– ¿Adónde me lleváis esta vez? -preguntó Pat a un agente poco comunicativo, al que jamás había visto.
– Lo averiguarás cuando llegues, Paddy [1]
– fue la única respuesta que obtuvo.
– ¿Te he contado lo de aquella vez en que fui a buscar trabajo a una obra de Liverpool…?
– No -contestó el agente-, y no quiero que me lo cuentes…
– … y el capataz, un maldito inglés, tuvo la cara de preguntarme si conocía la diferencia entre…
Empujaron a Pat al interior del vehículo y le metieron en uno de los cubículos, que parecía el lavabo de un avión. Se sentó en el asiento de plástico cuando la puerta se cerró a su espalda.
Pat miró por la diminuta ventanilla cuadrada y, cuando el vehículo se desvió hacia el sur por Baker Street, comprendió que debían de llevarle a Belmarsh. Suspiró. «Al menos tienen una biblioteca bastante decente y puede que recupere mi antiguo trabajo en la cocina», pensó.
Cuando la Black Maria [2]frenó ante la entrada de la prisión, su sospecha se confirmó. Un gran tablón verde sujeto a la puerta de la cárcel anunciaba Belmarsh, y algún gracioso había sustituido bel por hell.**
La furgoneta entró a través de las puertas de barrotes dobles y después cruzó otras hasta detenerse en un patio desnudo.
Sacaron a doce presos del vehículo como si fueran ganado y los condujeron escalera arriba hasta la zona de presentación, donde esperaron en fila. Pat sonrió cuando le tocó el turno y vio quién estaba detrás del escritorio inscribiendo a los recién llegados.
– ¿Qué tal va esta agradable tarde, señor Jenkins? -preguntó.
El funcionario levantó la vista.
– No es posible que ya estemos en octubre -dijo.
– Desde luego que sí, señor Jenkins -confirmó Pat-, y le ruego que acepte mi pésame por su reciente pérdida.
– Mi reciente pérdida -repitió Jenkins-. ¿De qué estás hablando, Pat?
– Esos quince galeses que aparecieron en Dublín a principios de este año haciéndose pasar por un equipo de rugby.
– No tientes a la suerte, Pat.
– ¿Cómo voy a hacerlo, señor Jenkins, si confío en que me destine a mi antigua celda?
El funcionario recorrió con el dedo la lista de las celdas que había libres.
– Me temo que no, Pat -dijo con un suspiro exagerado-. Ya está reservada. Pero te pondré con el compañero adecuado para que pases bien tu primera noche -añadió, y se volvió hacia el guardián nocturno-. Acompaña a O’Flynn a la celda 119.
El guardián nocturno pareció vacilar, pero tras lanzar otra mirada al señor Jenkins se limitó a decir:
– Sígueme, Pat.
– ¿A quién ha elegido el señor Jenkins para que sea mi compañero de celda en esta ocasión?-preguntó Pat, mientras el funcionario le conducía a través del largo pasillo de ladrillo gris, hasta detenerse ante un primer conjunto de puertas con barrotes dobles-. ¿Es Jack el Destripador, o Michael Jackson?
– Pronto lo averiguarás -respondió el guardián nocturno, mientras se abrían las segundas puertas.
– ¿Le he contado alguna vez -preguntó Pat, mientras se dirigían a la planta baja del bloque B- lo que me pasó cuando fui a buscar trabajo a una obra de Liverpool y el capataz, un maldito inglés, tuvo la cara de preguntarme si conocía la diferencia entre una viga y una vigueta?
Pat esperó a que el funcionario contestara, cuando se detuvieron ante la celda número 119. El guardián introdujo una enorme llave en la cerradura.
– No, Pat, no me lo has contado -dijo, al tiempo que abría la pesada puerta-. ¿Cuál es la diferencia entre una viga y una vigueta? -preguntó.
Pat estaba a punto de responder, pero cuando miró hacia el interior de la celda se quedó en silencio un momento.
– Buenas noches, milord -dijo por segunda vez aquel día.
El guardián no esperó a la respuesta. Cerró la puerta de golpe y giró la llave en la cerradura.
Pat pasó el resto de la noche contándome con todo lujo de detalles lo que había ocurrido desde las dos de la madrugada anterior. Cuando llegó al final de su narración, me limité a preguntar:
– ¿Por qué octubre?
– Cuando se atrasan los relojes -explicó Pat-, prefiero estar en chirona, con tres comidas garantizadas al día y una celda con calefacción. Dormir al raso es agradable en verano, pero no tanto durante el invierno inglés.
– ¿Qué habrías hecho si el señor Perkins te hubiera condenado a un año? -pregunté.
– Me habría comportado como un caballero desde el primer día -contestó Pat- y me habrían soltado al cabo de seis meses. En este momento padecen un grave problema de masificación.
– Pero, si el señor Perkins hubiera mantenido su primera pena de tres meses, te habrían liberado en enero, en pleno invierno.
– Ni hablar -dijo Pat-.Justo antes de que me tocara salir, habrían encontrado una botella de Guinness en mi celda. Una falta que obliga al director a añadir tres meses más a la condena, con lo cual me habría quedado cómodamente en la cárcel hasta abril.
Reí.
– ¿Así piensas pasar el resto de tu vida? -pregunté.
– No hago previsiones a tan largo plazo -admitió Pat-. Con seis meses tengo suficiente -añadió, tras lo cual subió a la litera de arriba y apagó la luz.
– Buenas noches, Pat -dije, y apoyé la cabeza sobre la almohada.
– ¿Le he contado alguna vez lo que me pasó cuando fui a buscar trabajo a una obra de Liverpool? -preguntó Pat, justo cuando empezaba a dormirme.
– No -contesté.
– Bien, el capataz, un maldito inglés, y le ruego que no se dé por aludido… -agregó, y yo sonreí-, tuvo la cara dura de preguntarme si conocía la diferencia entre una viga y una vigueta.
– ¿La conoces?
– Por supuesto que sí. Joyce escribió Ulises y Goethe escribió Fausto.
Patrick O’Flynn murió de hipotermia el 23 de noviembre de 2005, mientras dormía bajo los arcos de Victoria Embankment, en el centro de Londres.
Su cuerpo fue descubierto por un joven agente a cien metros escasos del hotel Savoy.
M e acusaron de un delitoque no había cometido y me condenaron por un crimen que no había cometido -dijo Max, tendido en la litera que había debajo de la mía, mientras liaba otro cigarrillo.
Cuando estuve en la cárcel, oí esta afirmación en diversas ocasiones, pero en el caso de Max Glover resultó ser cierta.
Max cumplía una pena de tres años por obtener dinero mediante engaño. No era lo suyo. Su especialidad era robar objetos pequeños de casas grandes. Una vez me contó, con considerable orgullo profesional, que podían transcurrir años antes de que un propietario se diera cuenta de que una reliquia familiar había desaparecido, sobre todo, añadió Max, si te llevabas un objeto pequeño pero valioso de una habitación atestada.
– Que quede claro que no me estoy quejando -continuó-, porque, si me hubieran acusado de un delito que sí cometí, habría acabado con una condena mucho mayor… -hizo una pausa- y nada que esperar cuando me soltaran.
Max sabía que había despertado mi curiosidad y, como yo no tenía adonde ir durante las tres horas siguientes, hasta que la puerta de la celda se abriera para Asociación (esos gloriosos cuarenta y cinco minutos durante los cuales se permite a los presos salir de la celda para pasear por el patio), tomé mi pluma y le dije:
– Muy bien, Max, soy todo oídos. Cuéntame qué pasó para que te condenaran por un delito que no cometiste.
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