Jeffrey Archer - Casi Culpables

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¿Dónde está la frontera entre la culpabilidad y la inocencia? Solo un escritor como Jeffrey Archer es capaz de imprimir en las conciencias un sentimiento tan complejo como la duda.
¿Puede un convicto confesar su culpabilidad y conseguir que se desee su libertad, que se crea en su inocencia? Este es el dilema que presenta uno de los doce relatos, manifestación de talento y elegancia narrativa, que, inspirados en historias inolvidables de personajes reales, abordan la cuestión de la delincuencia: entre el engaño y la estafa, entre el asesinato y el robo, estos maravillosos relatos guían al lector por los laberintos de un mundo paralelo y subterráneo. Pero al tiempo muestran el lado más humano de sus protagonistas, culpables, pero no tanto.
Aunque algunas de estas historias fueron conocidas por el autor tras su puesta en libertad, la mayoría lo fueron durante su estancia en prisión, lo que les da una unidad de fondo. Todas confirman a Archer como uno de los mejores creadores de relatos cortos de la actualidad.
Las ilustraciones del inigualable Ronald Searle representan un valor añadido de una edición inolvidable.
«Con estilo, ingenioso y siempre entretenido… Jeffrey Archer tiene una aptitud natural para las historias cortas.» – The Times
«Probablemente el mejor contador de historias de nuestro tiempo.» – Mail-on Sunday
«Un narrador de la talla de Alejandro Dumas.» – Washington Post
«Archer es un maestro del entretenimiento.» – Time
«Este hombre es un genio.» – Evening Standard
«Archer es un narrador excelente, que cumple las expectativas del lector: el deseo de pasar la página y saber qué ocurre después.» – Sunday Times
«Archer tiene un don para la trama que solo se puede definir como genial.» – Daily Telegraph

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– Lo vendí todo anoche, Pat -dijo el oficial de servicio.

– Mejor así -repuso Pat-. A donde voy no los necesitaré -añadió, y siguió al oficial Webster hasta salir a la acera.

– Sube delante -dijo este, mientras se sentaba al volante del coche de policía.

– Pero tengo derecho a que dos agentes me acompañen al juzgado -protestó Pat-. Es una norma del Ministerio del Interior.

– Puede que sea una norma del Ministerio del Interior -replicó el oficial-, pero esta mañana vamos cortos de personal; dos están enfermos y otro, en un curso de formación.

– ¿Y si intentara escapar?

– Ojalá -respondió el oficial, mientras apartaba el vehículo del bordillo-, porque eso nos ahorraría a todos muchos problemas.

– ¿Y si decidiera darle un puñetazo?

– Te lo devolvería -contestó exasperado el oficial.

– No es usted muy amable -observó Pat.

– Lo siento, Pat -repuso el oficial-. Es que prometí a mi mujer que quedaría libre a las diez de la mañana para ir de compras. -Hizo una pausa-. Por lo tanto, no estará muy contenta conmigo… ni contigo.

– Lo lamento, oficial Webster -dijo Pat-. El próximo octubre, intentaré averiguar qué turno le toca para que no coincidamos. Tal vez quiera transmitir mis disculpas a la señora Webster.

De haber sido otra persona, el oficial Webster habría reído, pero sabía que Pat hablaba en serio.

– ¿Alguna idea de quién estará al mando esta mañana? -preguntó Pat, cuando el coche se detuvo ante un semáforo.

– Jueves -dijo el oficial. El semáforo cambió a verde y él puso la primera marcha-. Debe de ser Perkins.

– El concejal Arnold Perkins, de la Orden del Imperio Británico, estupendo -dijo Pat-.Tiene malas pulgas. Si no me impone una condena lo bastante larga, tendré que provocarle -añadió.

El coche entró en el aparcamiento privado situado en la parte trasera del juzgado de primera instancia de Marylebone Road. Un funcionario judicial se dirigió hacia el vehículo justo cuando Pat bajaba.

– Buenos días, señor Adams -saludó Pat.

– Cuando esta mañana miré la lista de acusados y vi tu nombre -dijo el señor Adams-, deduje que era la época del año en que haces tú aparición anual. Sígueme, Pat, y acabemos de una vez.

Pat acompañó al señor Adams a través de la puerta trasera del palacio de justicia y le siguió por un largo pasillo hasta una celda de espera.

– Gracias, señor Adams -dijo Pat, mientras tomaba asiento en un delgado banco de madera anclado con cemento a una pared de la amplia sala rectangular-. Si es tan amable, le agradecería que me dejara a solas unos momentos -añadió- para serenarme antes de que suba el telón.

El señor Adams sonrió y se dispuso a marchar.

– Por cierto -agregó Pat, cuando el señor Adams tocó el pomo de la puerta-, ¿le he contado lo de aquella vez en que fui a buscar trabajo a una obra de Liverpool y el capataz, un maldito inglés, tuvo la cara de preguntarme…?

– Lo siento, Pat, algunos tenemos trabajo y, en cualquier caso, ya me lo contaste el octubre pasado. -Hizo una pausa-. Y, ahora que lo pienso, también el octubre anterior.

