Jeffrey Archer - Casi Culpables

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¿Dónde está la frontera entre la culpabilidad y la inocencia? Solo un escritor como Jeffrey Archer es capaz de imprimir en las conciencias un sentimiento tan complejo como la duda.
¿Puede un convicto confesar su culpabilidad y conseguir que se desee su libertad, que se crea en su inocencia? Este es el dilema que presenta uno de los doce relatos, manifestación de talento y elegancia narrativa, que, inspirados en historias inolvidables de personajes reales, abordan la cuestión de la delincuencia: entre el engaño y la estafa, entre el asesinato y el robo, estos maravillosos relatos guían al lector por los laberintos de un mundo paralelo y subterráneo. Pero al tiempo muestran el lado más humano de sus protagonistas, culpables, pero no tanto.
Aunque algunas de estas historias fueron conocidas por el autor tras su puesta en libertad, la mayoría lo fueron durante su estancia en prisión, lo que les da una unidad de fondo. Todas confirman a Archer como uno de los mejores creadores de relatos cortos de la actualidad.
Las ilustraciones del inigualable Ronald Searle representan un valor añadido de una edición inolvidable.
«Con estilo, ingenioso y siempre entretenido… Jeffrey Archer tiene una aptitud natural para las historias cortas.» – The Times
«Probablemente el mejor contador de historias de nuestro tiempo.» – Mail-on Sunday
«Un narrador de la talla de Alejandro Dumas.» – Washington Post
«Archer es un maestro del entretenimiento.» – Time
«Este hombre es un genio.» – Evening Standard
«Archer es un narrador excelente, que cumple las expectativas del lector: el deseo de pasar la página y saber qué ocurre después.» – Sunday Times
«Archer tiene un don para la trama que solo se puede definir como genial.» – Daily Telegraph

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– Sí, ha volado desde Moscú especialmente para verme -dijo Dick.

El taxista lanzó una carcajada.

El taxi atravesó las puertas del Palacio de Verano media hora después y su conductor dejó a los pasajeros en un aparcamiento rebosante, atestado de turistas y mercachifles que, plantados tras sus puestos improvisados, vendían recuerdos baratos.

– Vamos a ver lo más importante -propuso Maureen.

– Les espero aquí -dijo el taxista-. No les cobraré de más. ¿Cuánto rato? -preguntó.

– Yo diría que un par de horas -le contestó Dick-. No más.

– Les espero aquí -repitió el hombre.

Los dos pasearon por los magníficos jardines y Dick comprendió por qué la guía les daba cinco estrellas. Maureen seguía informándole entre sorbo y sorbo de agua.

– Los terrenos que rodean el palacio abarcan unas cincuenta hectáreas, con más de veinte fuentes y otras once residencias palaciegas.

Aunque el sol ya no quemaba, el cielo continuaba despejado, y Maureen seguía tomando traguitos de agua, pero, siempre que ofrecía la botella a Dick, este contestaba: «No, gracias».

Cuando por fin subieron por la escalera del palacio, encontraron otra larga cola y Maureen admitió que se sentía un poco cansada.

Es una pena haber viajado hasta tan lejos y no echar un vistazo dentro dijo - фото 17

– Es una pena haber viajado hasta tan lejos y no echar un vistazo dentro -dijo Dick.

Su esposa accedió a regañadientes.

Cuando llegaron a la taquilla, Dick compró dos entradas y, por una pequeña cantidad adicional, eligió a un guía que hablaba inglés para que les acompañara.

– No me encuentro muy bien -dijo Maureen cuando entraron en el dormitorio de la emperatriz Catalina. Se aferró a la cama de columnas.

– Hay que beber mucha agua en un día tan caluroso -aconsejó el guía.

Cuando llegaron al estudio del zar Nicolás IV, Maureen advirtió a su marido de que se iba a desmayar. Dick pidió disculpas al guía, pasó un brazo alrededor del hombro de su mujer y la ayudó a salir del palacio y caminar hasta el aparcamiento. El taxista les esperaba al lado de su coche.

– Hemos de regresar al hotel Grand Palace de inmediato -dijo Dick, mientras su mujer se desplomaba en el asiento trasero como un borracho expulsado de un pub un sábado por la noche.

Durante el largo trayecto de vuelta a San Petersburgo Maureen vomitó profusamente, pero el taxista no hizo ningún comentario, sino que mantuvo una velocidad constante por la autopista. Cuarenta minutos después, se detuvo ante el hotel Grand Palace. Dick le entregó un fajo de billetes y pidió disculpas.

– Espero que la señora se reponga -dijo el hombre.

– Sí, yo también -repuso Dick.

