– Nunca me he sentido mejor -respondió Dick.
– Estupendo -repuso Chenkov, al parecer aliviado-. Te recogeré a las nueve, tal como quedamos. No quiero hacer esperar al presidente.
– Tampoco yo, Anatol -le aseguró Dick-. Estaré en el vestíbulo mucho antes de las nueve.
Alguien llamó a la puerta. Dick colgó el teléfono al instante y corrió a abrir antes de que entraran sin esperar. Había una doncella en el pasillo, al lado de un carrito cargado de sábanas, toallas, pastillas de jabón, botellas de champú y cajas de Evian.
– ¿Quiere que haga la cama, señor? -preguntó con una sonrisa.
– No, gracias -contestó Dick-. Mi mujer no se encuentra bien.
Señaló el letrero de «No molesten».
– ¿Más agua, tal vez? -inquirió la joven, al tiempo que le tendía una botella grande de Evian.
– No -repitió Dick con firmeza, y cerró la puerta.
La única otra llamada de aquella tarde fue del director del hotel. Preguntó cortésmente si la señora quería ver al médico del hotel.
– No, gracias -contestó Dick-. Ha sufrido una leve insolación, pero se está recuperando y estoy seguro de que -por la mañana se encontrará perfectamente bien.
– Llámeme si cambia de opinión -dijo el director-. El médico se presentará en cuestión de minutos.
– Es usted muy amable -repuso Dick-, pero no será necesario -añadió, y colgó el teléfono.
Volvió al lado de su mujer. Esta tenía la piel pálida y manchada. Dick se inclinó hacia ella hasta casi tocar sus labios. Aún respiraba. Fue a la nevera, la abrió y sacó todas las botellas de Evian que aún estaban por abrir. Dejó dos en el cuarto de baño y una a cada lado de la cama. Antes de desvestirse sacó de la maleta el letrero de no beban agua del grifo y lo colocó sobre el lavabo.
El coche de Chenkov frenó ante el hotel Grand Palace minutos antes de las nueve de la mañana. Karl bajó para abrir al ministro la puerta de atrás.
Chenkov subió a buen paso por la escalera y entró en el vestíbulo, convencido de que encontraría a Dick esperándole. Miró a derecha e izquierda, pero no vio a su socio comercial. Se dirigió al mostrador de recepción y preguntó si el señor Barnsley le había dejado un mensaje.
– No, señor ministro -respondió el conserje-. ¿Quiere que llame a su habitación? -El ministro asintió con un movimiento brusco de la cabeza. Esperaron un momento-. Nadie contesta al teléfono, señor ministro. Es posible que el señor Barnsley esté bajando.
Chenkov asintió de nuevo y empezó a pasear de un lado a otro del vestíbulo, sin dejar de mirar hacia el ascensor y consultar el reloj. A las nueve y diez se puso todavía más nervioso, pues no quería hacer esperar al presidente. Volvió al mostrador de recepción.
– Pruebe otra vez -pidió.
El conserje marcó de inmediato el número de la habitación del señor Barnsley, pero solo pudo informar de que seguía sin contestar.
– Vaya a buscar al director -exclamó el ministro.
El conserje asintió, volvió a descolgar el auricular y marcó un solo número. Unos minutos después, un hombre alto, vestido con un elegante traje oscuro, se presentó ante Chenkov.
– ¿En qué puedo ayudarle, señor ministro? -preguntó.
– He de subir a la habitación del señor Barnsley.
– Por supuesto, señor ministro. Haga el favor de seguirme.
Cuando los tres hombres llegaron a la novena planta, se encaminaron sin más dilación hacia la suite Tolstoi, donde encontraron el letrero de «No molesten» colgado del pomo de la puerta. El ministro llamó con los nudillos, pero no obtuvo respuesta.
– Abran la puerta -ordenó.
El conserje obedeció sin titubear.
