Jeffrey Archer - Casi Culpables

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¿Dónde está la frontera entre la culpabilidad y la inocencia? Solo un escritor como Jeffrey Archer es capaz de imprimir en las conciencias un sentimiento tan complejo como la duda.
¿Puede un convicto confesar su culpabilidad y conseguir que se desee su libertad, que se crea en su inocencia? Este es el dilema que presenta uno de los doce relatos, manifestación de talento y elegancia narrativa, que, inspirados en historias inolvidables de personajes reales, abordan la cuestión de la delincuencia: entre el engaño y la estafa, entre el asesinato y el robo, estos maravillosos relatos guían al lector por los laberintos de un mundo paralelo y subterráneo. Pero al tiempo muestran el lado más humano de sus protagonistas, culpables, pero no tanto.
Aunque algunas de estas historias fueron conocidas por el autor tras su puesta en libertad, la mayoría lo fueron durante su estancia en prisión, lo que les da una unidad de fondo. Todas confirman a Archer como uno de los mejores creadores de relatos cortos de la actualidad.
Las ilustraciones del inigualable Ronald Searle representan un valor añadido de una edición inolvidable.
«Con estilo, ingenioso y siempre entretenido… Jeffrey Archer tiene una aptitud natural para las historias cortas.» – The Times
«Probablemente el mejor contador de historias de nuestro tiempo.» – Mail-on Sunday
«Un narrador de la talla de Alejandro Dumas.» – Washington Post
«Archer es un maestro del entretenimiento.» – Time
«Este hombre es un genio.» – Evening Standard
«Archer es un narrador excelente, que cumple las expectativas del lector: el deseo de pasar la página y saber qué ocurre después.» – Sunday Times
«Archer tiene un don para la trama que solo se puede definir como genial.» – Daily Telegraph

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– ¿Presidenta?-preguntó Doug-. ¿Qué es eso?

Doug accedió de buena gana a que Sally dirigiera la empresa, siempre que a él se le permitiera sentarse al volante de uno de los camiones. Esta situación habría podido prolongarse felizmente, si el hombre de Marsella (quien jamás acababa con sus huesos en la cárcel) no hubiera vuelto a abordar a Doug con lo que, según aseguró, era un plan infalible, que carecía de todo riesgo y más importante aún, del que su esposa no tendría por qué enterarse.

Doug resistió durante varios meses el asedio del francés, pero después de perder una cantidad bastante importante en una partida de póquer sucumbió por fin. Solo un viaje, se prometió. El hombre de Marsella sonrió, al tiempo que le entregaba un sobre que contenía doce mil quinientas libras.

Bajo la presidencia de Sally, la Haslett Haulage Company continuó creciendo tanto en reputación como en ingresos. Entretanto Doug se acostumbró de nuevo a disponer de dinero en efectivo; dinero que no dependía de un balance ni estaba sujeto a la declaración de renta.

Alguien vigilaba a la Haslett Haulage Company, y a Doug en particular. Como un reloj, Doug atravesaba en su camión la terminal de Dover con un cargamento de toles de Bruselas y guisantes, cuyo destino era Marsella. Sin embargo, Mark Cainen, ahora funcionario de la brigada anticontrabando, que formaba parte de la Unidad de Prevención Criminal, nunca veía a Doug regresar. Esto le preocupaba.

El funcionario consultó los expedientes y descubrió que Haslett Haulage - фото 33

El funcionario consultó los expedientes, y descubrió que Haslett Haulage contaba ahora con nueve camiones, que viajaban cada semana a diferentes partes de Europa. Su presidenta, Sally Haslett, gozaba de una reputación sin mácula (lo mismo que sus vehículos) entre la gente con la que trataba, desde las aduanas a los clientes. Aun así, al señor Cainen todavía le intrigaba por qué Doug ya no regresaba por su puerto. Se lo tomó como algo personal.

Unas discretas investigaciones revelaron que Doug continuaba descargando en Marsella coles de Bruselas y guisantes, para luego cargar cajas de plátanos. Sin embargo, había introducido una pequeña variación. Ahora volvía vía Newhaven, lo cual, según los cálculos de Cainen, suponía un par de horas más de viaje.

Todos los funcionarios de aduanas tenían la opción de trabajar un mes al año en otro puerto de entrada, con vistas a mejorar sus perspectivas de ascenso. El año anterior, el señor Cainen había elegido el aeropuerto de Heathrow. Este año, optó por un mes en Newhaven.