Ayudó a su mujer a bajar del coche y la condujo hacia el vestíbulo del hotel, que atravesaron rápidamente en dirección a los ascensores, pues no deseaba llamar la atención. Entraron en la habitación unos segundos después. Maureen desapareció de inmediato en el cuarto de baño y, pese a que había cerrado la puerta, Dick oyó que vomitaba. Inspeccionó la habitación. Durante su ausencia habían sustituido todas las botellas de Evian. Solo se molestó en vaciar la que había en la mesilla de noche de Maureen, y volvió a llenarla con agua del grifo de la cocina.

Maureen salió por fin del cuarto de baño y se derrumbó en la cama.

– Estoy fatal -dijo.

– Quizá deberías tomar un par de aspirinas y dormir un poco.

Maureen asintió débilmente.

– ¿Puedes ir a buscarlas? Están en mi bolsa de aseo.

– Por supuesto, querida.

En cuanto las localizó, llenó un vaso con agua del grifo y volvió al lado de su esposa. Esta se había quitado el vestido, pero no la combinación. Dick la ayudó a sentarse y se dio cuenta por primera vez de que estaba empapada en sudor. Maureen engulló las dos aspirinas con el vaso de agua que él le ofreció. Dick la recostó con delicadeza sobre la almohada y corrió las cortinas. Después se encaminó hacia la puerta de la habitación, la abrió y colgó del pomo el cartel de «No molesten». Lo último que deseaba era que apareciera una criada solícita y descubriera a su esposa en aquel estado. En cuanto estuvo seguro de que se había dormido, bajó a cenar.

– ¿La señora le acompañará esta noche? -preguntó el maître cuando Dick se sentó.

– Por desgracia no -contestó él-. Sufre una leve migraña. Demasiado sol, me temo, pero estoy seguro de que por la mañana estará bien.

– Confiemos en que así sea, señor. ¿Qué le apetece esta noche?

Dick examinó la carta con parsimonia.

– Creo que de primero tomaré el foie-gras y después un filete de ternera… -respondió, y tras una pausa añadió-: poco hecho.

– Excelente elección, señor.

Dick se sirvió un vaso de agua de la botella de la mesa, lo bebió de un trago y volvió a llenarlo. Comió sin prisas y, cuando regresó a la habitación poco después de las diez, advirtió complacido que su mujer dormía profundamente. Cogió el vaso de Maureen, fue al cuarto de baño y lo llenó con agua del grifo. Lo dejó en su lado de la cama. A continuación se desnudó sin prisas y se acostó junto a su esposa. Apagó la luz de la mesita de noche y no tardó en dormirse.

Cuando Dick despertó a la mañana siguiente, descubrió que también él estaba cubierto de sudor. Las sábanas estaban empapadas y cuando se volvió a mirar a su mujer vio que sus mejillas habían perdido el color.

Se levantó, fue al cuarto de baño y tomó una larga ducha. Después de secarse se puso uno de los albornoces suministrados por el hotel y volvió al dormitorio. Se acercó al lado de la cama de su mujer y llenó una vez más el vaso vacío con agua del grifo. Estaba claro que Maureen se había despertado por la noche, pero no le había molestado.

Descorrió las cortinas después de comprobar que el cartel de «No molesten» seguía colgado del pomo de la puerta. Volvió junto a su mujer, acercó una silla y empezó a leer el Herald Tribune. Había llegado a las páginas deportivas cuando ella despertó y habló arrastrando las palabras.

– Me siento fatal -consiguió articular. Siguió una larga pausa-. ¿Crees que debería verme un médico?

– Ya ha venido a verte, querida -dijo Dick-. Le llamé anoche. ¿No te acuerdas? Dijo que tenías fiebre y que debías sudar.

– ¿Dejó alguna pastilla? -preguntó Maureen con tono quejumbroso.

– No, querida. Dijo que no debías comer nada, pero que bebieras toda el agua posible.

Acercó el vaso a sus labios y ella intentó tragar un poco. Hasta logró articular un débil «gracias» antes de derrumbarse de nuevo en la cama.

– No te preocupes, querida -dijo Dick-. Te pondrás bien, y prometo que no te abandonaré ni un momento.

Se inclinó y la besó en la frente. Maureen se durmió de nuevo.

Dick solo se apartó de su lado aquel día para asegurar a la mujer de la limpieza que su esposa no quería que le cambiaran las sábanas, para volver a llenarle el vaso y, por la tarde, para llamar al ministro.

– El presidente llegó ayer -fueron las primeras palabras de Chenkov-. Se aloja en el Palacio de Invierno, donde acabo de dejarle. Me ha comunicado que arde en deseos de conoceros a ti y a tu esposa.

– Muy amable -repuso Dick-, pero tengo un problema.

– ¿Un problema? -repitió el hombre, al que no le gustaban los problemas, sobre todo cuando el presidente se hallaba en la ciudad.

– Creo que Maureen tiene fiebre. Ayer estuvimos expuestos al sol durante todo el día y no estoy seguro de que se haya recuperado por completo para asistir a la ceremonia de la firma, de manera que tal vez vaya solo.

– Lo siento -dijo Chenkov-. ¿Cómo te encuentras tú?

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