Jeffrey Archer - Casi Culpables

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¿Dónde está la frontera entre la culpabilidad y la inocencia? Solo un escritor como Jeffrey Archer es capaz de imprimir en las conciencias un sentimiento tan complejo como la duda.
¿Puede un convicto confesar su culpabilidad y conseguir que se desee su libertad, que se crea en su inocencia? Este es el dilema que presenta uno de los doce relatos, manifestación de talento y elegancia narrativa, que, inspirados en historias inolvidables de personajes reales, abordan la cuestión de la delincuencia: entre el engaño y la estafa, entre el asesinato y el robo, estos maravillosos relatos guían al lector por los laberintos de un mundo paralelo y subterráneo. Pero al tiempo muestran el lado más humano de sus protagonistas, culpables, pero no tanto.
Aunque algunas de estas historias fueron conocidas por el autor tras su puesta en libertad, la mayoría lo fueron durante su estancia en prisión, lo que les da una unidad de fondo. Todas confirman a Archer como uno de los mejores creadores de relatos cortos de la actualidad.
Las ilustraciones del inigualable Ronald Searle representan un valor añadido de una edición inolvidable.
«Con estilo, ingenioso y siempre entretenido… Jeffrey Archer tiene una aptitud natural para las historias cortas.» – The Times
«Probablemente el mejor contador de historias de nuestro tiempo.» – Mail-on Sunday
«Un narrador de la talla de Alejandro Dumas.» – Washington Post
«Archer es un maestro del entretenimiento.» – Time
«Este hombre es un genio.» – Evening Standard
«Archer es un narrador excelente, que cumple las expectativas del lector: el deseo de pasar la página y saber qué ocurre después.» – Sunday Times
«Archer tiene un don para la trama que solo se puede definir como genial.» – Daily Telegraph

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Karl era grande como un oso, de metro ochenta y cinco, con la constitución de un levantador de pesas. Estaba cubierto de tatuajes y nunca dejaba de hablar. Teniendo en cuenta todos estos factores, yo no consideraba prudente interrumpir su cháchara. Como muchos presos, Karl no hablaba de su crimen, y la regla de oro (por si algún día acaban dentro) consiste en no preguntar jamás a un recluso la causa de su condena, a menos que él saque a colación el tema. Sin embargo, Karl me contó una historia acerca de un inglés al que había conocido en San Petersburgo, de la cual afirmaba haber sido testigo cuando era chófer de un ministro del gobierno.

Si bien Karl y yo residíamos en bloques diferentes, nos encontrábamos con regularidad a la hora de Asociación, pero fueron necesarios varios paseos por el patio para que contara la historia de Richard Barnsley.

no beban agua del grifo. Richard Barnsley contempló la pequeña tarjeta de plástico colocada sobre el lavabo de su cuarto de baño. No era el tipo de advertencia que uno espera encontrar en un hotel de cinco estrellas, a menos que esté en San Petersburgo, por supuesto. Al lado de la nota había dos botellas de Evian. Cuando Dick entró en su espacioso dormitorio, encontró dos botellas más a cada lado de la cama de matrimonio, y otro par sobre una mesa situada junto a la ventana. La dirección del hotel no dejaba nada al azar.

Dick había ido a San Petersburgo para cerrar un trato con los rusos. Habían elegido su empresa para construir un gaseo- ducto que se extendería desde los Urales al mar Rojo, un proyecto al que habían optado otras empresas más consolidadas. La de Dick había sido recompensada con el contrato, con casi todas las probabilidades en contra, pero esas probabilidades aumentaron en cuanto garantizó a Anatol Chenkov, ministro de Energía y amigo íntimo del presidente, dos millones de dólares al año durante el resto de su vida (las únicas divisas con las que negocian los rusos son los dólares y la muerte), sobre todo porque el dinero se ingresaría en una cuenta bancaria numerada.

Antes de fundar su propia empresa, Construcciones Barnsley, Dick había aprendido el oficio trabajando en Nigeria para Bechtel, en Brasil para McAlpine y en Arabia Saudí para Hanover, de modo que, de paso, había aprendido algo acerca de los sobornos. Casi todas las multinacionales consideran esta práctica una forma más de tributación, y cuando presentan sus presupuestos siempre incluyen una partida especial dedicada a ellos. El secreto consiste en saber cuánto hay que ofrecer al ministro y cuánto repartir entre sus acólitos.

Anatol Chenkov, nombrado por Putin, era un negociador duro y bajo el antiguo régimen había sido comandante del KGB. Sin embargo, en lo tocante a abrir una cuenta corriente en Suiza, el ministro era un novato. Dick aprovechó esta circunstancia. Al fin y al cabo Chenkov nunca había viajado más allá de las fronteras rusas antes de ser elegido miembro del Politburó. Dick le llevó a pasar el fin de semana a Ginebra, mientras se hallaba de visita oficial en Londres para unas conversaciones de negocios. Le abrió una cuenta numerada en Picket & Co, en la que ingresó cien mil dólares (como capital inicial), más de lo que habían pagado a Chenkov en toda su vida. El propósito del soborno era asegurar que el cordón umbilical durara los nueve meses necesarios hasta que se firmara el contrato, un contrato que permitiría a Dick jubilarse, con mucho más de dos millones al año.

