Lord Kennington no se molestó en tomar budín (de pan y mantequilla), queso (cheddar) ni galletas (de harina y agua), sino que propuso que tomaran café en la biblioteca, donde estaba permitido hablar de negocios.
Max abrió el catálogo de Phillips para mostrarle el lote 23, junto con varias fotografías sueltas que no había enseñado al subastador. Cuando lord Kennington vio la suma estimada de trescientos dólares, su siguiente pregunta fue:
– ¿Cree que Phillips habrá hablado a mi hermano de la venta?
– No hay motivos para suponer que haya sido así -contestó Max-. Uno de los empleados que trabajan en la casa de subastas me ha asegurado que el público ha mostrado escaso interés por el lote 23.
– Pero ¿cómo puede estar usted tan seguro de su procedencia?
– Me gano la vida así -dijo Max con seguridad-. Siempre puede exigir que hagan la prueba del carbono 14 y, si me he equivocado, no tendrá que pagar por la pieza.
– No puedo pedir más -repuso lord Kennington-, así que tendré que ir a Estados Unidos y pujar en persona -añadió, al tiempo que daba un golpe sobre el brazo de la butaca de cuero. Una nube de polvo antiguo se elevó en el aire.
– Me pregunto si eso sería prudente, señoría -observó Max-.Al fin y al cabo…
– ¿Por qué? -preguntó lord Kennington.
– Si vuela a Estados Unidos sin más explicaciones, podría despertar una curiosidad innecesaria entre ciertos miembros de su familia. -Max hizo una pausa-.Y si le vieran en una casa de subastas…
– Entiendo -dijo Kennington, y miró a Max-. ¿Qué me aconseja, amigo?
– Sería un placer para mí representar los intereses de su señoría -declaró Max.
– ¿Cuánto me cobraría por dicho servicio? -inquirió lord Kennington.
– Mil libras más los gastos -contestó Max-, y un dos y medio por ciento del precio final, lo cual es una práctica habitual, se lo aseguro.
Lord Kennington sacó el talonario de un bolsillo interior de la chaqueta y escribió la cifra de mil libras.
– ¿A cuánto cree que ascenderá la pieza? -preguntó como si tal cosa.
Max se alegró de que lord Kennington sacara a colación el tema del precio, pues esa habría sido su siguiente pregunta.
– Eso dependerá de si alguien más descubre nuestro pequeño secreto -contestó-. Sin embargo, le aconsejo que fije un límite máximo de cincuenta mil dólares.
– ¿Cincuenta mil? -farfulló lord Kennington con incredulidad.
– No es un precio excesivo -apuntó Max-, teniendo en cuenta que un juego completo podría alcanzar más de un millón… -hizo una pausa- o nada, si su hermano adquiriera el rey rojo.
– Entiendo -repitió Kennington-, pero usted podría conseguirlo por unos cientos de dólares.
– Eso espero -dijo Max.
Max Glover salió del White s Club pocos minutos después de las tres, tras haber explicado a su anfitrión que tenía otra cita por la tarde, lo cual era cierto.
Max consultó su reloj y decidió que aún le quedaba tiempo para pasear por Green Park y no llegar con retraso a su siguiente cita.
Llegó a Sloane Square unos minutos antes de las cuatro y tomó asiento en un banco que se hallaba delante de la estatua de sir Francis Drake. Se puso a ensayar su nuevo guión. Cuando oyó que tocaban las cuatro campanadas del reloj de la torre cercana, se levantó de un brinco y se encaminó hacia Cadogan Square. Se detuvo ante el número 16, subió los escalones y tocó el timbre.
James Kennington abrió la puerta y recibió a su invitado con una sonrisa.
– Le he llamado esta mañana -explicó Max-. Soy Max Glover.
James Kennington le guió hasta el salón y se acomodaron ante una chimenea apagada. El hermano menor se sentó frente a él.
Aunque el apartamento era espacioso, incluso grande, en las paredes se veían algunos contornos dejados por cuadros que en otros tiempos habían colgado de ellas. Max sospechó que no los estaban limpiando o enmarcando de nuevo. Los ecos de sociedad aludían con frecuencia a la afición a la bebida del honorable James e insinuaban la existencia de varias deudas de juego impagadas.