El señor Cainen esperó pacientemente a que el camión de Doug apareciera en el muelle, pero no fue hasta el final de su segunda semana cuando divisó a su viejo adversario en la cola para desembarcar de un transbordador de Olsen. En cuanto el camión de Doug tocó el muelle, el señor Cainen desapareció en la sala de descanso y se sirvió una taza de café. Se acercó a la ventana y vio que el vehículo de Doug se detenía en la cabecera de la fila. Los dos funcionarios de servicio le hicieron pasar enseguida. El señor Cainen no intervino en ningún momento, mientras Doug salía a la carretera para continuar el viaje de regreso a Sleaford. Tuvo que esperar otros diez días a que el camión de Doug volviera a aparecer, y esta vez reparó en que solo una cosa no había cambiado. El señor Cainen no creyó que se tratara de una coincidencia.

Cuando Doug regresó vía Newhaven cinco días después, los mismos dos agentes dedicaron a su vehículo solo una mirada superficial antes de dejarlo pasar. El señor Cainen sabía ahora que no se trataba de una coincidencia. Informó de sus observaciones a su superior de Newhaven y, cuando su mes allí terminó, volvió a Dover.

Doug realizó tres viajes más desde Marsella vía Newhaven antes de que detuvieran a los dos agentes. Cuando vio que cinco agentes se encaminaban hacia su camión, comprendió que su sistema imposible de detectar había fracasado.

Doug no se molestó en declararse inocente en el juicio, porque uno de los agentes de aduanas con los que estaba conchabado había llegado a un trato para que redujeran su condena, a cambio de revelar nombres. Mencionó a Douglas Arthur Haslett.

El juez condenó a Doug a ocho años, sin reducción de pena por buen comportamiento, a menos que accediera a pagar una fianza de setecientas cincuenta mil libras. Doug no tenía las setecientas cincuenta mil del ala y suplicó a Sally que le ayudara, pues era incapaz de afrontar ocho años más a la sombra. Sally tuvo que venderlo todo, la casa, el aparcamiento, nueve camiones, incluso su anillo de compromiso, para que su marido pudiera acatar el mandato judicial.

Después de un año en la prisión de Wayland, categoría C, en Norfolk, Doug fue trasladado a North Sea Camp. Una vez más, le nombraron bibliotecario, y así fue como le conocí.

Me sorprendía que Sally y sus dos hijas, ya adultas, visitaran a Doug cada fin de semana. Él me dijo que nunca hablaban de negocios, aunque había jurado sobre la tumba de su madre que nunca más reincidiría.

– Ni lo pienses -le había advertido Sally-.Ya he enviado tu camión al desguace.

– No puedo culpar a la parienta, después de los apuros que le he hecho pasar -explicó Doug la siguiente vez que fui a la biblioteca-. Pero, si no me dejan sentarme a un volante cuando me suelten, ¿qué voy a hacer el resto de mi vida?

Me pusieron en libertad dos años antes que a Doug, y si no hubiera pronunciado una conferencia en un festival literario en Lincoln unos años después, tal vez no habría descubierto jamás qué había sido del bibliotecario.

Mientras miraba al público durante el turno de preguntas, me pareció reconocer tres rostros que me escrutaban desde la tercera fila. Me devané la parte de los sesos que almacena nombres, pero no reaccionó, hasta que me hicieron una pregunta sobre las dificultades de escribir cuando se está en la cárcel. Entonces recordé. Había visto a Sally por última vez tres años antes, cuando visitó a Doug en compañía de sus dos hijas, Kelly y… y Sam.

Después de la última pregunta, interrumpimos la sesión para tomar café y las tres se acercaron a mí.

– Hola, Sally. ¿Cómo está Doug? -pregunté incluso antes de que se presentaran. Un viejo truco político, que las impresionó como yo esperaba.

– Jubilado -contestó Sally sin más explicaciones.

– Pero si era más joven que yo -protesté-, y nunca dejaba de contar a todo el mundo lo que haría cuando quedara en libertad.

– Sin duda -repuso Sally-, pero puedo asegurarle que está jubilado. Mis dos hijas y yo dirigimos ahora Haslett Haulage, con veintidós empleados, sin contar los conductores.

– Es evidente que las cosas les van bien -dije, picado por la curiosidad.

– Está claro que no lee las páginas de economía -bromeó la mujer.

– Soy como los japoneses -afirmé-. Siempre leo los periódicos desde la última página a la primera. ¿Qué he pasado por alto?

– El año pasado salimos a bolsa -intervino Kelly-. Mamá es la presidenta, yo estoy a cargo de las cuentas nuevas y Sam es responsable de los conductores.

– Si no recuerdo mal, tenían nueve camiones.

– Ahora tenemos cuarenta y uno -dijo Sally-, y la facturación del año pasado llegó casi a los cinco millones.

– ¿Doug no desempeña ningún papel?

– Doug juega al golf-contestó Sally-, para lo cual no necesita viajar vía Dover o -añadió con un suspiro, al tiempo que su marido aparecía en la puerta- regresar vía Newhaven.

Doug se quedó inmóvil, mientras buscaba con la vista a su familia. Agité la mano para llamar su atención. Doug saludó con un gesto y vino hacia nosotros.

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