Dick regresó al hotel aquella mañana después de su última entrevista con el ministro. Se habían visto cada día de la semana anterior, a veces en público, pero con más frecuencia en privado. La cosa no había sido distinta cuando Chenkov viajó a Londres. Ninguno de los dos hombres confiaba en el otro, pero lo cierto era que Dick nunca se sentía a gusto con alguien que aceptaba un soborno, porque siempre hay otro dispuesto a aumentar la cantidad. No obstante, se sentía más confiado esta vez, pues daba la impresión de que ambos habían contratado la misma póliza de jubilación.

Dick también contribuyó a consolidar la relación con algunos extras a los que Chenkov se acostumbró enseguida. Un Rolls-Royce le recogía siempre en Heathrow y le conducía al hotel Savoy. Al llegar, le acompañaban a su suite habitual junto al río, y cada noche aparecían mujeres con la misma regularidad que los periódicos de la mañana. Prefería dos de ambos, uno de calidad y otro vulgar.

Cuando Dick salió del hotel de San Petersburgo media hora después, el BMW del ministro le esperaba aparcado delante de la puerta para llevarle al aeropuerto. Cuando subió al asiento trasero, se llevó una sorpresa al ver a Chenkov. Se habían despedido después de la reunión de la mañana, apenas una hora antes.

– ¿Algún problema, Anatol? -preguntó angustiado.

– Al contrario -contestó Chenkov-. Acabo de recibir una llamada del Kremlin, pero pensé que no debíamos comentarlo por teléfono, ni siquiera en mi despacho. El presidente visitará San Petersburgo el 16 de mayo, y ha dejado claro que quiere presidir la ceremonia de la firma.

– Eso significa que tenemos menos de tres semanas para concluir el contrato -argüyó Dick.

– En la reunión de esta mañana -le recordó Chenkov- me aseguraste que solo quedaban unos flecos pendientes (una expresión que no entendí del todo) para acabar de redactar el contrato. -El ministro hizo una pausa y encendió el primer cigarro de la mañana-.Teniendo eso en cuenta, querido amigo, ardo en deseos de volver a verte en San Petersburgo dentro de tres semanas.

Chenkov había hablado con tono despreocupado, aunque la verdad era que los dos hombres habían tardado casi tres años en llegar a esta fase y ahora solo faltaban tres semanas para cerrar el trato por fin.

Dick no dijo nada, porque ya estaba pensando en qué debía hacer en cuanto el avión aterrizara en Heathrow.

– ¿Qué será lo primero que hagas después de firmar el contrato? -preguntó Chenkov interrumpiendo sus pensamientos.

– Presentar una oferta por los servicios sanitarios e higiénicos de esta ciudad, porque quien consiga ese contrato ganará una fortuna todavía mayor.

El ministro se volvió hacia él con brusquedad.

– Nunca hables en público de este tema -dijo con seriedad-, Es muy delicado.

Dick guardó silencio.

– Y sigue mi consejo: no bebas agua. El año pasado, perdimos a innumerables ciudadanos que habían contraído…

El ministro vaciló, pues no deseaba abundar en una historia que había ocupado las primeras planas de todos los periódicos occidentales.

– ¿Cuántos son «innumerables»? -preguntó Dick.

– Ninguno -respondió el ministro-. Al menos ese es el dato oficial ofrecido por el Ministerio de Turismo -añadió cuando el coche se detuvo en una doble línea roja ante la entrada del aeropuerto Pulkovo 11. Se inclinó hacia delante-. Karl, lleve las maletas del señor Barnsley al mostrador de facturación, mientras yo espero aquí.

Dick estrechó la mano del ministro por segunda vez aquella mañana.

– Gracias por todo, Anatol -dijo-. Nos veremos dentro de tres semanas.

– Larga vida y felicidad, amigo mío -repuso el ruso, mientras Dick bajaba del automóvil.

Dick se presentó en facturación una hora antes de que partiera su avión.

– Última llamada para el vuelo 902 con destino a Heathrow, Londres -anunciaron los altavoces.

– ¿Hay otro vuelo a Londres ahora? -preguntó Dick.

– Sí -contestó el hombre que atendía detrás del mostrador-. El vuelo 902 se ha retrasado, pero están a punto de cerrar las puertas.

– ¿Puede colarme dentro? -preguntó Dick, al tiempo que deslizaba un billete de mil rublos sobre el mostrador.

El avión de Dick aterrizó en Heathrow tres horas y media después. En cuanto recuperó la maleta de la cinta transportadora, empujó su carrito a través de la vía «Nada que declarar» y salió al vestíbulo de llegadas.

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