El ministro entró como un rayo en la habitación, seguido por el director y el conserje. Chenkov se detuvo en seco al ver los dos cuerpos inmóviles en la cama. No hizo falta indicar al conserje que llamara al médico.
Por desgracia, el médico ya se había ocupado de tres casos similares durante el mes anterior, pero con una diferencia: todos eran ciudadanos de San Petersburgo. Examinó a los dos pacientes durante un rato antes de emitir su diagnóstico.
– La enfermedad de Siberia -confirmó casi en un susurro. Hizo una pausa y miró al ministro-. No cabe duda de que la señora murió durante la noche -añadió-, en tanto que el caballero ha fallecido en el transcurso de la última hora.
El ministro no dijo nada.
– Mi conclusión inicial -continuó el médico- es que la mujer contrajo la enfermedad bebiendo mucha agua del grifo. -Hizo una pausa y miró el cuerpo sin vida de Richard-, En cuanto al marido, debió de contagiarse de su esposa, probablemente durante la noche. Suele ocurrir entre matrimonios -añadió-. Como muchos de nuestros compatriotas, no debía de saber… -vaciló antes de pronunciar la palabra delante del ministro- que Siberius es una de las raras enfermedades que no solo son infecciosas, sino también espantosamente contagiosas.
– Pero yo le llamé anoche -adujo el director del hotel-, le pregunté si quería ver al médico y dijo que no era necesario, que su esposa iba a ponerse bien y que confiaba en que estuviera recuperada del todo por la mañana.
– Qué pena -dijo el médico-. Ojalá hubiera aceptado el ofrecimiento. Habría sido demasiado tarde para hacer nada por su mujer, pero tal vez habría conseguido salvarle a él.
No es posible que ya estemos en octubre
P atrick O’Flynnse hallaba delante de H. Samuel, la joyería, con un ladrillo en la mano derecha. Tenía la vista clavada en el escaparate. Sonrió, levantó el brazo y lanzó el ladrillo contra el cristal, que se resquebrajó formando una tela de araña, pero siguió en su sitio. Al instante se disparó una alarma, que en el silencio de una noche despejada de octubre se oyó a un kilómetro de distancia. Lo más importante para Pat era que la alarma estaba conectada con la comisaría de policía.
Pat no se movió, mientras continuaba contemplando su obra. Solo tuvo que esperar noventa segundos para oír una sirena en la lejanía. Se inclinó y recuperó el ladrillo de la acera, a medida que el sonido estridente se acercaba más y más. Cuando el coche de la policía llegó y se detuvo con un chirriar de frenos junto al bordillo, Pat alzó el ladrillo sobre su cabeza y se inclinó hacia atrás, como un lanzador de jabalina olímpico empeñado en ganar una medalla de oro. Dos policías saltaron del vehículo. El de mayor edad hizo caso omiso de Pat, quien seguía en aquella postura, con el brazo levantado sobre la cabeza y el ladrillo en la mano, y se acercó al escaparate para observar los daños. Aunque el cristal estaba roto, no se había movido de su sitio. En cualquier caso, una reja de hierro de seguridad había descendido detrás del escaparate, algo que Pat sabía muy bien qué sucedería. Cuando el oficial de policía regresara a la comisaría, tendría que llamar al encargado de la joyería, sacarle de la cama y pedirle que fuera a la tienda para desconectar la alarma.
El oficial se volvió hacia Pat, que continuaba inmóvil, con el ladrillo alzado sobre la cabeza. -Muy bien, Pat, dámelo y entra -dijo el oficial, al tiempo que abría la puerta trasera del coche patrulla. Pat sonrió, entregó el ladrillo al policía de rostro lozano y dijo:
– Así que necesitará esto como prueba…
El joven agente se quedó sin habla.
– Gracias, oficial -añadió Pat cuando subió al vehículo, y sonrió al joven agente, quien se sentó al volante-, ¿Le he contado lo que sucedió cuando fui a buscar trabajo a una obra de Liverpool?
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