nadie había mostrado un interés particular por el rey rojo. Max fingió decepción.
La siguiente llamada que hizo Max fue a Kennington Hall, Tentó a su señoría con varios «si», e incluso un «quizá», lo que dio como resultado una invitación para comer con lord Kennington en White’s.
Lord Kennington explicó a su invitado, mientras tomaba un plato de sopa Windsor, que no podía mostrar ningún papel durante la comida, pues era contrario a las normas del club. Max asintió, dejó el catálogo de Phillips debajo de su silla e inició una rocambolesca historia acerca de cómo, por pura casualidad, mientras examinaba la figura de un mandarín por encargo de un cliente, se había topado con el rey rojo.
– No habría reparado en él -aseguró-, si usted no me hubiera contado la historia.
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