– Esto demuestra -empezó Dennis- que cada día de los últimos doce meses el señor Gambotti ha enviado doscientos manteles y más de quinientas servilletas a la lavandería Marco Polo. Si se fija en esta entrada en particular -añadió, al tiempo que indicaba un libro mayor abierto al otro lado del escritorio-, observará que Gambotti solo declara ciento veinte reservas por día, para unos trescientos clientes. -Dennis hizo una pausa antes de asestar su golpe de gracia-. ¿Por qué ha de enviar cada año a la lavandería más de tres mil manteles y cuarenta y cinco mil servilletas, a menos que tenga cuarenta y cinco mil clientes? -preguntó. Hizo otra pausa-. Porque está lavando dinero -dijo Dennis, muy complacido con su juego de palabras.
– Buen trabajo, Dennis -dijo el jefe del departamento-. Prepare un informe completo, y yo me ocuparé de que acabe en la mesa de nuestro departamento de delitos económicos.
Por más que se esforzó, Mario no pudo justificar los tres mil manteles y las cuarenta y cinco mil servilletas ante el señor Gerald Henderson, su cínico abogado. Este solo dio un consejo a su cliente:
– Declárese culpable e intentaré llegar a un acuerdo.
El Ministerio de Hacienda logró recuperar dos millones de libras en impuestos del restaurante de Mario, y el juez condenó a Mario Gambotti a seis meses de prisión, de los cuales solo cumplió cuatro semanas. Le perdonaron tres meses por buen comportamiento y, como era su primer delito, durante los dos restantes se le realizaba un seguimiento electrónico.
El señor Henderson, un abogado astuto, incluso consiguió que el juicio se celebrara la última semana de julio. Explicó al juez que era el único período de tiempo en que el eminente abogado del señor Gambotti podría presentarse ante su señoría. Ambas partes fijaron la fecha del 30 de julio.
Después de pasar una semana en la prisión de alta seguridad de Belmarsh, al sur de Londres, Mario fue trasladado a la cárcel abierta de North Sea Camp, en Lincolnshire, donde terminó su condena. Su abogado había elegido esa penitenciaría aduciendo que era improbable que Mario se encontrara con alguno de sus antiguos clientes en las profundidades de Lincolnshire.
Entretanto el resto de la familia Gambotti voló a Florencia para pasar el mes de agosto, pero no pudo explicar del todo a las abuelas por qué Mario no les había acompañado en aquella ocasión.
Mario salió de North Sea Camp a las nueve de la mañana del lunes 1 de septiembre.
Cuando cruzó la puerta principal, Tony lo esperaba al volante del Ferrari. Tres horas después, Mario se hallaba en la puerta de su restaurante para recibir al primer cliente. Algunos habituales comentaron que parecía haber adelgazado, mientras otros admiraban su bronceado y buena forma física.
Seis meses después de que Mario saliera de prisión, un subdirector recién nombrado decidió efectuar otra inspección en la lavandería Marco Polo. Esta vez, Dennis apareció sin anunciarse. Repasó los libros con ojo experto y descubrió que ahora Mario enviaba cada día solamente ciento veinte manteles, además de trescientas servilletas, pese a que el restaurante seguía siendo tan concurrido como antes. ¿Cómo se las estaba ingeniando esta vez?
A la mañana siguiente Dennis aparcó de nuevo su Skoda en una calle que desembocaba en Fulham Road, desde la cual podía ver sin estorbos la entrada de Mario´s. Estaba seguro de que el señor Gambotti utilizaba ahora más de un servicio de lavandería, pero, para su decepción, la única furgoneta que se presentó para entregar las mantelerías limpias y recoger las sucias fue la de Marco Polo.
Cuando el señor Cartwright regresó a Romford a las ocho de aquella tarde, estaba perplejo. Si se hubiera quedado hasta después de medianoche, Dennis habría visto salir a varios camareros del restaurante, cargados con voluminosas bolsas de deporte de las que sobresalían raquetas de squash. ¿Conocen a algún camarero italiano que juegue al squash?