Pat se quedó sentado en el banco y, como no tenía nada más que leer, miró las pintadas de la pared. «Perkins es un imbécil.» Compartía aquella opinión. «Man U campeones.» Alguien había tachado «Man U» y lo había sustituido por «Chelsea». Pat se preguntó si debería tachar Chelsea y escribir Cork, al que ninguno de los otros dos equipos había derrotado jamás. Como no había reloj en la pared, no estaba seguro de cuánto tiempo había transcurrido cuando el señor Adams volvió por fin para acompañarle a la sala de justicia. Adams vestía ahora una toga larga y se parecía al director del colegio donde había estudiado Pat.

– Sígueme -dijo el señor Adams con solemnidad.

Pat permaneció inusitadamente callado mientras recorrían el sendero de baldosas - фото 20

Pat permaneció inusitadamente callado mientras recorrían el sendero de baldosas amarillas, como los veteranos llamaban a los últimos metros antes de llegar a los escalones y la puerta trasera de la sala. Acabó de pie en el banquillo de los acusados, con un alguacil al lado.

Pat miró a los tres magistrados que constituían el tribunal de esa mañana. Algo iba mal. Había esperado ver al señor Perkins, que el año anterior estaba calvo, casi al estilo del señor Pickwick. Ahora, de repente, parecía haberle salido una cabellera rubia. A su derecha estaba el concejal Steadman, un liberal, muy indulgente según Pat. A la izquierda del presidente se sentaba una señora de mediana edad a la que Pat no había visto nunca. Sus labios delgados y los ojos pequeños como los de un cerdo le hicieron abrigar la esperanza de que el liberal acabara derrotado por dos votos a uno, sobre todo si jugaba bien sus cartas. La señora Cerdita tenía toda la pinta de apoyar la pena de muerte para quienes cometían pequeños hurtos en las tiendas.

El oficial Webster ocupó el banquillo de los testigos y prestó juramento.

– ¿Qué puede decirnos acerca de este caso, oficial? -preguntó el señor Perkins una vez que el policía hubo jurado.

– ¿Puedo consultar mis notas, señoría? -preguntó el oficial Webster volviéndose hacia el presidente del tribunal. Este asintió y el oficial Webster abrió su libreta-. Detuve al acusado a las dos de esta madrugada, después de que arrojara un ladrillo contra el escaparate de la joyería H. Samuel, de Masón Street.

– ¿Le vio arrojar el ladrillo, oficial?

– No -admitió Webster-, pero estaba en la acera con el ladrillo en la mano cuando le detuve.

– ¿Y había logrado entrar? -preguntó Perkins.

– No, señor, pero estaba a punto de arrojar el ladrillo de nuevo cuando le arresté.

– ¿El mismo ladrillo?

– Eso creo.

– ¿Había causado algún daño?

– Había roto el cristal, pero una reja de seguridad le había impedido llevarse nada.

– ¿En cuánto estaban valorados los artículos del escaparate? -preguntó el señor Perkins.

– No había artículos en el escaparate -respondió el oficial-, porque el encargado siempre los guarda en la caja fuerte antes de marcharse por la noche.

El señor Perkins miró el pliego de cargos con semblante perplejo.

– Veo que se acusa a O’Flynn de intento de robo con alucinaje.

– En efecto, señor -confirmó el oficial Webster, mientras devolvía la libreta al bolsillo trasero de los pantalones.

El señor Perkins centró su atención en Pat.

– Veo que en el pliego de cargos se ha declarado culpable, señor O’Flynn -dijo.

– Sí, milord.

– En ese caso, tendré que condenarle a tres meses, a menos que pueda ofrecernos alguna explicación. -Hizo una pausa y miró a Pat por encima de sus gafas de media luna-. ¿Desea hacer alguna declaración? -preguntó.

– Tres meses no es suficiente, milord.

– Yo no soy lord -repuso el señor Perkins con firmeza.

– Ah, ¿no?-dijo Pat-. Es que, como le he visto con la peluca, que el año pasado por estas fechas no llevaba, he pensado que debía de ser lord.

– Vigile su lengua -advirtió el señor Perkins-, no sea que aumente la pena a seis meses.

– Eso sería más justo, milord.

– Si eso es más justo -dijo el señor Perkins, incapaz de contener su irritación-, le condeno a seis meses. Llévense al preso.

– Gracias, milord -dijo Pat, y añadió por lo bajo-: Hasta el año que viene.

El alguacil le condujo a toda prisa hasta el sótano.

– Genial, Pat -dijo antes de encerrarle de nuevo en la celda de espera.

Pat permaneció allí mientras rellenaban todos los impresos necesarios. Transcurrieron varias horas antes de que la puerta volviera a abrirse y lo llevaron al vehículo que esperaba. En esta ocasión no se trataba de un coche de la policía conducido por el oficial Webster, sino de una larga furgoneta blanca y azul, con una docena de minúsculos cubículos en el interior, conocida como «la caja de sudar».

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