Jeffrey Archer - Casi Culpables

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¿Dónde está la frontera entre la culpabilidad y la inocencia? Solo un escritor como Jeffrey Archer es capaz de imprimir en las conciencias un sentimiento tan complejo como la duda.
¿Puede un convicto confesar su culpabilidad y conseguir que se desee su libertad, que se crea en su inocencia? Este es el dilema que presenta uno de los doce relatos, manifestación de talento y elegancia narrativa, que, inspirados en historias inolvidables de personajes reales, abordan la cuestión de la delincuencia: entre el engaño y la estafa, entre el asesinato y el robo, estos maravillosos relatos guían al lector por los laberintos de un mundo paralelo y subterráneo. Pero al tiempo muestran el lado más humano de sus protagonistas, culpables, pero no tanto.
Aunque algunas de estas historias fueron conocidas por el autor tras su puesta en libertad, la mayoría lo fueron durante su estancia en prisión, lo que les da una unidad de fondo. Todas confirman a Archer como uno de los mejores creadores de relatos cortos de la actualidad.
Las ilustraciones del inigualable Ronald Searle representan un valor añadido de una edición inolvidable.
«Con estilo, ingenioso y siempre entretenido… Jeffrey Archer tiene una aptitud natural para las historias cortas.» – The Times
«Probablemente el mejor contador de historias de nuestro tiempo.» – Mail-on Sunday
«Un narrador de la talla de Alejandro Dumas.» – Washington Post
«Archer es un maestro del entretenimiento.» – Time
«Este hombre es un genio.» – Evening Standard
«Archer es un narrador excelente, que cumple las expectativas del lector: el deseo de pasar la página y saber qué ocurre después.» – Sunday Times
«Archer tiene un don para la trama que solo se puede definir como genial.» – Daily Telegraph

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El maître les condujo hasta una mesa tranquila en un rincón y, en cuanto se sentaron, les entregó sendas cartas. Maureen desapareció tras la gran cubierta de piel, mientras consideraba la posibilidad de pedir el menú del día, lo cual concedió a Dick tiempo suficiente para sacar del bolsillo la botella de Evian, abrirla y llenar el vaso de su mujer.

Cuando hubieron elegido sus platos, Maureen repasó su propuesta de itinerario para los dos días siguientes.

– Creo que deberíamos empezar por el Hermitage -señaló-, parar a comer y después pasar el resto de la tarde en el Palacio de Verano.

– ¿Y la colección de ámbar?-preguntó Dick, mientras llenaba el vaso de agua de su esposa-. Pensaba que era imprescindible.

– He programado la colección de ámbar y el Museo Ruso para el domingo.

– Lo tienes todo muy bien organizado -dijo Dick, mientras un camarero depositaba un cuenco de borscht delante de su mujer.

Maureen se pasó el resto de la cena hablando a Dick de algunos de los tesoros que verían en el Hermitage. Cuando él hubo firmado la cuenta, su esposa se había bebido toda la botella de agua.

Dick deslizó la botella vacía en su bolsillo. En cuanto volvieron a la habitación, la llenó con agua del grifo y la dejó en el baño.

Cuando Dick se hubo desvestido y acostado, Maureen continuaba estudiando su guía de la ciudad.

– Estoy agotado -dijo él-. Debe de ser el cambio horario.

Dio la espalda a su mujer confiando en que no se percatara de que en Londres apenas eran las ocho de la noche.

Dick despertó a la mañana siguiente muy sediento. Miró la botella de Evian vacía de su lado de la cama y se acordó a tiempo. Se levantó, fue a la nevera y eligió un envase de zumo de naranja.

– ¿Irás al gimnasio esta mañana? -preguntó a Maureen, que estaba medio despierta.

– ¿Tengo tiempo?

– Claro. El Hermitage no abre hasta las diez, y uno de los motivos por los que siempre me hospedo aquí es que tienen gimnasio.

– ¿Qué harás tú?

– Aún tengo que hacer algunas llamadas telefónicas, si quiero que el lunes salga todo bien.

Maureen se levantó y fue al cuarto de baño, lo cual concedió a Dick el tiempo suficiente para llenar el vaso de su mujer y sustituir la botella vacía de Evian de su lado de la cama.

Cuando Maureen salió unos minutos después, consultó su reloj antes de ponerse la ropa de gimnasia.

– Debería volver dentro de unos cuarenta minutos -dijo después de atarse las zapatillas.

– No olvides llevarte un poco de agua -aconsejó Dick, y le dio una de las botellas que había sobre la mesa situada junto a la ventana-. Puede que no haya en el gimnasio.

– Gracias -repuso su mujer.

Al ver la expresión de su cara Dick se preguntó si se estaba comportando con excesiva solicitud.

Mientras Maureen estaba en el gimnasio, Dick se duchó. Cuando volvió al dormitorio, se alegró de ver que brillaba el sol. Se puso una chaqueta y unos pantalones informales, pero no antes de comprobar que el personal del hotel no había sustituido las botellas de agua mientras él se duchaba.