Los empleados de Mario estaban encantados de que sus esposas pudieran ganarse un dinero de más lavando mantelerías, sobre todo porque el señor Gambotti había regalado a todas una lavadora de último modelo.
Reservé una mesa para comer en Mario´s el viernes siguiente a mi excarcelación. Mario me esperaba en la puerta, y me acompañó de inmediato a mi mesa habitual, la del rincón junto a la ventana, como si nunca me hubiera ausentado.
No se molestó en darme la carta, porque su mujer salió de la cocina con un gigantesco plato de espaguetis, que dejó en la mesa delante de mí. Tony, el hijo de Mario, la seguía con un cuenco humeante de salsa boloñesa, y su hija María, con un pedazo de parmesano y un rallador.
– ¿Una botella de chianti clásico? -preguntó Mario, mientras la descorchaba-. Cortesía de la casa -añadió.
– Gracias, Mario. Por cierto -susurré-, el director de North Sea Camp me dio recuerdos para ti.
– Pobre Michael -dijo Mario con un suspiro-. Qué penosa existencia. ¿Se imagina toda una vida comiendo salchichas grasientas, seguidas de budín de sémola? -Sonrió y me sirvió una copa de vino-. De todos modos, maestro, se habrá sentido como en casa.
S i quieres asesinar a alguien -dijo Karl-, mejor no hacerlo en Inglaterra.
– ¿Por qué no? -pregunté inocentemente.
– Porque no quedarás impune -me advirtió mi compañero de celda, mientras continuábamos paseando por el patio-.Tienes muchas más probabilidades en Rusia.
– Procuraré recordarlo -aseguré.
– No lo olvides -añadió Karl-, Conocí a un compatriota tuyo que salió impune de un asesinato, pero a cambio de cierto precio.
Era Asociación, esos bienvenidos cuarenta y cinco minutos de descanso en que sacan a los presos de la celda. Se puede pasar el rato en la planta baja, que es del tamaño de una cancha de baloncesto, charlando, jugando a ping-pong o viendo la televisión, o bien salir a tomar el fresco y pasear por el perímetro del patio (del tamaño de un campo de fútbol). Pese a estar rodeado de un muro de cemento de seis metros de alto, coronado por alambre de espino, y con el cielo como único espectáculo, aquel era el momento más importante del día para mí.
Cuando estuve encarcelado en Belmarsh, una prisión de alta seguridad de categoría A en el sudeste de Londres, estaba encerrado en mi celda veintitrés horas al día (piénsenlo bien). Solo te dejan salir para ir a la cantina a buscar la comida (cinco minutos), que te tomas en tu celda. Cinco horas después, recoges la cena (cinco minutos más) y al mismo tiempo te dan el desayuno del día siguiente en una bolsa de plástico para no tener que soltarte hasta la hora de la comida. El único otro período de libertad es Asociación, que se suspende si la prisión anda corta de personal (lo cual sucede dos veces por semana).
Yo siempre utilizaba esos cuarenta y cinco minutos para caminar a buen paso, por dos motivos: en primer lugar, necesitaba el ejercicio porque en el exterior iba a un gimnasio cinco días a la semana, y en segundo lugar, pocos presos se tomaban la molestia de mantener mi ritmo. Karl era la excepción.
Karl era ruso de nacimiento, procedente de la hermosa ciudad de San Petersburgo. Era un asesino a sueldo, que acababa de iniciar una condena de veintidós años por liquidar a un compatriota que se había convertido en un engorro para una de las mafias de su país. Cortaba a sus víctimas en pedacitos e introducía lo que quedaba en un incinerador. Por cierto, su tarifa (por si alguno de ustedes quiere deshacerse de alguien) era de cinco mil libras.
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