Max encendió una cerilla, la acercó al cigarrillo y dio una profunda calada antes de empezar. En la cárcel toda acción es exagerada, puesto que no hay la menor prisa. Me tendí en la litera de arriba y esperé pacientemente.
– ¿Te dice algo el Juego Kennington? -preguntó Max.
– No -contesté, aunque supuse que se refería a un grupo de caballeros montados con chaquetas rojas, una copa de oporto en la mano y un látigo en la otra, rodeados de una manada de sabuesos y empeñados en dedicar la mañana del sábado a perseguir a algún animal peludo de cola espesa. Estaba equivocado. El Juego Kennington, empezó a explicar Max, era un juego de ajedrez.
– Pero no uno normal -aseguró.
Mi interés aumentó. Seguramente las piezas eran obra de Lu Ping (1469-1540), un maestro artesano de la dinastía Ming (1368-1644). Los treinta y dos trebejos de marfil estaban tallados con exquisitez y pintados en rojo y blanco. Los detalles se hallan recogidos con fidelidad en documentos históricos, si bien nunca se ha establecido con exactitud cuántos juegos creó Lu Ping durante su vida.
– Se sabe que había tres juegos completos -continuó Max, mientras el humo se elevaba en espiral desde la litera inferior-. El primero se expone en el salón del trono del Palacio del Pueblo de Pekín; el segundo, en la colección Mellon de Washington, y el tercero, en el Museo Británico. Muchos coleccionistas rastrearon el gran territorio chino en busca del legendario cuarto juego y, aunque todos los esfuerzos terminaron en fracaso, varias piezas aparecieron en el mercado de vez en cuando.
Max apagó la colilla más minúscula que yo había visto en mi vida.
– En aquel tiempo -continuó Max- yo estaba llevando a cabo ciertas investigaciones sobre los objetos más pequeños de Kennington Hall, en Yorkshire.
– ¿Cómo te las apañaste? -pregunté.
– Country Life encargó a lord Kennington que escribiera un libro ilustrado para Navidad, en el que detallara los tesoros de Kennington Hall -dijo Max, mientras liaba un segundo cigarrillo-. Muy amable por su parte -añadió.
»Entre sus antepasados se hallaba un tal James Kennington (entre 1552 y 1618), un verdadero aventurero, bucanero y fiel servidor de la reina Isabel I. Él rescató el primer juego en 1588 sacándolo del Isabella tan solo momentos antes de que se hundiera. Al regresar a Plymouth, tras ganar por diecisiete a cuatro en la contienda contra los españoles, el capitán Kennington entregó su preciado tesoro a la reina. A su majestad siempre le habían interesado las cosas sólidas, sobre todo si podía llevarlas encima (oro, plata, perlas o joyas raras), y premió al capitán Kennington con el título de sir. El juego de ajedrez no atrajo a la reina, de modo que sir James se quedó con él. A diferencia de sir Francis o sir Walter, [3]sir James continuó saqueando los mares. Gozó de tanto éxito que, una década después, su majestad le permitió ingresar en la Cámara de los Lores, con el título de primer lord Kennington, en premio a los servicios prestados a la corona. -Max hizo una pausa-. Lo único que diferencia a un pirata de un lord es con quién divide el botín.
»El segundo lord Kennington, al igual que su monarca, no mostró el menor interés por el ajedrez, de modo que el juego fue acumulando polvo en una de las noventa y dos estancias de Kennington Hall. Como hubo pocos episodios históricos dignos de mención durante las tranquilas vidas del tercero, cuarto, quinto y sexto lord Kennington, solo podemos suponer que el juego continuó en su sitio y que las piezas nunca se movieron sobre el tablero. El séptimo lord Kennington sirvió como coronel en el duodécimo batallón de los Light Dragoons en la época de Waterloo. El coronel jugaba al ajedrez de vez en cuando, de modo que desempolvaron el tablero y las piezas y los trasladaron a la Galería Larga.