Pidió el desayuno para los dos, el cual llegó momentos después de que Maureen regresara del gimnasio con la botella de Evian medio vacía.

– ¿Cómo ha ido? -preguntó Dick.

– Regular -contestó Maureen-. Estaba un poco floja.

– Será el jet lag -observó Dick, mientras se sentaba al otro lado de la mesa.

Sirvió a su esposa un vaso de agua y él tomó un zumo de naranja. Abrió un ejemplar del Herald Tribune y empezó a leerlo mientras su mujer se vestía. Hillary Clinton decía que no se presentaría a la presidencia, lo cual bastó para convencer a Dick de que sí lo haría, sobre todo porque lo había anunciado al lado de su marido.

Maureen salió del cuarto de baño cubierta con el albornoz del hotel. Se sentó frente a su marido y bebió agua.

– Será mejor que nos llevemos una botella de Evian al Hermitage -dijo. Dick levantó la vista del periódico^-. La chica del gimnasio me ha advertido de que no debemos beber agua del grifo bajo ningún concepto.

– Ah, sí, tendría que haberte avisado -dijo Dick, mientras Maureen cogía una botella de la mesa y la guardaba en el bolso-.Toda precaución es poca.

Dick y Maureen atravesaron la verja del Hermitage pocos minutos antes de las diez y se encontraron al final de una larga cola, que avanzaba lentamente por un sendero adoquinado expuesto al sol. Maureen tomó varios sorbos de agua mientras hojeaba la guía. Eran las diez y cuarenta minutos cuando llegaron a la taquilla. Una vez dentro, Maureen continuó leyendo la guía.

– Hagamos lo que hagamos, hemos de ver el Niño en cuclillas de Miguel Ángel, la Virgen de Rafael y la Madonna Benois de Leonardo.

Dick sonrió en señal de aprobación, pero sabía que no lograría concentrarse en los maestros.

Cuando subieron por la amplia escalinata de mármol, pasaron ante varias estatuas magníficas alojadas en nichos. Dick se llevó una sorpresa al descubrir lo inmenso que era el Hermitage. Pese a haber visitado San Petersburgo varias veces durante los últimos tres años, solo había visto el edificio desde el exterior.

– Distribuidos en tres plantas, los tesoros de la colección del zar Pedro se exponen en más de doscientas salas -dijo Maureen leyendo la guía-. Empecemos.

A las once y media solo habían visto las escuelas holandesa e italiana de la primera planta, y para entonces Maureen ya había terminado la botella grande de Evian.

Dick se ofreció a ir a comprar otra. Dejó a su esposa admirando El tañedor de laúd de Caravaggio, entró en el lavabo más próximo y llenó la botella de Evian con agua del grifo antes de regresar con ella. Si Maureen hubiera dedicado un momento a examinar alguno de los numerosos bares situados en cada planta, habría descubierto que el Hermitage no ofrece Evian, porque tiene un contrato en exclusiva con Volvic.

A las doce y media casi habían visto las dieciséis salas consagradas a los artistas del Renacimiento y decidido que era hora de comer. Salieron del edificio al sol de mediodía. Pasearon un rato por la orilla del Moika y solo pararon para tomar una fotografía de unos novios que posaban en el puente Azul, delante del palacio Marinski.

– Una tradición local -explicó Maureen, y pasó otra página de la guía.

Después de recorrer otra manzana se detuvieron ante una pequeña pizzería. Sus cómodas mesas cuadradas con limpios manteles de cuadros rojos y blancos, además de los elegantes camareros, les animaron a entrar.

– He de ir al lavabo -dijo Maureen-. Estoy un poco mareada. Debe de ser el calor -añadió-. Pídeme una ensalada y un vaso de agua.

Dick sonrió, sacó la botella de Evian del bolso de Maureen y le llenó el vaso. Cuando el camarero apareció, Dick pidió una ensalada para su mujer y raviolis y una Coca-Cola light para él. Tenía muchísima sed.

Una vez que hubo comido la ensalada, Maureen se animó un poco e incluso empezó a contar a Dick lo que debían ver cuando visitaran el Palacio de Verano.

Durante el largo recorrido en taxi hacia el norte de la ciudad continuó leyendo fragmentos de la guía.

– Pedro el Grande construyó el Palacio de Verano después de haber visitado Versalles y, a su regreso a Rusia, contrató a los mejores paisajistas y a los artesanos más expertos del país para reproducir la obra maestra francesa. Pretendía que la obra finalizada fuera un homenaje a los franceses, a quienes admiraba por ser quienes marcaban el estilo de toda Europa.

El taxista la interrumpió para aportar cierta información.

– Estamos pasando ante el Palacio de Invierno recién construido, donde el presidente Putin se aloja siempre que viene a San Petersburgo. -El taxista hizo una pausa-. Como la bandera nacional está ondeando, debe de encontrarse en la ciudad.

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