Cuando Max terminó su relato, estaba bien preparado para la primera pregunta del honorable James.
– ¿Cuánto cree que alcanzará la pieza, señor Glover?
– Unos cientos de dólares -contestó Max-. Eso suponiendo que su hermano no se entere de la subasta. -Hizo una pausa y bebió un poco de té-. En tal caso, más de cincuenta mil.
– Pero yo no tengo cincuenta mil dólares -adujo James. Max ya lo sabía-. Si mi hermano se enterara, yo no tendría nada que hacer. Las disposiciones del testamento no pueden ser más claras: quien encuentre el rey rojo heredará el juego.
– Yo podría aportar el capital necesario para conseguir la pieza -dijo Max con toda tranquilidad-, si a cambio usted accediera a venderme el juego.
– ¿Cuánto estaría dispuesto a pagar? -preguntó James.
– Medio millón -contestó Max.
– Pero Sotheby’s ha valorado el juego completo en más de un millón -protestó James.
– Es posible -dijo Max-, pero medio millón es mejor que nada, y ese sería el resultado si su hermano se enterara de la existencia del rey rojo.
– Sin embargo, ha dicho que el rey rojo podría venderse por unos pocos centenares…
– En cuyo caso solo necesitaría mil libras por adelantado, además del dos y medio por ciento del precio final -dijo Max por segunda vez aquella tarde.
– Es un riesgo que estoy dispuesto a asumir -repuso James con la sonrisa de quien está convencido de tener la sartén por el mango-. Si el rey rojo se vendiera por menos de cincuenta mil -continuó-, yo podría reunir esa cantidad. Si supera esa cifra, cómprelo usted y yo le venderé el juego por medio millón. -James bebió un poco de té-. No pierdo en ninguno de ambos supuestos.
«Ni yo», pensó Max, mientras extraía un contrato de un bolsillo interior. James lo leyó con parsimonia. Alzó la vista.
– Sin duda estaba convencido de que aceptaría su plan, señor Glover -dijo.
– De no haber sido así, mi siguiente visita habría sido a su hermano -dijo Max-,y usted se habría quedado sin nada. Al menos ahora, para utilizar sus propias palabras, no pierde en ninguno de ambos supuestos.
– Imagino que tendré que ir a Nueva York -dijo James.
– No es necesario -repuso Max-. Puede pujar por teléfono, lo que tiene la ventaja añadida de que nadie sabe quién está al otro extremo de la línea.
– ¿Cómo voy a hacerlo? -preguntó James.
– No podría ser más sencillo -respondió Max-. La subasta empieza a las dos de la tarde, siete de la tarde en Londres. El rey rojo es el lote 23. Me encargaré de que Phillips le llame en cuanto lleguen al 21. Solamente para asegurarnos de que usted estará sentado al lado del teléfono y la línea permanece libre.
– ¿Y usted lo comprará si el precio supera los cincuenta mil?
– Le doy mi palabra -dijo Max mirándole a los ojos.
Max voló a Nueva York el fin de semana anterior a la subasta. Se alojó en un pequeño hotel del East Side, en una habitación no mayor que una celda, porque solo llevaba dinero suficiente para cubrir la fase final de la partida.
El lunes por la mañana, se levantó temprano. No había podido dormir debido a la acción combinada del tráfico de Nueva York y las sirenas de la policía. Aprovechó el tiempo para repasar una y otra vez todas las permutaciones posibles una vez que empezara la subasta. Sería el centro de atención durante menos de dos minutos y, si fracasaba, tomaría el siguiente vuelo a Heathrow sin otra recompensa por sus esfuerzos que una cuenta bancaria en números rojos.
Compró un bagel en la esquina de la Tercera con la Sesenta y seis y recorrió unas cuantas manzanas más hasta llegar a Phillips. Pasó el resto de la mañana en la subasta de un manuscrito que se celebró en la sala donde después se ofrecería la pieza china. Estuvo sentado en silencio al fondo de la estancia, fijándose en el estilo estadounidense de conducir una subasta para no meter la pata más tarde.
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