»El octavo lord Kennington murió durante la carga de la brigada ligera; el noveno, en la guerra de los bóers, y el décimo, en Ypres. El undécimo, un playboy, tuvo una existencia más plácida, pero al final, por motivos pecuniarios (Kennington Hall necesitaba un nuevo tejado), se vio obligado a abrir su casa al público. Todos los fines de semana recibían ingentes cantidades de visitantes, a quienes por una pequeña suma se permitía recorrer la mansión. Cuando entraban en la Galería Larga, se topaban con la obra maestra china sobre su pedestal, rodeado de un cordón rojo.
»Debido a las numerosas deudas, que las aportaciones del público no podían sufragar, lord Kennington se vio obligado a vender varias reliquias familiares, entre ellas el Juego Kennington.
»Christie’s fijó una cifra inicial de cien mil libras por la obra maestra, pero el mazo del subastador dio como cantidad definitiva doscientas treinta mil.
»La próxima vez que vayas a Washington -añadió Max entre calada y calada-, podrás ver el Juego Kennington original, que ahora forma parte de la colección Mellon. Este sería el final de mi historia, si el undécimo lord Kennington no se hubiera casado con una bailarina de striptease norteamericana, quien dio a luz un hijo. Este chico poseía una cualidad que el linaje Kennington no conocía desde hacía varias generaciones: cerebro.
»El honorable Harry Kennington se convirtió, pese a la desaprobación de su padre, en administrador de fondos de inversión libre y, de esta forma, en heredero natural del primer lord Kennington. Era un hombre que navegaba por los mercados de valores con la misma facilidad con que su antepasado bucanero había surcado los mares. A los veintisiete años Harry había conseguido su primer millón comprando empresas en crisis para vender sus bienes. Cuando heredó el título, ya era presidente del Kennington´s Bank. Lo primero que hizo con su recién adquirida riqueza fue emprender la empresa de devolver su antigua grandeza a Kennington Hall. No permitió bajo ningún concepto que el público pagara cinco libras por aparcar el coche en los jardines.
»El duodécimo lord Kennington, al igual que su padre, se casó también con una mujer notable. Elsie Trumpshaw era hija del propietario de una fábrica de algodón y producto de la educación del Cheltenham Ladies’ College. Como para cualquier muchacha de Yorkshire con amor propio, para Elsie la expresión “Si cuidas de los peniques, las libras cuidarán de sí mismas” era un credo, no un tópico.
»Mientras su marido estaba ausente ganando dinero, Elsie era sin duda la dueña de Kennington Hall. Tras pasar sus años de formación llevando los vestidos usados y los libros manoseados de su hermana, y más tarde tomando prestado su lápiz de labios, fuera cual fuese el color, estaba muy capacitada para ser la guardiana de una fortuna familiar. Con habilidad consumada, diligencia y excelente administración, se encargó del mantenimiento y la conservación de la mansión recién restaurada. Si bien no le interesaba el ajedrez, ver la vitrina vacía de la Galería Larga provocó su irritación. Solucionó el problema por fin mientras visitaba un mercadillo de la localidad y, al mismo tiempo, cambió la suerte de muchas personas, entre ellas, yo.
Max apagó su segundo cigarrillo, y al ver que no liaba otro de inmediato me quedé más tranquilo, pues nuestra pequeña celda empezaba a parecerse a la estación de Paddington en la época de las locomotoras de vapor.
Una lluviosa mañana de domingo, Elsie deambulaba por un mercadillo de Pudsey. Solo iba a dichos acontecimientos cuando llovía, pues eso aseguraba pocos curiosos y la posibilidad de regatear con más facilidad. Estaba mirando un montón de ropa, cuando se topó con el tablero de ajedrez. Las casillas rojas y blancas despertaron recuerdos de una fotografía que había visto en un catálogo antiguo de Christie’s, que databa de la época en que se había vendido el juego original. Elsie regateó un rato con el hombre que se hallaba de pie detrás de un viejo Jaguar y acabó pagando veintitrés libras por el tablero de marfil.
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